¡Fue en Diciembre!
Carmen había fumado el último cigarrillo y ahora veía a Pablo recostado a su costado, mirando el techo y su busto de vez en cuando. Ella, desnuda, envuelta a medias por las cobijas exhalaban la última bocanada de humo azulado.
–Crees que tu marido sospeche –dijo Pablo mirándola al rostro.
Ella se sonrió y besó a Pablo en los labios.
–Sí, lo sabe, o al menos lo sospecha –Carmen, una mujer hermosa de treinta y ocho años no pudo resistir en pensar en su marido y sonreírse, había algo cómico en todo aquello, como el ir y venir del juego del gato y el ratón. Amaba a su marido, quizá, pero él hacía mucho que se había distanciado, muchos años, ¿cuántos?, siete años transcurridos ya.
Sintió algo, un hueco ligero en el pecho… instintivamente acercó a Pablo y lo volvió a besar, pensando en su marido. Luchó contra el recuerdo y se concentró en pablo, doce años menor que ella y mucho mejor en la cama de Adolfo, su marido.
La habitación, sencilla, era iluminada por el amanecer. Las cortinas corridas dejaban entrar el claro del día como en la noche dejó entrar el claro de la luna llena. “Soy una puta… pero Adolfo tiene la culpa, él me alejó de él, creo aquel mundo de soledad donde nada penetraba… ¡por qué moriste hijo mío!, ¡Contigo se fue mi mundo!, ¡Contigo murió tu padre!”.
Las aves entonaban sus cantos y los automóviles avivaban los motores. Las parejas de otras habitaciones ya emprendían la marcha, dejando tras sí el gas pestilente de los escapes de los automóviles.
–Dime, ¿Cómo te fue en tu viaje a Guadalajara? –Interrogó Pablo sentado sobre la cama.
Carmen estiró los brazos, desperezándose, entrecerrando los ojos y sonriendo.
–Fue largo, tedioso y no disfruté nada de la ciudad. –comentó Carmen.
–Pero fuiste con varios compañeros… ¿No? –dijo él tímidamente.
“¡No seas imbécil, no te enamores de mí!”, pensó, pero luego, su ego se regocijó con aquello. Entonces pensó por qué no engañó a su marido con alguno de sus compañeros de trabajo, entonces recordó lo chantajistas que se ponían los hombres cuando la mujer ostentaba un puesto más alto.
–Sí, con nueve de ellos, siete hombre y dos mujeres.
–Ahh –exclamó Pablo.
Seguido por un prolongado silencio.
Carmen lo miró y entre carcajadas dijo:
– ¡No me follé a ninguno de ellos!, ¡Contento!
¡Por fin!, alguien sentía celos… pero no era él quien debía sentirlos.
“Ay, Adolfo, ¿qué nos pasó?”.
–Ya va siendo hora de irnos –dijo ella.
–No, esperemos, aún tengo fuerzas.
Ella río.
–Solamente sirves para follar, ¡Apuesto que no tiene la tesis lista!, ¡Te estás tardando!, y eso que te ayudé, ¿no querías ser abogado?, como vas a lograrlo si estás más entre mis piernas que entre los libros, ¡Despabila!, no siempre vamos a estar juntos –ante aquellas últimas palabras él se sobresaltó y dio y ligero salto sobre la cama, el rostro se le contrajo en desconcierto y miedo.
–Eres una gran maestra –dijo él tímidamente, queriendo cambiar la conversación.
–No es verdad, soy pésima, cuando habló los veo desconcertados, con miedo de lo que viene… la calificación reprobatoria, incluso los que no estudian mucho se adentran a las bibliotecas, preocupados… soy mala, domino demasiado los tecnicismo y ustedes para colmo, no leen siquiera bien las preguntas formuladas en los exámenes. No sé si son terrible estudiantes o soy una terrible maestra.
–Regresa a enseñar –dijo Pablo en tono suplicante.
–No, que flojera, mejor concéntrate en esa novia tuya, ¿Cómo se llama?
–Vanesa…
– ¡En Vanesa!, mira Pablo, tú y yo nos divertimos… pero no es para más. Ahora recuerdo, que no le había dado ya el anillo de compromiso. –Ella miró en el semblante titubeante de Pablo. –ya vas a cumplir treinta años, ¡Por Dios!, termina la carrera… creo que…
–Me hace bien verte –dijo.
–Pues nos hace bien a los dos, ¿Por qué siempre bienes a mí?, no tienes suficiente con Vanesa.
