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Lo sintió la cama, los fierros gruesos y huecos de la osamenta que era la cama, su estructura. Lo sintió el piso helado de los días de diciembre y las cobijas abrigadas por el cuerpo de él. Las patas se movieron un poco con un chirrido lastimoso producido por las gomas desgastadas; él fue el último que se percató de que algo malo estaba sucediendo, sus piernas fueron las primeras al moverse de un lado a otro, después la cadera se agitó de arriba abajo y el vientre abultado y el pecho sudoroso lo supieron también: estaban siendo atacados mientras el sueño hacía tregua. La nariz se erizó y entonces también los ojos despertaron, perezosos; luego todo él lo supo, se sentó en una orilla, limpió el agua de la pesadilla, que le corría por el cuerpo y metió un dedo en el oído convenciéndolo de que escuchara de forma clara. Ahí estaba otra vez, lo sintió todo el cuarto y parte de las ventanas… el nombre más claro y menos aterrador que podía imaginarse, la pesadilla menos tenebrosa: Francisco. El eco lo repetía una y otra vez resonando en cada célula y en la manzana de Adán; tragó saliva y abrió la puerta con cautela, acompañándose de un bate; no pudo preguntar quién andaba ahí, pero tenía la resolución de un ave atrapada a la que buscan liberar en contra de su voluntad, siguió caminando y entonces supo que todo el lugar estaba consciente de lo que sucedía, entonces tuvo la luz creativa de gritar a quemarropa: ¡¿Quién demonios andaba ahí y qué era lo que quería?¡

El día siguió normal, él, sentado en un cubículo, esperando a que el reloj indicara la salida para poder largarse y revisar lo que sucedía en su casa, para que en la madrugada no fuera asaltado otra vez por el nombre y no tuviera que llegar al trabajo tarde. Esperó resolviendo llamadas mientras estaba pendiente del péndulo; en realidad ese manojo de números y manecillas, con sus ruidos consecutivos, pero sutiles, era su verdadero patrón, el único que de verdad lo controlaba.

El trabajo simulaba la tranquilidad de un parque donde cada momento te sorprende la caída de un fruto o de un pájaro dispuesto a almorzar. Es una metáfora claro, las cosas no son tan simples, pero su labor empresarial se resumía en contestar, ayudar, si se podía, y largarse. Las manecillas le indicaron que arreglara sus cosas para ser el primero que firmara su retiro y saliera corriendo entre un tumulto de gente que se aglomeraba en una salida pequeña como el mundo. Entonces ya tenía el itinerario y lo hizo exacto: tomó el microbús antes que todos, al entrar en él, descubrió, como navegante nuevo, que por cada barco que rebases, miles estarán primero, porque el mundo es redondo y profundo como un agujero. No tuvo asiento durante la hora de viaje.

Al llegar a su hogar, al cálido y suyo hogar, decidió revisar las ventanas traseras que daban a un lote baldío donde jóvenes se volvían primitivos. Nada, una barda enorme les cerraba la entrada al paraíso ajeno y ponía a salvo la acústica de su casa. Miró del otro lado y descubrió la calle, sin nada diferente, cerca el cabaret, más allá las tiendas y un asilo. Entonces analizó los posibles ecos y llamados. ¿De dónde provenían? La casa no dio posibilidades. Una idea le rebotaba en la cabeza, produciendo un eco interno, enfermizo y metálico: ir a ver a los vecinos y preguntarles; ya le venía una problemática: nunca les había hablado, ni siquiera visto y en las juntas, donde siempre que asistía, le tocaba estar solo, opinaba cosas malas acerca de la basura que encontraba antes de irse al trabajo o de los llantos de bebé que escuchaba cuando llegaba. En una hora se armó de valor y tocó las puertas contiguas
--Buenos días—después de un momento y de varios vistazos por el hueco de seguridad de la puerta
--Buenos días— respondieron --¿Qué se le ofrece?—
--Quisiera saber si hay alguien que se llame Francisco, porque ayer lo estaban llamando con demasiada fuerza—
--¿Viene a quejarse?—
--No, sólo quiero saber si es aquí de donde salió el ruido—
--No es aquí—

