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LAS MULETAS

¡Oh mediocres! Benditos sean los mediocres del mundo, a quienes absuelvo de toda culpa.
( ¿ Antonio Salieri ? )


Cuando a los chicos se les preguntaba qué querían ser cuando fueran grandes, algunos contestaban que no sabían, otros que médicos, otros que pilotos de avión. El Héctor siempre respondía : - Jugar al fútbol. -
Cada minuto libre que le quedaba, lo utilizaba para patear la pelota. Jugaba en el patio de su casa, en el club, en la escuela. A los ocho años, si bien estaba gran parte del tiempo persiguiendo la bola, no pasaba aún de ser uno de los tantos chicos aficionados. A los doce comenzó a entrenar de manera casi profesional; en la mañana temprano corría en la pista de atletismo y por las tardes o noches participaba de cuanto campeonato hubiera en el barrio y sus inmediaciones.
Aunque su padre estaba orgulloso de él, en el fondo, siempre supo que confiar el futuro en lo azaroso de un deporte, no era conveniente. Por eso lo obligó a estudiar tornería en la escuela industrial. A él, aprender un oficio y trabajar en la fábrica, le resultó provechoso. Gracias a eso había formado y mantenido una familia. Quería que el hijo siguiera un camino igual o parecido.
El Héctor corría mucho y tenía dominio del balón. Jugaba con la cabeza levantada, y por eso tenía siempre una visión panorámica de la cancha y de la ubicación de sus compañeros. Era un jugador despierto, útil en cualquier equipo. A causa de ello era buscado por los entrenadores; no obstante, las mayores ovaciones no solían ser para él, sino para otros jóvenes talentosos que, con sus gambetas mágicas, conseguían maravillar a los espectadores.
A los catorce años era considerado un buen jugador, a los quince también, y a los diecisiete logró integrar la segunda división de Gimnasia y Esgrima. Al llegar a esa etapa de su carrera, hubo alegría en su familia, sin embargo, y a pesar del éxito obtenido, su padre nunca dejó de insistir en que terminara los estudios. Al año siguiente recibió el diploma de técnico en mecánica y tornería. Un mes después, comenzó a trabajar en la misma fábrica en la que lo hacía el padre, y así ganó su primer sueldo.
A los dieciocho años continuaba siendo un buen jugador, aún integraba la segunda división del club. A los diecinueve ocurrió lo mismo, y también a los veinte. Muchos de los compañeros de su camada habían abandonado el fútbol, y algunos pocos brillaban en clubes importantes del país o de Europa.
Un día, en el vestuario, mientras se vestía tras haberse duchado, sintió un sabor amargo en la boca. Eso le pareció extraño porque no había comido nada que pudiera causarle semejante sensación, él siempre se cuidaba en las comidas, llevaba una dieta rigurosa, digna de cualquier deportista metódico. Buscó en su bolso un caramelo y trató de no dar importancia al pequeño malestar.
El tiempo pasó, el Héctor conoció a la Silvia e inició un noviazgo tranquilo. Los padres de la chica y los de él estaban conformes, hacían linda pareja.
El sabor amargo en la boca fue haciéndose habitual después de cada partido. En un principio, los caramelos calmaban ese gusto tan desagradable, pero a medida que transcurrían los días, dejaron de surtir efecto. Él intentaba no dar importancia a lo que le ocurría. Seguía jugando y entrenando con ganas. En su cabeza todavía reinaba la idea de ser un crack. Sus oídos no dejaban de esperar los aplausos que alguna vez surgirían desde las gradas de los grandes estadios, y sus brazos aguardaban el momento en el que se alzarían triunfantes para festejar un gol, su gran gol.
Sin que ninguno de sus conocidos lo supiese, se hizo un chequeo general en una de las mejores clínicas. Los resultados fueron óptimos. El Héctor tenía una salud perfecta.
Pocos días después de la satisfacción que sintió por saber que no había nada malo en su organismo, llegó el sábado en el que jugó la gran final de su división, y hasta ese momento le duró la felicidad. El jugador Nº 8 del equipo rival, le quebró el fémur al disputar, ambos, la posesión de la bola. El Héctor no pudo terminar el partido y debió ser hospitalizado en medio de alaridos provocados por el hueso roto.
Los ecos de aquel doloroso sábado fueron quedando atrás, pero no ocurrió lo mismo con el yeso y las muletas. Pasaron tres semanas sin mejoría. Al principio, en la fábrica, le otorgaron licencia por problemas de salud, luego le asignaron una tarea que pudiera realizar. Transcurrió un mes, y ahí estaban aún el yeso en la pierna y las muletas sosteniéndolo.
Casi todas las tardes cuando se reunía en el bar con sus amigos, éstos le preguntaban si había habido progreso con su lesión, a lo que él respondía que no. Después de un tiempo, a la simple curiosidad de sus conocidos, se le sumó una suerte de preocupación. Sus allegados opinaban que talvez fuera necesario cambiar de médico y hacer nuevos estudios. Por lo general, decía la mayoría, ese tipo de quebradura, si bien lleva bastante tiempo de recuperación, nunca es para tanto. A estos comentarios, el Héctor siempre los cerraba diciendo que los tendría en cuenta y que talvez pronto hiciera algo al respecto.
Lo cierto es que él no tenía intención de visitar al médico, sólo mentir que lo hacía. Lo que sí se decidió a llevar a cabo, fue, en secreto, comprar una sierra con la cual, en un hotel, se deshizo del yeso. Al día siguiente dijo a sus parientes, a sus amigos y a su novia, que el doctor lo había encontrado mejor, pero no del todo recuperado, y que por ello, le había aconsejado continuar con las muletas.
El tiempo pasó, y la mayor parte de la gente se habituó a verlo cojeando. Sólo de vez en cuando, en la fábrica o en el bar, sus amigos le preguntaban sobre su regreso al fútbol, a lo que él respondía encogiéndose de hombros y señalando las muletas.
Hacía tiempo que el sabor amargo había desaparecido de su boca, esa preocupación había sido reemplazada por otra. Permanentemente esperaba el momento de quedarse solo. Cuando esto sucedía, se llenaba de felicidad y un estado de placentera liviandad lo colmaba de alegría. En las pocas oportunidades en las que sus padres se ausentaban de la casa, arrojaba lejos los palos en los que se apoyaba y se lanzaba a correr ágil y seguro por las habitaciones y el patio.
Dos años después, cuando nadie le preguntaba sobre su vuelta a las canchas, mintió que por fin el médico le había dicho que podía abandonar las muletas. Tres días más tarde le propuso casamiento a la Silvia. De fútbol, intentó no hablar más.



LAS MULETAS por Sergio Heredia
( mayo/2007 )


Texto agregado el 20-01-2012, y leído por 285 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
20-01-2012 Buena narrativa, y excelente final. A veces los sueños deben quedar como sueños. En Argentina debe ser muyyy difícil eso de intentar no hablar más de fútbol. NeweN
 
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