“ ¿Fue un diciembre?” pensó Carmen
Él exhaló y una mueca de desdén suplió el gesto titubeante.
–Ella es una mujer que no le gusta experimentar… ¡Para hacerlo, tenemos que estar a oscuras, en una cama!, y, cuando la mañana llega, evita verme… dime loco, no veo con buenos ojos esa actitud, es como si me temiera… como si me excluyera de algo.
–Debió pasarle algo muy malo –y despiadadamente, Carmen dijo –. Supongo que la habrán violado, o vio a sus padres fornicando… tienes razón, una actitud extraña… ¡No pongas esa cara!, ¿No lo había pensado?, parece quizá otra cosa…
– ¡¿Qué?!
–Probablemente no fue una violación… tal vez la reprimieron desde muy pequeña, presumo que su madre o alguna mujer le llenó la cabeza de tonterías sobre el “pecado de la carne”, y, muy lentamente fue trastocando la mentalidad de la chica; hasta hacerla pensar que el sexo era algo sucio, que debía esconder y hablar de él estaba absolutamente descartado toda conversación.
“Adolfo, Adolfo… te acuerdas cuando nos conocimos, tú estudiabas Ingeniería y yo Derecho, fue Carmela quien nos presentó aquella tarde de invierno, cuando las hojas vueltas hojarasca tapizaban los patios de la universidad, y tú, siempre mirando algún plano, paseando de vez en vez los ojos en el cuerpo de una atractiva mujer; ¿lo recuerdas? Aparecí entonces yo, vestida muy mal porque no había conciliado el sueño, me levanté y tomé lo primero que las yemas de los dedos tocaron del armario (esa fea camisa amarilla y el pantalón arrugado). Tú viste a Carmela, a quien te tirabas los fines de semana para dejar caer el cansancio de la cabeza y las ansias permanentes en tus pantalones. Llegamos, saludaste con un beso a Carmela y me diste la mano. Yo no supe qué hacer y me acerqué y te besé en la mejilla, Carmela se quedó pasmada y tú soltaste la risa (todos nos miraron por tu culpa), tú con la sonrisa de Gato de Alicia, y yo con el rostro grana, mirando a mi amiga y a los que nos circundaban con sus miradas, ¿Recuerdas?, ¿Recuerdas?, Ay, Adolfo, ¿qué nos pasó?”.
Pablo sonrió y se abalanzó sobre ella. Carmen, nada sorprendida dejó salir un suspiro –no sabía por qué doloroso –; entonces el comenzó a besarla, primero los labios, después las mejillas y bajando los labios sin despegarlos de la piel, descendiendo por el cuello –entonces un aroma de mujer embriagaba a Pablo –Paseó las manos por las caderas, sostuvo con fuerza y desesperación los glúteos. Bajó más, su boca llegó al rosa de los pecho… “ ¡Adolfo!”… Las manos ya no acariciaban con ternura, Pablo la tomaba con fuerza, cargado de desesperación… deseando poseer aquella mujer, más a cada caricia y beso sabía que no era posible. Cuando él comenzaba a acariciarla, ella movía los labios que decían sin sonido alguno: Adolfo.
“¡Sí!, ¡Fue en un frío diciembre!” volvió a pensar.
Carmen sintió cuando él se introdujo, primero lentamente, después con fuerza… los gemidos brotaron desde la ingle y subieron como una corriente eléctrica por las entrañas, subieron por los pulmones y rozaron el corazón, hasta que la garganta no los sostuvo más y escaparon; adaptándose al ritmo de los movimientos.
“Terminaste con Carmela porque te sorprendiste a ti mismo masajeándome el trasero y diciendo mi nombre sin retirar los ojos de los planos, me dejaste sin fuerzas, en shock, y mi cuerpo hormigueaba y tu seguía tocándome… ¡Tocándomeeeeee!.. Estábamos en una fiesta. Carmela había ido al baño y tus manos me tocaron… yo miraba, esperando que nadie se diera cuenta de lo que estábamos haciendo… no podía respirar. Supe, que me amabas… pero no terminabas con Carmela por el peso de la rutina y la costumbre… ¡Tú me amabaaaasss!”.
El bamboleo de las caderas se hizo más fuerte, el rito, antes constante y parcialmente igual, ahora era desigual y ambos respiraban agitadamente; entremezclando sus gemidos y el sudor que ya perlaba sus pieles.