No dio las gracias, intuyó que largarse era la mejor forma de hacerlo. Sabía que las cosas sociales no marchaban bien para él y que si seguía habitando el departamento lo era únicamente, porque lo estaba pagando y por derecho no lo podían correr, pero ¿Qué era ese comentario de “viene a quejarse”? Si no habían sido ellos los del ruido, ése comentario estaba de más. Fue a la otra habitación, pero nadie contestó, sólo se oía un sonido en fa, repetitivo y estresante, de un contestador al que nunca respondían. Dejó el golpeteo de sus nudillos y regresó a la casa, antes de entrar, midió con la cuarta de la mano el grosor de los muros y pensó que era muy poco probable que pudiera escucharse aquél nombre de forma tan clara, pero era de madrugada y bien sabía que a esas horas hasta los moscos resuenan. Antes de cerrar la puerta, otra vez el nombre: Francisco, dentro del cuarto, corrió hacía él sin bate ni seguridad, abrió la puerta y sus ojos se expandieron… nada; la cama sin él y los muebles acomodados como la fotografía mental que tuvo antes de cerrar el lugar para irse a laborar, todo exacto como quedó. Entonces fue a la cocina a prepararse algo de comer y descubrió que el nombre lo había seguido, que se había aprendido el camino, que exploraba, ahora su casa, que no le bastaba el cuartucho con los muebles arreglados; cuando tomó el sartén, lo escuchó dentro del horno, detrás del refrigerador, abajo del desayunador y cerca de las alacenas. Movió y revisó todo, quizás el ruido lo tenía adentro del oído, guardado de quién sabe qué vida anterior o era, tal vez, uno de esos sonidos que se quedan atorados de forma equivocada y que provienen de emisores desconocidos. Ese nombre no lo conocía, ni tenía a alguien cercano con él.

Terminó de prepararse el almuerzo y lo comió viendo la televisión a alto volumen para distraer al eco, al insoportable nombre que había amanecido con él.
Creyó ver a alguien moviéndose detrás de las cortinas, fue para allá y las movió, nada. Entonces miró por la ventana y el sol en su apogeo le cerró los ojos, al regresar a la sala sintió relámpagos y truenos, a lo mejor estaba loco, tan loco como lo puede estar un trabajador normal o un transeúnte común. Todo su cuerpo se retorció, sentía como la corriente eléctrica se le anidaba entre las uñas y los dedos, corriendo histérica, soltó el control de la televisión y el sonido del plástico rebotando en el azulejo lo volvió en sí ¿Qué pasaba? ¿Estaba enfermo? Se recostó en el pedazo de pared que tenía más cerca y al coger el control, éste tenía pequeñas abolladuras; cuando intentó encender el televisor, ya no lo pudo hacer con el control.
Hizo lo normalmente común y corriente en las tarde de los días laborales: limpió los muebles, arregló y regó las macetas, hojeó algunas revistas de ropa y moda y al anochecer empezó el frío en la planta de los pies, el frío sudoroso y el pánico como el que uno tiene cuando va a entrar al ruedo con un toro enorme o en la primera puesta de escena de una obra donde se es el protagonista. Llevó en una jarra pequeña agua helada y la puso cerca de la almohada, en el mueble minimalista donde colocaba los lentes de lectura, la puso en vez de un cristo ¡Qué raro! La fe le parecía, ahora, un vaso de agua helada que sirve para bien despertar o para tragar la saliva espesa antes de dormir. Esa noche no se despertó, pero el nombre siguió sonando en el cuarto y en la cocina y casi entraba en la sala, siguió repitiéndose dentro del baño, pero ahora de forma tranquila, casi como susurro, igual a una sugerencia. Él llegó temprano al trabajo, hizo lo suyo y se largó a la misma hora, no tuvo asiento en al autobús y rebasó a otras personas, que con la contabilidad del año, resultarían las mismas de siempre, llegó a su casa y entonces cuando entró al cuarto todo estaba en orden, menos el agua, que había sido tomada por él mientras permaneció en ese umbral, entre el sueño y la vigilia.
Ahora hizo verduras al vapor y las acompaño con papas fritas, las sirvió en un plato semiplano y prefirió el comedor, no se alcanzaba a ver la tele, pero puso un canal de música y dejó que tocara jazz mientras degustaba las zanahorias y las brócolis; entonces el nombre volvió a dejarse oír, no hizo mucho caso, se inclinó un poco y pego la oreja al muro… nada. Terminó la comida entre pensamientos fugaces de conclusiones absurdas que recreaban en su mente cómo pudo haber llegado ese nombre a su casa o de cómo no podía irse de ahí el sonido. Se dirigió al baño para lavarse los dientes y comprendió, después de escuchar el sonido ahí también, que el nombre de Francisco había tomado los cuartos, el baño, la casa y que ahora el susurro era un inquilino más que no iba a poder ser desalojado por los medios comunes. Ya no tenía tanto miedo, pero algo ajeno siempre produce un sentimiento de repulsión. Fue al cuarto, leyó el diario con la cabeza recostada y entonces los muebles comenzaron a sacudirse, primero eran vaivenes que después se convirtieron en calambres intensos para él y terremotos para la casa, se quebraron dos lociones y el tapete se llenó de perfume mezclado que daba olor a rosas y miel; él seguía aferrado del tubo más grueso de la cama mientras escuchaba los gritos que llamaban a un tal Francisco que ahora le parecía insoportable. Cuando todo se calmó recogió, sacó los tapetes, limpió y acomodó el desastre y después hizo lo mismo con cada cuarto, no hubo muchos percances, pero para la vida ordenada que él llevaba, le resultó agotadora la tarea. Definió conclusiones y posibles estrategias cuando estuvo sentado en la orilla de la cama, incluso pensó en posesiones demoniacas, razón que luego desechó, porque él estaba muy consciente; pensó que quizás la casa era la del mal, pero llevaba años viviendo ahí. No, debía de ser otra cosa.
Se revisó la frente con su mano… fría.
Se checó el pulso… acelerado.

