Ella, despierta diariamente con el oxidante sabor a sangre que asecha sus labios destrozados desde el interior. Los calambres atacan sus piernas a causa de las grandes distancias que ha debido correr. Descubre lentamente en esa mezquina mañana de abril, sus manos heridas por astillas y esquirlas que la noche anterior destrozaron sus manos mientras trataba inútilmente de proteger su maltrecho rostro. No entiende que sucede todo da vueltas en su cabeza, la habitación gira, nada tiene sentido y ella ve el mundo con su cuerpo pegado al techo…
Vuelve en sí, reaccionando… Encontrándose frente a frente con su desconcertante desnudez para ver que reposa al interior de una incómoda cama de hospital, levanta la sabana para salir de dudas –Sí desnuda, totalmente desnuda- intenta secarse las lágrimas de los ojos sintiendo dolor al mover sus manos, suspira y entiende que no todo está perdido, pues su llanto es de felicidad.
Su rostro que ha visto mejores tiempos se encuentra cortado, el ojo derecho cerrado con un terrorífico tinte violeta, indicador de una lucha demencial donde su agresor por cosas del destino tuvo piedad, poco tiempo o tal vez falta de interés en terminar con su trabajo. El médico la examina, llama a la enfermera pidiendo que saque de la habitación a aquel hombre grande y fornido, ordenándole retirarse a la sala de espera. ¡Código azul! es la frase que retumba en la habitación número seis ¡código azul, una vez más!
El hombre molesto e iracundo, trata de ocultar sus verdaderas intenciones, dibujando una sonrisa en su amargo rostro que más que cálida se torna retorcida y diabólica.
Aquel sujeto extraño, asegura ir por un cigarro y un café, al tiempo que atienden a aquella mujer que observa con ira y desprecio. Mientras tanto en la habitación seis, en el pabellón de cuidados intensivos ella regresa con lentitud por el camino dorado y enajenado de la memoria, abre sus ojos observando una mascarilla de oxígeno que no le deja ver quien se a próxima a su lado con pasos pesados y poco coordinados…
En ese momento no sabe que la asfixia más, si el insoportable hedor a Ginebra o las manos que presionan hasta casi hacer estallar su frágil tráquea, lucha por gritar recordando su promesa -Nunca más dejarse ganar la batalla-, es una pérdida de tiempo por más que lo intenta no lo logra.
Sus manos seden, y él sigue con el gozo más absoluto, presionando hasta que siente algo que suena como una pequeña y lejana explosión. Se aleja de aquel cuerpo sin vida, observando la frágil silueta de esa musa abandonada a su suerte. Le dibuja una cruz en la frente para en seguida enderezar su sotana, recitando antes de salir su salmo favorito y se marcha de regreso por donde llegó… Recostado en el marco de la puerta, le espera aquel hombre de sonrisa pervertida preguntando si puede entrar, recibiendo como respuesta una lastimera reverencia por parte de aquel borrachín.
Una vez dentro de la cálida habitación, observa los ojos cerrados, las carnes libres de maquillaje pero no de pecados, con sus manos a los lados como recibiendo a Dios en su corazón aun sabiendo que ante sus vacíos ojos ella nunca creyó en él. Toma su mano derecha aún tibia, acercándose a su oído para pronunciar en la más triste y miserable confesión: -te prefiero muerta que anormal-. toma de la mesita de noche una libreta y un bolígrafo negro a medio acabar, para dibujar su rostro sonriente, dejando en un rincón del retrato el nombre de tan miserable occisa.
Renata Santamaría Vidal… A quien Dios le dio todo y se lo arrebató; como se esfuma su aliento de vida. Demostrando así como su sonrisa es el reflejo del pecado, que se consume eternamente al interior de tan humanas carnes ante los ojos de su propio padre.
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