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Los domingos, como hoy, se desanuda en mi alma la tristeza, he buscado los motivos que producen este cambio de ánimo, la respuesta que he encontrado tiene relación con mi niñez, esa ancha etapa de la vida, libre de presiones y de una esplendorosa inocencia, esa etapa de la vida donde caminábamos seguros por espacios ya construidos. Los domingos de ayer eran luminosos y brillantes, llenos de aromas de pan recién horneado y de canela.
La casa de mi abuela era un oasis en medio de Santiago, con gallinas, palomas, a veces ovejas, toda la parentela, disfrutando, según mi perspectiva, del afecto mutuo, sanguíneo, sin dobleces ni estridencias. Las sobremesas eran largas, instructivas, a la luz de las historias de vida, que el dueño de casa con entusiasmo narraba, mi imaginación cabalgaba al anca de la montura del carabinero rural que había sido mi abuelo, conocía parajes de la Patria con bandidos y cuatreros, la curandera india de Temuco que curo su gangrena, los pasos cordilleranos, aquellos portezuelos remotos y agrestes como guardián de la frontera. El brillo de los domingos estaba en los ojos del relator, grandes, expresivos y generosos.
Los domingos de mi infancia eran una fiesta del alma, con sabor a kuchen y mermelada, trepadas clandestinas a la higuera, uno que otro magullón, el cuarto de herramientas un desafío al ingenio, generoso en oportunidades de invención, catalogadas por los adultos de “leseras”.
Los domingos de mi infancia tenían sabor a tierra, a hierba y a gente buena

Texto agregado el 23-01-2012, y leído por 111 visitantes. (0 votos)


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