TU COMUNIDAD DE CUENTOS EN INTERNET
Noticias Foro Mesa Azul

Inicio / Cuenteros Locales / ellaberinto / EL HOMBRE QUE QUEDÓ

[C:492671]

EL HOMBRE QUE QUEDÓ






Si hubiera sabido que aquella sería la última noche en la que estaría con mi familia, no me habría dormido. Si al menos hubiera tenido un atisbo de sospecha, creo que nunca habría cerrado los ojos. Pero nada hacía presagiar lo que ocurrió. El final de aquel día fue como el de tantos otros. Cené con frugalidad y me duché tranquilamente. Enfundado en mi pijama, le di un beso a cada una de mis dos hijas y otro a Marina, mi mujer. Desde la cama vi una película francesa en la televisión, y pensando en la insípida rutina de continuar, apagué la luz del velador. No recuerdo si soñé.
El reloj, como siempre, sonó a las seis. A través de la ventana se oían los primeros cantos de los pájaros. Era primavera. Encendí la radio para saber el pronóstico del tiempo. Sólo se escuchaba el sonido de una descarga estática. Recorrí el dial, pero nada logré. En todas las emisoras ocurría lo mismo. Un tanto sorprendido, me dirigí al baño. Me mojé la cara y volví al cuarto para vestirme. La casa estaba extrañamente silenciosa. Al llegar a la cocina no vi a nadie.
—Marina… ¿Dónde estás?
Un profundo silencio me inundó los oídos.
—¿Estás en el cuarto de las chicas? —pregunté gritando.
Al no tener respuesta, me preocupé. Con el corazón que comenzaba a exaltarse, llegué al dormitorio de las niñas. Las camas estaban revueltas, pero vacías.
—¡Marina! ¡Chicas!… ¿Dónde están? —volví a gritar.
Caminé presuroso hasta la sala y el patio, nadie. Salí a la vereda, no se veía ningún coche transitando. Jorge, mi vecino, quien siempre partía a esa hora rumbo a su trabajo, no estaba. Entré.
—¡Marina! ¡Marina! —volví a gritar.
Me temblaban las piernas. Fui y vine. Desde la cocina hasta el dormitorio, desde el patio hasta el baño.
—¡Sofía! ¡Alejandra! ¿Dónde están?
Los ojos se me humedecieron.
—¡Marina! ¡Por favor!… ¿Dónde estás? No me hagas esta broma ahora.
Sentí retortijones en el estómago.
—¡Vamos, chicas! No hagan esto. Llegaremos todos tarde. ¡Vamos! Mi trabajo y la escuela no esperan.
Traté de serenarme. Encendí el televisor. Sólo vi rayas. Ningún canal estaba transmitiendo. Volví a la calle. Todo seguía igual. Esto debe ser un sueño, me dije. Sí, seguramente todavía no he despertado, agregué. Rápidamente fui hasta mi cama y me acosté. El corazón me retumbaba en la cabeza. Esto es una pesadilla, me decía. Debo dormir, y cuando despierte, todo volverá a la normalidad.
Abrí los ojos nuevamente a eso de las nueve. Caminé hasta la cocina y me topé con una escalofriante desolación. Sólo las sillas, la mesa, las tazas. Me cubrí el rostro con las manos y luego lancé un alarido de terror. Un minuto después, me arrodillé sobre el piso y lloré. El llanto era imparable.

...................................................................................... .................

Enajenado, subí a mi coche y conduje. Las calles estaban desiertas. Los vehículos aparcados. Los semáforos emitían sus luces para nadie. Llegué a mi lugar de trabajo. Atravesé salones y pasillos en completa soledad. Fui a mi oficina; el computador solo, el escritorio solo. Me encaminé al despacho de mi jefe; nadie. ¿Qué hago? me pregunté. No podía pensar. Sin proponérmelo, subí otra vez a mi auto. Llegué hasta la plaza principal de la ciudad y me senté en un banco. Ningún bocinazo, ningún grito, sólo se oía el piar de los gorriones y el aleteo de las palomas. Tuve deseos de beber café. Sintiendo miedo y perplejidad, fui hasta un bar. Me ubiqué en una mesa y esperé la llegada del mozo. Al cabo de unos minutos caí en la cuenta de que sería en vano. Decidí entonces, prepararlo yo mismo.
No sé qué hice después. Creo que era la tarde cuando volví a tomar conciencia. Estaba en mi casa, acodado sobre la mesa de la cocina. Miraba una pared y sollozaba. De vez en cuando, llamaba a mis hijas y a mi esposa, eran gemidos. No recuerdo cuánto tiempo permanecí así. Ignoro si comí o si esa noche dormí. Tampoco recuerdo lo que hice durante los siguientes cuatro días. Me parece verme otra vez sentado en la plaza, o conduciendo de noche por barrios desconocidos. Tengo la impresión de que gran parte de ese tiempo lo pasé llorando.

