Capítulo 38: “Dime Quién Eres”.
Llegamos a Talca en la madrugada del día viernes con la frente en alto, si ese iba a ser nuestro fin al menos queríamos que fuera digno. Nos hicieron entrar en la comisaría y allí nos hicieron pasar la noche.
Despertamos el día viernes de una forma más bien extraña, no esperábamos tanta benevolencia para con nosotros de parte de la Corona, aunque era bastante lógico el hecho de que no vendrían a la mitad de la noche a dictaminar un veredicto obvio, todos sabían que tarde o temprano eso sucedería y nada más estaba llegando la hora de que ocurriese. Desayunamos y a eso de la media mañana nos vinieron a recoger para llevarnos al juicio que acabaría y para siempre con las aventuras de esta afamada montonera, del emblema de la causa patriota, de los pocos que aún seguían luchando sin rendirse en lo absoluto.
A los cinco minutos nos hicieron ingresar a la sala. Estaba forrada de madera, cuantiosos asientos bordeaban el pupitre de la magistrada Marisol Acuña que leería el dictamen y decidiría los sucesos venideros en nuestras vidas, lo necesario era que esas vidas pudiesen sobrevivir y era justamente lo que estaba en tela de juicio esa calurosa mañana de febrero.
A los minutos entró gloriosamente una mujer. Estaba vestida con un traje negro que se componía en una falda y una chaqueta de fina hechura, llevaba la cabellera suelta y las uñas pintadas; era joven, de aproximadamente 30 años, su cabello era rubio, de tez clara y ojos sonrientes. Daba confianza verla, su andar era seguro y su mirar agradable nos indicaba que buscaría la justicia para nosotros en todo momento y supimos al mirarle que nos respetaría la vida hasta el último segundo posible. Ella era Marisol Acuña.
Se dispuso a poner orden, pero uno de los tantos guardias que vigilaban nuestros pasos y acciones con cámara de doble lente y zoom hasta el más recóndito milímetro de nuestras manos, hasta los pliegues de nuestras células, se le adelantó y con un solo ademán hizo callar al enorme barullo existente en el habitáculo. Caminó hasta su pupitre, miró bajo los lentes a todos y dio paso a los testigos, la acusación y la defensa de cada uno de los guerrilleros que nos oponíamos a ser defendidos por un abogado, pues era seguro que nos acusara de diversas cosas y se aliase a nuestros contrarios.
Habían pasado tres largas horas desde el inicio de la sesión y concluyó para comenzar a dictar la sentencia. Nuestros presentimientos de confianza eran ahora realidades, pero nos obligó a nunca más empuñar un arma, pagar impuestos al gobierno ibérico y a alejarnos los unos de los otros, por lo cual fuimos asignados a diferentes escuelas y distintos hogares, aunque la mayoría iría con sus familiares. Era el fin de la guerra, aunque eso era solamente lo que pensábamos, pero no queríamos creer.
Al rato mi madre me fue a buscar al tribunal. Me cogió enfadada de la mano y nos encaminamos a la casa.
-No me digas que no creíste que esto sucedería algún día-dijo enojada conteniéndose la rabia.
-No te diría esa mentira-dije.
-Entonces, ¿cómo pudiste?-replicó.
-¿Cómo pude qué?-contesté devolviendo la pregunta.
-No te hagái la lesa, mira que no te creo nada. Te hiciste a la guerra-respondió.
-Pensando en ti, teniendo valor, confiando en mí misma, aceptando las consecuencias, arriesgando todo por ganarlo todo-dije altanera, con la frente en alto.
-¡Mira!, ya no te reconozco, no sé si eres la Sofía que conozco, o si te pasó un camión encima… ¡Dime quién eres!, porque la verdad es que no lo sé. Haz cambiado tanto, que es imposible saberlo-dijo aguantando las lágrimas.
-Soy la misma de siempre, solamente que he hecho cosas que nadie pensó que tendrían que suceder, la guerra nadie la tenía prevista-dije.
-No, no lo eres. Te has convertido en una niña altanera, desafiante, rebelde, cruel; tú no eras así-dijo.
-¡Vamos!, créeme, yo siempre he sido así, solamente que tú no has querido mirarme de esa óptica, y al cabo de que no tenías porqué hacerlo, ahora debiste mirarme como la Sofía que de verdad soy de golpe y porrazo y eso te dolió, pero no te has detenido a pensar que mis cosas que tú calificas como buenas siguen intactas, pero que ahora no pueden salir a la luz-repliqué.
-Tú antes no me habrías dicho eso, tú respetabas a los adultos, ahora ni eso-dijo.
