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Tijuana BC. Enero 2012. Por knock out….
Ya no podía darse el lujo de perder otra vez.
Había recurrido a pomadas mágicas a base de petróleo, cataplasmas hirviendo con restos de café y árnica en las muñecas, hasta sebo de coyote y capsulas de víbora de cascabel que sólo dolor le habían dejado en el estomago.
El resultado, era la perdida de músculos cada vez más flácidos, el tiempo seguía jadeando sobre su cuerpo adolorido, amoratado a veces, cenizo por el desvelo y el hambre que llegaban a sentarse a su lado, a mirarlo por horas, como el foco anaranjado que gravitaba del techo de la cocina.
El hambre y las cuerdas del ring, lo impulsaban a seguir en la pelea.
¡Dale, dale!, escuchaba que decía su entrenador, o quizá, eran los gritos del manejador de su adversario.
Igual tenia que obedecer, pues entre más aguantara el mazo que le rompía el cráneo y le sacudía la mandíbula, podría contar con unos pesos que le pagaran la renta y algunos tacos para irla pasando.
Sólo que, ya no era su día, o, corrijo, no era su noche.
Había ya recibido más de mil mentadas de madre de las pocas personas que apostaron a su favor.
Nada había pasado, las piernas lo habían traicionado.
¿Traicionado?, ¿Cuándo las piernas o cualquier parte del cuerpo hacen pactos de no agotarse ante una situación a lo que pueden dar?
Y otra vez las campanas, nuevamente arrastrarse, poner la cara de fajador, cuando lo que quería, era estar tumbado en su camastro, escuchando toda la noche a la policía, perseguir fantasmas de malandros sin rostro.
La arena, es como un inmenso sanitario publico, una gigantesca taza de la que desembocan orines, apesta a sudor exprimido, cerveza desparramada mezclada con los gritos de los espectadores, y ahí, parado el pobre boxeador, con las piernas temblorosas a punto de ser succionado por el drenaje del retrete, disuelto con desechos humanos.
En el descanso del séptimo round, el sabor de su propia sangre, le recordó que tenía hambre.
Le hizo una señal al chiquillo que estaba cerca de su mochila y esté, le arrimo un termo con una pócima que le había preparado la vendedora de fritangas de su calle.
Tiempo antes, había visto preparar el bebedizo, machacando hojas con arañas y otros gusanos, concentrando todo en un tubo, a el que le añadió fe y oraciones.
Remedio de pobres, le dijo la anciana.
Se lo acepto porque le dijo que con eso ganaría fuerza para vencer a su rival.
Le dieron ganas de llorar, sintió coraje y lastima con él mismo, por no recordar a su propia abuela.
Se tomo esa porquería, era lo más cercano a un gesto de generosidad que alguien le diera en años.
¡Round numero ocho!, grito el anunciador.
De nuevo la campana que le hacia eco en los intestinos.
Si había llegado al octavo round, quería decir que era cuestión de pasearse por el ring, tratar de conectar solo un golpe que lo justificara bajo esa luz de rosticería.
El fajador, sintió el guante de su rival remover su ojo derecho, un ramalazo de dolor le recorría el cuello, como una estrella que emitiera destellos intensos de dolor hacia adentro.
De pronto, esa sensación salió disparada hacia afuera, los brazos se volvieron ligeros, y su único ojo sano, pudo concentrarse en rematar la mandíbula de su oponente en un constante movimiento, acosando con ganchos que surgían del flanco, en ráfagas, rematando con su rival en la lona.
El fajador, soltó los brazos a sus costados, se acomodo el desgastado pantaloncillo como pudo y espero el dictamen que por knock out, había conseguido.
Cobro su dinero, con él, podría aguantar una buena temporada, luego, comenzaría a buscar trabajo.
Su tiempo en el box, había terminado.
Desde Tijuana BC, mi rincón existencial. Andrea Guadalupe.

Texto agregado el 26-01-2012, y leído por 74 visitantes. (0 votos)


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