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LA MANCHA


Liliana aseaba su casa de punta a punta cuatro veces por semana. En el cuartito ubicado más allá del patio, había un arsenal de productos limpiadores. Así, el piso y los muebles brillaban, también los techos y las ventanas permanecían siempre inmaculados. La pulcritud, la asepsia y el sahumado con exquisitas fragancias constituían el primer mandamiento que ella debía cumplir. Durante mucho tiempo la vivienda se mantuvo reluciente; los esmeros de la dueña de casa se prolongaron por años, hasta que todo acabó un aciago día.
Aquella mañana en su cuarto, cuando despertó, no la vio, pero cinco minutos después, tras espabilarse, se percató de su presencia. Estaba ahí, cerca de la cama. En un primer momento no lo creyó, sin embargo, tras levantarse y poner su cara casi contra la pared, terminó aceptando lo que veía. Era innegable, allí había una mancha.
Al principio era un apenas perceptible punto amarronado. Parecía un ojito que tímidamente se abría al mundo. Enseguida Liliana partió hacia el cuarto ubicado al fondo del patio, y desde allá volvió trayendo balde con agua, franela y pote de líquido limpiador. De inmediato se ubicó frente a la mácula situada casi a la altura de su cara y comenzó a frotar. La mano fue y vino hasta que la mancha desapareció. Al ver eso exhaló aliviada. Durante ese día no pensó más en la pequeña mugre.
A la mañana siguiente, después de abrir los ojos, dio un grito. Allí estaba de nuevo, en el mismo lugar. Su estupor no fue sólo por verla otra vez, sino porque había crecido y cambiado de forma. Ya no era un puntito, su aspecto la hacía parecer una isla oscura en medio del inmenso océano blanco de la pared. Hasta podían observarse penínsulas y bahías. Liliana pasó del asombro a la bronca. Apartando las sábanas con brusquedad salió del cuarto lanzando maldiciones. Al regresar trajo dos diferentes líquidos espesos que mezcló en un paño, y a continuación se puso a trabajar con furia. Restregó y restregó. Mientras lo hacía, resoplaba. Finalmente la isla se esfumó. Esa mañana Liliana se fue a trabajar un tanto alterada, y estuvo así hasta la tarde.
Pasaron dos días, la mácula no resurgió. El estado de nerviosismo que la había invadido menguó. No obstante, a cada rato iba hasta el dormitorio y miraba el sitio de la pared que se había convertido en su obsesión. Después de comprobar varias veces que la indeseable no había vuelto, se preparó un té, puso un disco de Chopin, y mientras bebía en la sala, se abocó a pensar en la causa de semejante suciedad. Concluyó en que el problema no estaba en su casa, no era negligencia suya. Conjeturando que podía ser humedad proveniente de la vivienda contigua, salió disparada del confortable sillón en el que se había distendido. Al cabo de veinte minutos regresó habiendo verificado que en la casa de su vecino no había ningún desperfecto.
A pesar de no estar tranquila del todo, su vida continuó igual. Liliana daba clases de geografía e historia en diferentes escuelas secundarias. Tenía cuarenta y tres años. Vivía sola desde hacía mucho tiempo. Llevaba una existencia mesurada, nada de sobresaltos; no tenía hijos ni marido. Desde que se dejó con Miguel no había experimentado aquellos horribles estados de angustia. Los dolores del amor la habían hecho decidir, nunca más sufriría, se quedaría sola. Su felicidad no estaría más basada en los sentimientos. Sólo algunos amigos, la pulcritud y un vibrador llenarían sus días. Estaba segura de que, al contrario de como mucha gente suponía, una vida apacible y rutinaria brindaba paz espiritual.
Una semana después se presentó nuevamente la mancha. Liliana quedó inmóvil en su cama. Luego se vistió y, como una autómata, salió de la casa. Al llegar a una plaza cercana se sentó en un banco y, con la mirada extraviada, comenzó a observar el tránsito.