Era normal en estos casos, pensó, un hombre actuaría así o más preocupado; seguía el sudor, lo limpió con un pañuelo y se volvió a costar, entonces oyó el nombre otra vez, pero ahora desde la sala; no se paró.

A las pocas horas, ya terminado su periódico, se quedó dormido, en la casa resonó el nombre de Francisco con más fuerza, esta vez, sin más movimientos abruptos, sólo el nombre. Se levantó puntual, realizó las tareas matutinas diarias y cuando estaba tomando café lo sorprendió el Francisco, otra vez, e hizo que derramara la bebida caliente sobre la orilla de su saco; no le dio mucha importancia, terminó, revisó que todo quedara en su sitio, tomó el portafolio y salió.

El trabajo estuvo tranquilo. Antes, cuando era más joven y un novato en su empleo, siempre estaba en internet revisando datos, artículos, mirando videos o participando en poker, pero dejó de hacerlo, porque le fue pareciendo aburrido con el paso del tiempo; ahora que estaba con el problema de los gritos, decidió conectarse como antes y revisar páginas sobre brujería. Estuvo analizando, comparando y regresando una y otra vez a los mismos textos sobre posesiones demoniacas materiales: casas, autos, libros, poltronas de terciopelo, etc., pero no llegó a ninguna conclusión, los consejos que daban los autores anónimos no tenían nada que ver con su problema… cuando revisó el reloj, faltaban dos minutos para la salida y no había arreglado sus cosas, salió tarde y en el microbús que tomó, se fue sentado.