-Te lo hubiese dicho, pero nunca fue necesario. Los adultos no son dioses-dije.
-¡Ándate!, te ordeno que te vayas a tu pieza, si quieres comer de ahí ves que comer, pero yo no te daré comida-dijo en un ataque de ira.
-Bien de ahí veré, pero me das tanto asco que me acabas de quitar el apetito-dije con la mirada fija como un puñal.
-Eres una mierda mal agradecida. Vas a hacer una vida normal, a ver si eso te devuelve a tu normalidad, y tan solo así podremos hablar-dijo señalando la escalera.
Subí con el corazón palpitando, corrí hasta mi pieza y cerré la puerta con llave y me largué a llorar a mares. No comprendía un final tan abrupto, llegó la noche y con ello me dormí.
A los días después los ánimos se calmaron, con mamá volvimos a ser tan amigas como solíamos ser antes de la guerra, cuando el asunto no se tornaba en una conversación cuyo único tema era la política y la única despedida, el único final de toda charla o momento era una palabra que me grabó en lo más profundo de mi alma y sus caracteres imborrables removían mi memoria y mi mente: “Cuídate”.
A los días después las cosas volvieron a ser como antes de la guerra, o al menos con mi madre queríamos aparentar o jugar a que eran así. Yo sabía muy bien que su mayor temor era que yo me volviera a hacer a la guerra, no sé si por miedo a que yo perdiese la vida o la reputación; y ella, sabía que mi principal temor era no poder volver a guerrear, ella no sabía si era por miedo a la perder la libertad patria o la propia. Aún así ambas habíamos vetado el tema y lo habíamos suplido por los que nos era muy difícil encontrar, vivíamos en una suerte de burbuja en la cual no valía decir lo que sabíamos, era como jugar a quién ocultaba más secretos, esa burbuja solía parecerme francamente estúpida.
A los días después llegó el día más confuso que haya tenido en mi vida entera, o al menos intentó serlo y lo logró muy bien…
Era la mañana del segundo lunes de marzo. Yo dormía en completa paz hasta el momento en que sonó la alarma despertador de mi celular. En ese momento el ruido interfirió en mi órbita y comencé a reconstruir la causa, el porqué de tan molesto ruido.
Con los ojos aún cerrados me puse a pensar y logré comprender que ese era mi primer día de clases, que un molesto ruido puede ser la señal de algo que a la larga gracias al odioso sonido y unas cuantas cosas más, puede ser más desagradable todavía. Estaba a tan solo minutos de cruzar el umbral del liceo, de olvidar quien era, de uniformar mi alma con la de todos, de no brillar por cuán diferente era sino por cuán igual a los prototipos podía conseguir ser. La enseñanza media ya no era un sueño sino una realidad concreta, en realidad un presente; no estaba lejos, estaba más cerca de lo posible por cada segundo de más que marcaba el reloj.
Entonces, tuve mi sobresalto mayor, recordé que la noche anterior mamá me había dicho que colocara el despertador tan solo media hora antes para no caer del sueño en clases. Era sin lugar a dudas un momento difícil para una guerrillera. Eso significaba solamente que estaba retrasada casi por segundo un minuto más, no sabía con que rayos de sorpresa me encontraría ese día. Y, sentí una vaga sensación de no tener ni el más remoto deseo siquiera de descubrirlo.
Me vestí con prisa, me arreglé aún más rápido. No sabía lo que hacía y eso me asustaba, pues no quería hacerlo y no sabía por qué lo hacía. Bajé corriendo las escaleras y debí detenerme en el descanso, mil recuerdos de la chingana, de los okupas, de todo. Me dolía la cabeza, pero eso se debía a las lágrimas que con heroicos esfuerzos logré retener, más miraba y más me dolía el alma. Llegué a la cocina y cogí lo que se suponía era mi desayuno, masqué un poco el pan, bebí un sorbo de café y lo empaqueté para comerlo en el liceo.
Ya iba casi saliendo cuando los brazos de mi madre me rodearon el cuello.
-¿Quieres que te lleve?-inquirió con una mirada extraña.
-No, gracias, me voy a pata-respondí, ya no quería leer los ojos de nadie.
-Eres una guerrillera, de seguro van a querer ajusticiarte-dijo exponiéndome sus motivos.
-Toda guerrillera sabe defenderse-repliqué.
-No puedes usar armas-justificó.
-De fuego-completé.
-¿Segura?-preguntó.
-Más que nunca-afirmé.
-Allá tú-exclamó.
-Exacto-dije.