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Después de salir de aquella conmoción originada por la reaparición de la mugre intrusa, Liliana inició una suerte de guerra. ¡No me dejaré vencer! se repetía
Al comienzo fue ganando las batallas. La mancha se hacía visible, pero ella la borraba. Agua, cloro, cepillos eran sus armas. Los combates fueron convirtiéndose en una tarea cotidiana. Antes de trabajar, por la tarde, a la madrugada; en cualquier momento se producían los enfrentamientos. Ninguna otra actividad era más importante que esa contienda. Dejaba de ducharse, de cenar, o de corregir exámenes para dedicarse a la aniquilación de su enemiga. Y lo conseguía, al principio siempre lo lograba.
Luego se percató de que para combatir al rival debía saber contra qué luchaba. Pensó que eran hongos, después supuso que se trataba de simple humedad. Pero como no podía por sí misma desentrañar la naturaleza de esa invasora, decidió buscar ayuda. Compró libros, consultó en internet y telefoneó a cuanto experto pudo sin lograr un resultado convincente. Muchas personas acudieron a su casa para auxiliarla. Algunas en calidad de buenas samaritanas y otras recibiendo suculentos pagos. Sin embargo nadie le dio un diagnóstico certero. Al contrario, debido a que las opiniones divergían, terminó confundiéndose.
Dispuesta a no ceder, y aunque no creía en magos y curanderos, convocó a varios de ellos; los resultados fueron los mismos.
El tiempo pasaba y la mancha seguía ahí. Ella la eliminaba, pero poco tiempo después volvía. Y volvía con mayor tamaño e intensidad. Ya no sabía qué hacer. Después de varios meses estuvo tentada de sucumbir. No obstante, y cuando parecía que estaba abatida, desde algún rincón de su alma recobraba fuerza y continuaba.
Iba a trabajar y regresaba lo más rápido posible. Entraba ansiosa y se dirigía al cuarto. Allí estaba la mácula, apareciendo una y otra vez. Y allí estaba ella, borrándola continuamente. Comía apresurada y regaba las plantas del patio a toda prisa. Temía descuidarse y que la mugre se tornara incontrolable. No recibía visitantes y casi no dormía. Incluso, se ausentó varias veces de su trabajo aduciendo enfermedad.
Un día llamó a un albañil y le pidió que sacara todo el revoque de esa parte de la pared e hiciera otro nuevo. Durante varias semanas la mancha pareció haberse extinguido. En ese tiempo su ansiedad fue aquietándose, y hasta usó el vibrador.
Pero no; después de la calma, la mancha retornó. Una mañana se presentó oscura e inmensa, tenía la misma dimensión que la dueña de casa. Liliana estuvo a punto de desmayarse.

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No sólo se rindió, sino que también cayó en depresión. Tras conseguir una larga licencia por enfermedad en el trabajo, se encerró en su casa. Apenas si salía para hacer algunas compras mínimas : algo de comida y cigarrillos. Después de mucho tiempo sin hacerlo volvió a fumar.
De a poco fue desatendiendo la limpieza del resto de la vivienda. En la cocina se acumulaban las cacerolas inmundas y los sartenes grasosos. Sólo se distraía, de vez en cuando, mirando noticieros en la televisión. Había desconectado el teléfono y apagado el celular.
Desde las cobija sus ojos no hacían más que contemplar la mancha. Mientras lo hacía, bebía café y devoraba cigarrillos. Esporádicamente la invadían arrestos de ira y traía nuevos productos químicos con los que intentaba, sin mucha convicción, deshacerse de su tormento. Pasó varios días en esa situación.
Una tarde, cuando comía un sándwich en la cocina, creyó oír un sonido en el dormitorio. Corrió hasta el cuarto y se quedó mirando la mancha. Al cabo de algunos minutos escuchó un quejido. Acercó el oído, y al repetirse, pudo comprobarlo : esa especie de lamento provenía del interior de la mácula. Se asustó y su cuerpo fue invadido por un temblor que no pudo detener. Al pavor le siguió un frío insoportable. Sin dudarlo se sumergió bajo las frazadas.
Cuando a los sonidos se le sumaron algunos movimientos, el miedo se convirtió en terror. Dentro de la mancha empezaron a observarse algunas ondulaciones. Eran como brumas de diferentes gamas de grises que flotaban suavemente. Tras algunas horas las brumas tomaron tintes rojizos, semejaban nubes detrás de las cuales se ocultaba el sol. Luego el fuego invadió ese sector de la pared. Liliana, levantándose a gran velocidad, trajo una jarra con agua y la arrojó sobre la mampostería. No logró nada; era como si las llamaradas no estuvieran en el muro, más bien parecían proyecciones que venían desde algún sitio remoto.
A medida que el tiempo pasaba el fuego fue aminorando su intensidad, no obstante, desde las brasas que iban quedando, surgieron figuras indefinidas. Al principio eran formas inanimadas : edificios que devenían en mesas, las cuales, a su vez, terminaban en carruajes. Más tarde se vieron escorpiones como peces y caballos como claveles. También surgían ruidos inclasificables; se oían explosiones mezcladas con rugidos, bocinazos fusionados con relinchos. Liliana se sintió atraída por lo que percibía, y sentándose en el borde de la cama, contempló, como hipnotizada, el mundo que se desarrollaba ante sí.

