Pisco Sour
Esa mañana cuando se levantó, sin saber por qué, prendió la televisión al salir de la lucha.
Era extraño, ella nunca prendía la tv en la mañana antes de ir a trabajar, un poco porque la demoraba y un poco porque la deprimía.
Con la toalla aún en la cabeza, se sentó en la cama y sintonizó uno de esos canales de cable en que cocinan todo el día.
Fue a hacer su leche y volvió con el tazón humeante para el ritual del encremado.
Mientras repasaba todo su cuerpo cubriéndolo de crema y bebía sorbitos de leche con café, empezó a prestar atención a un chef peruano que hablaba mucho y que preparaba una gallina al horno.
No pudo evitar reírse al ver al chef frotando la gallina enérgicamente con aceite de oliva y ajo; era innegable, en esas circunstancia, el parecido entre ella y…la gallina.
Terminó de vestirse y comenzó a maquillarse.
El chef del cable mientras, hacía maravillas con una pequeñas papitas que lanzaba al aire desde un sartén gigante y las volvía a recoger como un truco de prestidigitación.
Ya estaba con la cartera en el hombro y con las llaves en la mano, cuando al tomar el control remoto para apagar la tv, vio la gallina de espaldas en una fuente, muy cómoda, acompañada de las papas saltarinas; pero, no fue eso lo qué hizo que demorara en apagar el aparato sino una hermosa copa de pisco sour con que el cocinero estaba brindando y despidiendo el programa.
Se le hizo agua la boca. Antes de apretar el botón rojo había decidido que esa noche se tomaría un pisco sour.
El día transcurrió tranquilo, como siempre.
A la hora del almuerzo, mientras sus compañeras parloteaban a su alrededor, se puso a pensar en qué seguiría después del pisco sour que había decidido tomar; podía pasar por el supermercado, comprar una carnecita, algo de ensalada…champiñones, sí, definitivamente champiñones…pero eso significaba vino tinto; no se puede reunir carne y champiñones y no invitar a una linda botella de vino tinto a bailar…sí, eso, cuánto tiempo que no iba a bailar…
De súbito se cortó el hilo de sus pensamientos y volvió, bruscamente a la realidad y al parloteo…primero porque era jueves, no viernes o sábado, días oficiales en que el baile está permitido y segundo porque sus únicas opciones disponibles para bailar estaban sentadas en esa mesa.
No, no, mala idea…lejana, irrealizable, utópica, quimérica….
Después de todo, la cerveza que estaba esperándola pacientemente hacia…como dos semanas en su refrigerador le estaba pareciendo un muy buen sustituto al famoso pisco sour y toda su compañía limitada.
Terminó la jornada como quien termina de comer un plato de legumbres: sin pena ni gloria pero con el deber cumplido, y se fue a su casa, como todos los días.
Entró, dejó la cartera en el sillón y las llaves sobre la mesa, como todos los días.
Fue al baño, hizo pipi, como todos los días y comenzó a desvestirse lenta y meticulosamente, como todos los días.
Pero, esta vez hubo una variación, ella no se dio cuenta en ese momento de su importancia, pero sin saber por qué… en vez de meterse a la ducha; salir y secarse; ir a la cocina; abrir una lata de atún y ponerlo en el pocillo de la gata que era una puta que venía a comer y se iba; preparase un sándwich y comerlo con un café mirando cualquier cosa en cualquier canal hasta ser vencida por el sueño; levantarse y llevar la taza al lavaplatos; cerciorarse que efectivamente la muy puta entró calladamente, se comió el atún y se fue sin siquiera saludar; lavarse los dientes; entrar en la cama y dejar que el tv siguiera su eterna labor…como todos los días…se tendió desnuda en la cama y sin pensar en encender su cuadrado compañero, dejó que los ruidos apagados de la ciudad entraran en sus oídos y contemplo, sí, aunque parezca raro o imposible en ella, contemplo esa luz ámbar que precede al crepúsculo y solo se quedó allí…tendida…desnuda…tranquila.