....................................................................................... ................

Una semana después, terminé por convencerme, estaba solo en la ciudad. Al principio me costó aceptarlo, pero finalmente debí rendirme ante la evidencia.
Alternaba entre depresión y euforia. Cuando recordaba a mi familia, me invadía una oscura tristeza. Permanecía en ese estado durante horas, pero luego, al percibir mi soledad desde otra perspectiva, se me abrían las puertas de la imaginación. Tardé más de una semana en percatarme de que podía llevar a cabo todo lo que elucubraba.
Un día fui hasta la sede del gobierno y me senté en el sillón de la máxima autoridad. Oprimí algunos botones, y por lo bajo, di algunas órdenes a supuestos secretarios. Poco tiempo después, recordando mi viejo sueño de ser músico, ingresé al gran teatro y llené el escenario con instrumentos; toqué el piano, el oboe y los timbales. Al final de cada ejecución, imaginaba al público aplaudiéndome entusiasmado. Ese mismo día entré al principal banco de la ciudad y llené un maletín con dinero, sin embargo, al salir, me percaté de lo inútil que había sido esta acción; no había necesidad de comprar nada porque no había nadie que vendiera.
En otra oportunidad, después de un duro trabajo, logré montar un enorme escenario en la plaza central, y desde allí, mediante un potente equipo de propalación, comencé a dar discursos que se escuchaban a gran distancia. En una ocasión hablé sobre cuál era la mejor forma de gobierno; en otra, sobre Dios. Me fascinaba oír mi voz esparciéndose por las calles. Un día me aburrí de los temas importantes y empecé a hablar sobre mis pies, sobre fútbol y sobre cómo preparar los mejores huevos fritos…
Al principio me afeitaba casi todos los días, pero después, al darme cuenta de que no debía agradar a nadie, me dejé crecer la barba y el cabello. Poco a poco fui olvidando las reglas de urbanidad; orinaba en cualquier sitio, reía a gritos y hasta incluso, una tarde, subí al escenario y di un discurso completamente desnudo, creo que hablé sobre las poses en las que prefería hacer el amor.
Había ocasiones en las que la nostalgia me abatía. En esos días iba a mi casa y veía filmaciones donde aparecía mi familia. Observaba las imágenes una y otra vez. Hablaba con mis hijas como si estuvieran ahí. Acariciaba la pantalla, y a través de ella, besaba a mi esposa. Después de varias horas de lágrimas, me dormía sumido en un dolor inconsolable.
Traté de controlarme no pensando en ello, pero una noche no pude resistir más. Entré a un burdel, y mirando imágenes de espléndidas mujeres sobre la pared, terminé masturbándome.
Al cabo de un tiempo, adopté a uno de los tantos perros que vagaba por la ciudad. Ambos disfrutamos de nuestra compañía. Yo le hablaba y él parecía entender. También tomé como amigo a un lorito chillón.
Los meses pasaron, y la fascinación de tener la ciudad para mí solo, fue apagándose. Abandoné los discursos y dejé de ejecutar los grandes conciertos. A pesar de que podía vivir en cualquiera de las mansiones, poco a poco, fui refugiándome en mi casa. Me había invadido el desaliento. Pasaba horas y horas acostado mirando el techo. No sabía hasta cuándo iba a soportar eso. Por mi mente cruzó la idea del suicidio, sin embargo, rápidamente se esfumó al pensar en que esa situación cambiaría en algún momento. A pesar de que había transcurrido bastante tiempo, todavía conservaba la esperanza de que fuera un sueño.
Una mañana en la que llovía, desperté con dos preguntas. ¿Ocurriría lo mismo en todo el mundo?¿Habría gente en otras ciudades? Sin más pensarlo, di un brinco en la cama. Me dirigí al baño y me afeité. Como si estuviera seguro de que encontraría a alguien, quise estar presentable.
¿Hacia dónde voy? me interrogué. Debía trazar un plan. Para ello era necesario tener un sitio al cual llegar. Enseguida recordé que un gran amigo vivía en Río de Janeiro.
No sabía dirigir un avión, y no iba a aprender en ese momento, de modo que opté por mi coche. La posibilidad de encontrar a alguna persona, me trajo una discreta alegría, y la tarea de preparar el viaje, sacó mi mente de la depresiva quietud. Una vez que todas las provisiones estuvieron dispuestas, inicié la marcha. Por el espejo retrovisor vi al lorito y al perro observándome mientras me alejaba. No quise traerlos conmigo porque pensé que serían un estorbo.

