Cuando el sacerdote que está casando a los novios pregunta: “¿Existe alguien que se oponga a este matrimonio? Si es así, que hable esa persona ahora o calle para siempre”, todos los presentes aguardan con cierta indisimulada tensión que aparezca alguien en el pórtico de la iglesia, y muy al estilo de las películas estadounidenses, grite a voz en cuello: “¡Siiii! ¡Yo me opongo!” Y corra a los brazos de una desorientada novia, que por tales y cuales razones, no pudo cuidar esa relación un tanto descocada, pero legítima, y, muy por el contrario, decidió contraer el sagrado vínculo con ese galán medio apagadito, pero que le brinda mayor tranquilidad y una vida hogareña sin sobresaltos. Claro, en rigor, nadie aparece y el sacerdote sella el vínculo con la prolijidad de un oficio que se practica desde tiempos arcanos, a todo momento y en todo lugar.
Tras la marcha nupcial, todos se alborozan y aplauden a la nueva pareja de contrayentes. Pero, aquí, allá y acuyá, permanecerán aquellos que están seguros que la novia se equivocó, que eligió al papanatas en vez del galán travieso e imaginativo, ese ser perverso y romántico que sí habría sabido sacudir el alma de esa mujer, llevarla al éxtasis, y que en esta ocasión, no apareció, transformando esta boda en algo “demasiado tarde”, que malogrará ese champagne burbujeante y amustiará esos arreglos florales, colocados ex profeso…
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