Al mirarse en ese espejo, notó que los estragos del tiempo habían cambiado su fisonomía. Indudablemente, había engordado. Sus mofletes eran más pronunciados y su pelo había encanecido, pero aquello no era lo más notorio, ya que su mirada se había tornado triste por el opacamiento de sus ojos.
Al moverse, notó que no tenía la misma agilidad de antes y que sus articulaciones comenzaban a hacerse notar de modo punzante. ¿Qué podía hacer? Su alimentación era sana, caminaba bastante, aunque debía reconocer que ahora dormía mucho más que cuando joven.
Miró al anciano que se detuvo delante de él y no pudo dejar de sorprenderse. Ambos tenían casi la misma edad, pero a pesar de todos esos cambios suyos, él se veía infinitamente más joven que el octogenario señor. Nada dijo, porque en realidad nunca lo había hecho.
Sólo que había escuchado al pasar que por un extraño designio, cada año, él sumaba siete, siendo que los demás cumplían año a año. Se diría que era una maldición. Sin embargo, el anciano, parecía un carcamal y él lucía tan lozano como siempre.
Por lo que, sin entrar en mayores cavilaciones, el perro se echó en un rincón y se puso a dormitar, muy satisfecho de su existencia…
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