-Nos vemos, cu…-la dejé en el suspenso.
-No necesito recomendaciones-dije muerta de la risa.
-Te quiero-confesó.
-Y yo a ti-respondí cerrando definitivamente la puerta.
Caminé, con un poco de suerte conseguí entrar y que aún no estuvieran en clases. Todos deambulaban libremente por los pasillos, quizás querían creer que esa libertad duraría para siempre.
Al cruzar el umbral, leí el fichero en el cual a los alumnos nuevos se les asignaba su clase y su sala. Localicé mi curso en el plano. Me fui hacia la escalera principal por instinto y por conocimiento. Me disponía a subir cuando vi a mi lado una foto del rey. Me dio una rabia enorme, sentí deseos imperiosos de quemar la imagen o de patearla. Cuando se instauró la paz en mi ser, recobré la imagen de Danto, me asustó sobremanera no haberlo recordado, ahora era solamente un fruto de mi memoria que se desvanecía vil e impertinentemente casi por segundos aunque intentara detenerlo.
Después de dejar mis cosas en la sala bajé al llamado del acto cívico, era tal cuál como los de la escuela básica, recordé a esas personas a las cuales nunca más volvería a ver, esos hechos que pronto serían cambiados por la mentira, la fantasía y el mito. Luego de eso subimos, me senté y comenzó la clase. Al lado mío se había sentado un muchacho de mi edad, ojos negros, que me sonaba conocido de mis tiempos de pirata aunque yo a él no.
-Dime quién eres-fue su primer saludo.
-Sofía, tu compañera de banco-contesté.
-Yo soy Miguel-dijo.
-Y ahora haremos como los grandes amigos de toda la vida que se conocen en el primer día de clases-dije a modo de chiste, le causé una estrepitosa risa que por suerte nadie escuchó.
-¿Nueva en el LAM?-inquirió.
-Sí, lo soy-respondí.
-Debe de haberse atrasado-anunció.
-¿Quién?-pregunté.
-¿No sabes quién es nuestra compañera especial?-retrucó.
-Ni idea, ¿quién es?-inquirí.
-Una guerrera-afirmó.
-¿Qué dirías si estuvieras hablando justo ahora con ella?-pregunté.
-Que es una locura-contestó.
-Dilo-afirmé.
-Es una locura que seas tú la guerrera-replicó.
-Una locura muchas veces es una realidad-filosofé.
-Y es raro que no estés guerreando-dijo sarcástico.
-Le prohibieron a toda la NHM guerrear-contesté.
-¿Qué es la NHM?-preguntó.
-Una guerrilla de la que fui comandanta-contesté.
-Entonces bienvenida alumna especial-comentó.
-Una sarcástica se entiende bien con sarcásticos, entiendo-dije.
-Eso espero-replicó.
En aquel momento nos sorprendieron y nos reprendieron. Debimos callarnos y poner atención. Esas órdenes ahora me parecen una ñoñez y me da vergüenza cuando recuerdo que yo misma las obedecía. El espíritu rodriguista me hizo descubrir mi real identidad que hasta antes de la guerra se encontraba encarcelada en medio de un abrumador silencio.
Al rato golpearon la puerta, fui a abrir y me senté. Un auxiliar de aproximadamente 50 años de edad ingresó, nos miró atentamente buscando a alguien con la mirada, se paró en la mitad de la sala y el profesor le dio la orden de que hablara. El hombre se puso sus lentes y extrajo de su bolsillo un papel doblado.
-En la insectoría esperan a la señorita doña Sofía Poblete-leyó.
-Oh… suerte con la inspectora-dijo Miguel.
-Gracias-respondí.
Seguí al hombre por las escaleras hasta que me abrió la puerta de la oficina. Allí adentro me esperaba otro hombre de aproximadamente la edad de Manuel.
Entré, él me miró, yo lo miré con ojos directos e hirientes. Solo una reacción brotó desde lo más profundo de mi alma, una ciega actitud, no sé si defensiva u ofensiva.
-Dime quién eres-fue la primera pregunta que brotó de mis labios.
ÉL en ese momento supo muy bien que yo era la muchacha que no conocía, pero que le traerían; y yo, sabía muy bien que aquél hombre era quién me aguardaba, aunque no lo conocía, aunque no lo había visto nunca.
Fue un periodo duro, letal, de traición, de transición, de abandonar, olvidar, de recibir. Fue muy distinto pero su inicio, el inicio del desarrollo y el inicio del fin se vieron marcados vilmente con una pregunta que los uniformó e hizo iguales ante sus diferencias: “Dime quién eres”.
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