“Terminaste con ella, con mi mejor amiga… le dijiste y ella vino a mí, corriendo, con el llanto sostenido, y, apenas desapareciste tras el seto, ella desgranó su llanto. Tuve lástima por ella, al punto que un cosquilleo de felicidad me invadiiiiaaaaa!...”.
Pablo cargó a Carmen y la sostuvo para llevarla al suelo, allí la hizo besar el suelo. Ella dándole la espalda, con los pechos rozando en el vaivén con las losas ámbar del suelo. Entonces él apoyaba las manos sobre las caderas de Carmen y se agitaba, desesperado… ¡No podía tenerla cuando en verdad parecía que así era!, ella dejaba su cuerpo e iba con él… pensó alguna vez que, en el acto ella debía imaginarlo a él, suplantándolo, desterrándolo… ¡no podía tenerla y la tenía allí, gimiendo de placer!
“Pasaron algunas semanas… nos veíamos a escondidas en los cafés del Boulevard Rojo, mirándonos y sonriéndonos como tontos… los paseos que tomábamos en el bosquecillo de la ciudad donde me manoseabas (entonces no estaba acostumbrada) y enrojecía mientras te burlabas de mí, entre besos y burlas. Después me llevaste a su habitación, era diciembre, lo recuerdo, hacía frío y, con el pretexto de que mudara mi suéter húmedo, entramos. El cuarto estaba tapizado de imágenes y había una cama, una mesa donde supuse que comería, un escritorio pequeño y la mesa para dibujar, reglas y lápices alineados. Hablamos largo rato… nos mirábamos… Adolfo, me mirabas con lujuria y sonreías. Sabíamos que era inevitable… y me tomaste, primero con un largo beso, el beso… después la caricia en el rostro y dijiste mi nombre… y ningún hombre dice mi nombre como tú lo haces, con un tono de secreto, de asombro, de cariño, de lujuria, todo revuelto. Hacía frío, lo recuerdo, era diciembre, y fuera se precipitaba la lluvia, golpeando la ventana mientas el agua culebreaba por la transparente superficie de los cristales”.
Carmen sintió el comienzo del orgasmo, principio con el vértigo que la embargaba, el temblor de las piernas y el entumecimiento de los dedos de los pies; consecuentemente la descarga de placer que viajaba por todo su cuerpo, sin dejar de tocar taca hebra de su ser. Se estremeció gimiendo y ahogándose en el placer.
Quedaron tendidos en el suelo.
Transpirando y respirado agitadamente.
Se miraron y se sonrieron.
Carmen llevó la mano al pecho, sintió el palpitar de su pecho y el vacío que no se iba.
–Hoy te toca pagar a ti –dijo ella con la voz cortada –; ¿dónde estará mi sostén? –dijo mirando la superficie revuelta de la cama y las sábanas, bajo la cama misma y en derredor.
Pablo vio el sostén sobre la negra superficie de la televisión, se irguió y se lo entregó.
–la tanga…
–No traje –dijo ella –. Imagina si llego a casa con las pantaletas manchadas de semen.
Ella buscó la falda y la halló bajo las cobijas. La camisa blanca estaba en el suelo junto a los zapatos.
“Fue un maravilloso diciembre”, pensó ahora más sorprendida.
Él se vestía también.
–Te toca pagar –volvió a decir ella.
Pablo se quedo quieto:
–Olvidé la cartera en casa…
–Olvidaste la vergüenza –afirmó ella.
Ya arreglados, se vieron al espejo.
Ella buscó en la bolsa negra el cepillo y lo llevó sensualmente a la negra cabellera.
“Adolfo… Adolfo también, al despertarse olvida donde deja todo… ayer fue a la fiesta de Lucio… ¡Ay!, entonces debió estar Susana en la fiesta… Adolfo, ¿tienes una aventura con ella?... en secreto oigo que hablar por el celular… cuando suena sales y me dejas en el comedor o en la sala con la palabra en la boca. Susana, ya veo… te han de gustar la jóvenes hermosas, yo no soy ya tan joven… pero sigo siendo hermosa y soy tu esposa… ¿Te gusta porque es rubia y no te recuerda nada a mí?, porque es más alta, quizá… ¿También me buscas a mí cuando fornicas con ella?, Ay, Adolfo, ¡Ya no puedo seguir con esto, me está desquebrajando el alma!, la conciencia me vuelve paranoica y… cuando finalmente me tocas, siento que vuelvo al tiempo cuando éramos estudiantes, y tu decías mi nombre, muy suave en mi oído, entonces era diciembre, me acuerdo”.
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