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Lo que veía y escuchaba fue haciéndose claro : ciudades antiguas, duendes en bosques sombríos, playas de fina arena blanca. También hubo olores; al principio eran horrendos : a carne podrida, a rancio, a excremento, pero con el transcurrir de las horas los aromas fueron mejorando, olió a pan recién horneado, a naranjos en primavera, a lluvia cayendo en tierra reseca.
Liliana, sentada en la cocina, mientras tomaba café y fumaba, pensó : ¿Qué me está pasando? Me estoy volviendo loca… Tendría que abandonar esta casa. Tendría que visitar a algún psicólogo. Tomándose la cabeza lanzó un grito que, de a poco, fue convirtiéndose en llanto. Luego de varios minutos sintió que una extraordinaria serenidad se esparcía por sus venas. Abandonando la cocina se dirigió al cuarto. Se roció con extracto de almizcle y se puso un vestido rojo, el mejor que tenía. Así ataviada y perfumada se sentó frente a la mácula.
Ya no podría decirse que eso fuera una mancha, se había convertido en una ventana a través de la cual se sucedía un universo sorprendente. Tampoco podría pensarse que Liliana aún estuviera atemorizada, ese estado, imperceptiblemente, fue mutando en una inexplicable fascinación.
En la pared aparecieron negros y negras bailando junto a un majestuoso río, de fondo sonaba una bella melodía acompañada por tambores. Luego esa imagen fue reemplazada por la de hombres que ella había conocido en su vida, entre ellos estaba Miguel. Su antiguo novio le sonrió y ella le devolvió el gesto. Después surgió un ser de bella figura. Ese ser, corriendo una cortina que había a su lado, permitió que otra vez se pudiera observar a los negros moviéndose al compás del ritmo. Un segundo más tarde todos danzaban. Liliana también se mecía, y mientras lo hacía, su atención fue concentrándose en el ser, al cual le descubrió un pene erecto. Mientras continuaba moviéndose cadenciosamente, fue quitándose el vestido. Al quedar desnuda comenzó a acariciarse. La mano se detuvo en su sexo. De súbito ya no se vio el río, ni a los negros, sólo un enorme falo cubrió la pared, y junto con él un aroma salobre. No era como una imagen de cine, no era una pantalla, el miembro latía. Estaba ahí, intensamente vivo. Liliana se sintió en extremo excitada y no pudo parar de tocarse. Al cabo de algunos segundos dio alaridos de placer.
Tras el orgasmo durmió todo el día. Cuando despertó, a la mañana siguiente, observó en la pared un gran ojo que la contemplaba. Podría haberse asustado, sin embargo, por el contrario, se sintió relajada. Al acercarse al muro tuvo ganas de algo que no se le había ocurrido : tocarlo. Al hacerlo percibió que las inmensas pestañas le rozaban la piel, eran como plumas. Quedó extasiada. Acto seguido la gran pupila se alejó y un paisaje sideral se presentó ante su vista. Liliana tuvo otro impulso : hundió el brazo derecho y la cabeza en la pared, traspasándola. De esa manera, conmovida, comprobó que se había asomado a un inconmensurable espacio repleto de puntos brillantes. Allí percibió una suave brisa que olía a lavanda. Trayendo nuevamente su cabeza y el brazo a la habitación, exclamó :
- ¡Esto es lo mejor que me ha pasado en la vida! –
En ese momento tomó una decisión. Abandonando el cuarto se fue a duchar, estuvo largo rato bajo el agua. Poco después se preparó un abundante desayuno. Al regresar al dormitorio, ubicándose frente a la pared, vio que todavía estaba allí esa inmensidad de cometas, planetas y galaxias. En el centro de la infinitud observó una pequeña boca que fue creciendo a medida que se acercaba. Tuvo entonces la certeza de que era la suya y de que venía a llevarla. Los grandes labios se separaron y escuchó :
- ¡Vamos! Ya es hora. –
Liliana, sonriendo, metió su cuerpo en las grandes fauces. Y tras escucharse el canto de un coro angelical, proveniente desde algún sitio de la gran boca, ésta se cerró y comenzó a alejarse lentamente hasta perderse detrás de una estrella.

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Cinco meses después, tras infructuosa y angustiante búsqueda, su hermana Nancy terminó dándola por desaparecida. La policía también abandonó la investigación de ese curioso caso.
Un mes más tarde, y como estaba necesitada de dinero, Nancy vendió la casa. La mancha nunca volvió a aparecer, se había ido con Liliana.



LA MANCHA por Sergio Heredia ( septiembre/2008 )























Texto agregado el 20-01-2012, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


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