Hoy he perdido la oportunidad de realizar mi buena acción del día. No, estoy equivocado, he perdido la oportunidad de sentirme bien conmigo mismo. No, tampoco esto es cierto; más bien he comprobado lo que siempre he sabido: que en el momento justo de tomar decisiones o actuar cuando se requiere hacerlo de inmediato, dudo, y permito que el instante importante, el que se da sólo durante algunos segundos, se pase y se diluya sin más, dejándome dolido, frustrado, triste, rencoroso conmigo mismo, por no tener la fuerza o voluntad suficiente que se requiere para actuar oportunamente.
¿A qué viene tanta palabrería al parecer sin sentido?...muy simple. El malestar se debe a que hoy camino del trabajo, en la estación Cuatro Caminos del metro, he abordado y conseguido asiento en el último vagón del convoy, que aún se encontraba semivacío. Un poco olvidado de todo, saqué de mi mochila Ciudades Desiertas, de José Agustín (libro de lectura en turno) y me dispuse a leer algunas páginas durante el trayecto. Llevaría 3 ó 4 líneas leídas, cuando subió al vagón un hombre ya mayor, que pasó muy despacio frente a mí y fue a sentarse un par de asientos más allá. Interrumpí la lectura, porque su aspecto me llamó de inmediato la atención. Era de mediana estatura y desgarbado, muy flaco (debido quizás a la hambruna) y algo encorvado por el paso (¿el peso?) de los años. Caminaba muy lento y se notaba con certeza, el esfuerzo que hacía para desplazarse. Lo miré brevemente. El hombre respiraba agitadamente, se miraba agotado. Me desentendí del hombre y seguí leyendo las peripecias de Susana y Eligio, los protagonistas de la novela de Agustín; me mantenían bastante entretenido, sobre todo, cuando Eligio la descubrió hablando quedamente y arrinconada en lo oscurito de un estacionamiento, con Slawomir, el polaco con el que ella se había acostado días atrás.
El convoy se llenó y comenzó a moverse. Entonces volteé sorprendido. El viejo se había levantado y fue hasta el final del vagón, regresando con lentitud, agarrado de los tubos centrales bamboleándose como un barquito de papel a la deriva. En una de sus manos llevaba un montón de bolsitas y con voz cansada, no demasiado audible, pregonaba: “pepitas, pepitas, pepitas”. Un poco antes de llegar a mi altura, un hombre maduro le preguntó: “¿cuánto cuestan?...”5 pesos”, respondió el viejo. Le costaba mantenerse en pie, se le notaba débil, sus años parecían pesarle como una losa. Entonces, en ese preciso momento sentí una gran admiración por él, mientras le entregaba la pequeña bolsa de pepitas al hombre que las había comprado. Se notaba orgullo y seguridad en su voz cascada. Mi visión de él se transformó, me pareció un hombre fuerte de espíritu y cabal en sus actos. El viejecillo se encontraba recorriendo el metro, entre la multitud de pasajeros, sin pedir absolutamente nada, vendiendo su humilde mercancía, lleno de ganas de trabajar y decirle a un sinfín de pedigüeños: “aquí estoy, viejo, débil, cansado, pero no vencido; aún puedo luchar y demostrar que la vida no me ha vencido a pesar de tantos años”.
Me quedé prácticamente con la boca abierta mirando su accionar, viéndolo más allá de su apariencia exterior, de su manifiesta debilidad, como si fuera un gigante. Pasó frente de mí nuevamente, pregonando su apagada cantinela; “pepitas, pepitas, pepitas”. Y así me quedé, sin hacer nada, incapaz de pronunciar yo también el ¿cuánto cuestan?, para saborear aquellas humildes semillas saladas, resguardadas en su bolsita de plástico. Perdí el momento, el hombre pasó. Yo no fui capaz de abrir la boca, de pronunciar palabra, de atrapar el instante, de tener aunque fuera por un breve momento, el placer de conocer a un hombre capaz de enfrentar a la vida con trabajo y con voluntad inquebrantable.
El hombre continuó su camino sin detenerse. Lo seguí con la mirada, ya dolido, ya incómodo, ya enfadado conmigo mismo por la estupidez de no pararlo y comprarle su mercancía. Imposible repetir o regresar el momento. Sentí que allá muy hondo dentro de mí, perdía algo, intangible, vago quizás, pero importante, esencial. Bajé del convoy aún pensando en el viejo, en éste desencuentro breve e infinito a la vez. También seguí mi camino.
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