Estiró las piernas y recostó la cabeza en el cristal, entonces surgió su reciente enemigo, el nombre de Francisco, lo oyó venir desde la banca de atrás y golpear con el parabrisas delantero, después de meterse entre las piernas del conductor y de impulsarse con el subir y bajar del pedal, lo sintió en su oído, acostado en el hombro: Francisco, Francisco, Francisco. Como un arrullo, despegó su cabeza del vidrio y se sacudió el hombro como si tuviera un bicho venenoso, pero entonces el sonido le salió de la boca abierta: Francisco. La cerró, resolvió quedarse recostado con las manos bien metidas entre las piernas, utilizó un pañuelo como bufanda y trató de tapar las orejas, con el portafolio tapó sus manos y un poco de sus brazos y se acurrucó. Así pasó el viaje, cuando llegó al paradero, escuchó al nombre bajar unos metros más adelante y lo sintió correr al lado suyo, intentó hacer lo mismo, pero él tenía más condición, resignado y humillado por algo intangible, llegó a su casa, cuando abrió la puerta asaltó a su nariz un olor a formaldehido y latex, la luz que entraba por las ventanas era como proveniente de lámparas que al contraste con el azulejo blanco le daban al lugar un tono como de farmacia. Pensó que algo había dejado en mala posición, pero cuando acabó de revisar supo que ese olor era del nombre, de Francisco; que había venido con él desde aquella madrugada y que ya no se iría nunca.
Entonces el nombre pasó al lado de él y entró resonando en todos los cuartos y rebotando en todos los muros, moviendo un poco los estantes y los cuadros, las lociones y los jarrones, mofándose. Gritando como si todas las cosas necesitaran que las despertaran, no pudo hacer nada; arriba de la mano izquierda, justo en el hueso que sobresale en la muñeca, sintió un piquete, sacudió la mano para aliviar la punzada mientras el eco corría por todo el lugar, se escuchaba como si viniera, ahora, de todos los sitios, de abajo, en el estacionamiento, del fondo, en el pasillo, incluso de arriba, de la azotea. El nombre no sólo estaba en su casa, ahora ocupaba el mundo.
Cerró de prisa la puerta y con las manos tapó ligeramente los oídos, el maletín quedó afuera. Corrió hacia el cuarto y dentro del vaso sintió el nombre: Francisco, francisco, resonar en las paredes de cristal, el olor se hacía más penetrante y el sonido experimentaba distintos tonos, a veces era la voz de una mujer otras las de un niño, todo fue mutando con el ruido, incluso él.
En el espejo de la recámara se vio reflejado, no se recordaba con pecas en la mejilla, ni con el pelo cortado de esa manera, pero era él, estaba seguro. Toda su casa lucía limpia, limpia y ordenada, pero él era un caos interno, con el nombre que le resonaba una y otra, una y otra vez. Su corazón latía más rápido y su mirada se cristalizaba, entonces las voces fueron más claras: Francisco, por favor; querido mío, hazme caso; Francisco, ven, mira que la casa te necesita; papá, te hice unos dibujos. Ahora sí, era seguro, se estaba volviendo loco.
Las voces eran cada vez más cercanas y las luces de la lámpara lastimosas, las ventanas permanecían cerradas, afuera no olía al mundo corriente, sino a alcohol, a sábanas limpias, a gente muerta. Ya no se sentía seguro de ser propietario de nada. Era un racimo de lágrimas y recuerdos, pero no tenía en la memoria, ni caras familiares, ni padres, ni perro ¿Qué clase de persona no ha tenido un perro cuando niño? Era él, el sin nadie, el que tenía la memoria vacía. Las voces continuaban en el bacanal del ruido y las palabras sonaban más cerca:¡Por favor, regresa! Su cabeza sintió el mareo, la pérdida del plano y la proporción, y calló en el piso frío, poniéndose en forma fetal, preparado para lo que viniera y su olfato se hizo más agudo; el olor a alcohol y medicinas, a gente entrando, a metal. Quizás era la sangre, porque así sabe la boca cuando prueba la vida roja, quizás no estaba oliendo, sino probando. Otra vez el nombre: Francisco, haz un esfuerzo, mi amor. Todas esas palabras que no significaban nada, pero que perturbaban todo, entonces sintió como su mano se movió sin él y todo el cuerpo comenzó a tambalearse, primero su dedo anular, luego, un poco, las piernas y el brazo, entonces cerró los ojos y dejó de moverse y a la par, en otro lado, una persona llamada Francisco despertaba del coma en un hospital, ante el asombro de su esposa.

Texto agregado el 21-01-2012, y leído por 159 visitantes. (1 voto)


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