Todo quiebre espontáneo de la rutina es un milagro, pero ¿qué hizo que ese pequeño milagro se produjera precisamente esa tarde? La verdad…eso no tiene ninguna importancia.
Cuando despertó o quizá solo salió de ese grato letargo ya era de noche, abrió los ojos y se quedó ahí mismo, quieta todavía sin nada en la cabeza.
Los ruidos de la cuidad le parecieron distintos, no podía especificar por qué pero eran distintos; en alguna parte había música pero no lograba identificarla…era solo…música.
Recordó de golpe lo que había pensado durante el almuerzo, consideró los tiempos…todavía podía ir al supermercado y comprar la carne, el vino, los champiñones…pero… no…era una lata… levantase, ir hasta allá, comprar y cocinar todo y descorchar la botella para brindar con la televisión…..
¡El cocinero peruano!, ¡El pisco sour! Eso, eso era lo fundamental, eso era lo que le había hecho agua la boca, eso era lo que quería, eso era lo que todo su cuerpo le gritaba, un pisco sour, pero de verdad…hecho en casa…con limones…azúcar….aunque fuera sola.
Se pensó y se hizo. Se levantó, se vistió y se tomó el pelo; todavía tenía tiempo; tomó la cartera y salió.
El aire de la noche estaba exquisito y disfrutó profundamente las tres cuadras que la separaban del minimarket.
Entró, seleccionó lo que necesitaba y aún algunas cosas más: leche, un par de golosinas y pan, para el otro día.
Al llegar a la caja para pagar se dio cuenta que no había traído plata, pucha justo ahora, revolvió la cartera y encontró la tarjeta en que le depositaban el sueldo y que nunca usaba, sabía que todavía tenía saldo así que la usó.
El dueño, al parecer por su actitud, recibió la tarjeta sin problema, le pidió que confirmara el monto, por favor, y que ingresara su clave. Transacción exitosa. Muchas gracias. Hasta luego.
Cuando iba saliendo se dio cuenta que no tenía cigarrillos y si bien no era una fumadora empedernida, cada vez que se tomaba un trago le daban ganas de fumar.
Se devolvió y pidió una cajetilla de la marca que usualmente compraba, pero al entregar la tarjeta para pagar, el dueño, le dijo que lo sentía mucho pero que no era posible, no se podía pagar los cigarrillos con tarjeta, ella lo miró por primera vez y no supo qué decir.
Él, el dueño, se disculpaba diciendo no se qué respecto a las tarjetas y a los cigarrillos, ella no escuchaba, se había quedado muda con los ojos de él y la manera en que la miraba y sonreía.
Se aterró, se sintió expuesta, desnuda, no porque él, el dueño, la mirara de una manera indecente sino porque ella en ese minuto estaba deseando que la mirara de una manera indecente.
Dejó los cigarrillos sobre el mesón, dio la vuelta y salió del minimarket a toda prisa.
Las agradables tres cuadras se convirtieron en tres kilómetros, las bolsas pesaban toneladas…no eran las bolsas, era su vida de mujer sola la que pesaba sobre sus hombros.
Llegó a su casa, soltó las bolsas, ¡a la chucha el pisco sour! Y se tiró en la cama a llorar.
Se sentía perdida, atrapada, irremisiblemente sola…para siempre.
Alguien tocó a la puerta, seguramente era la vecina que venía a quejarse otra vez de la gata puta que le había dado por cagar en su jardín, no, no le voy a abrir.
Volvieron a tocar…vieja amargada, por qué no me dejará en paz.
Volvieron a tocar…a no, esto es el colmo.
Cuando abrió la puerta, llorosa y despeinada, dispuesta a echarle un par de garabatos a la vecina por su insistencia; se encontró con los ojos de él, el dueño, que le mostraba su tarjeta olvidada en el minimarket; del bolsillo de su camisa se asomaba una cajetilla cerrada de la marca que ella usualmente compraba y en su sonrisa se veía claramente que había dejado a alguien encargado y que él no tenía ningún apuro en volver.
Bueno, esa noche, después de todo, se tomó su pisco sour.
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