................................................................................................ .......

El optimismo con el que partí, fue desapareciendo a medida que avanzaba. A ambos lados de la carretera se veían los campos desolados. Ningún campesino ni ningún tractor. Sólo algunas aves revoloteaban sobre los sembradíos.
Llegué al Paraná y me detuve. Mientras miraba el fluir de las aguas, tomé un cuaderno que traía conmigo e hice las primeras anotaciones. Esta actividad cumplía doble función, servía para mitigar el aburrimiento y para registrar lo que veía y sentía.
Al parecer, estaba solo en el mundo. Nunca lo hubiera imaginado. ¿Por qué? me repetía… ¿Dónde está la gente?¿Por qué quedé sólo yo?¿Habría algún tipo de dios que estaba jugando conmigo?¿Sería así para siempre?¿No más ricos, ni pobres?¿No más sabios, ni ignorantes?
Abordé mi coche y continué. Puentes, pueblos y ciudades se sucedían. Durante el día, la soledad era soportable, pero cuando llegaba la noche, una opresiva desazón me embargaba.
En un principio utilizaba sólo mi auto, luego me di cuenta de que podía tomar el que quisiera. Así fue que en cada ciudad, escogía el que más me gustaba y con ése proseguía.
Después de kilómetros y kilómetros, arribé a la costa. Ya había transitado por estas carreteras atestadas de vehículos, y me parecía increíble verlas sin tránsito. De vez en cuando me detenía, y desde alguna playa o desde algún acantilado, observaba el mar en estado de éxtasis. En una de estas contemplaciones, me sentí dueño de las plantas, del océano y de las calles. Pero…¿de qué me sirve? pensé. Dos minutos después, llegué a la conclusión de que es mejor tener poco y compartirlo, a poseer la inmensidad y estar solo.
Durante esa parte de la travesía comencé a recordar muchos de los diálogos que había tenido en mi vida. Al comienzo pensaba sólo en los importantes, más tarde llegaron a mi mente los intrascendentes. Mientras iba conduciendo, reproducía en voz alta esas conversaciones. Traía al presente palabras que les dije a mis padres, a mis amigos, a mis hijas. Viejas charlas que creía olvidadas volvían a mí, y junto con ellas, también venían las situaciones que las rodearon. Parecía un loco, pero no me importaba. Quién podría juzgarme.
Así, entre recapitulaciones e inconmensurables soledades, fui llegando a Río. A esta altura tenía pocas esperanzas de hallar a mi amigo o a cualquier otra persona, sin embargo continuaba. Debía llegar a la meta que me había fijado. En algún rincón de mi ser sabía que debía escoger entre eso o el suicidio.
Entré a la ciudad usando la avenida Brasil, luego pasé cerca del sambódromo, y más tarde por Flamengo. No podía creer que semejante urbe estuviera vacía. Me resultaba insólito no ver turistas, ni mulatas, ni ladrones.
Finalmente llegué a Copacabana y me dirigí al apartamento donde vivía Amaury, mi amigo. Toqué el timbre, y tal como me lo temía, nadie atendió. Como un autómata, deambulé por Barata Riveiro, y luego por la avenida Atlántica hasta la playa. Aún perplejo, observé el Pan de Azúcar y el mar. Giré, y contemplando al Cristo con sus brazos abiertos, pensé sonriendo: Nunca protegió a nadie, y menos ahora.
Minutos después, ingresé a un bar y me serví una cerveza. Me ubiqué en una de las mesas, y sacando mi cuaderno, escribí las últimas impresiones. Enfrente de mí había una amplia ventana que daba a la calle. Mientras las palabras iban surgiendo sobre el papel, me venció el cansancio y me quedé dormido con la cabeza sobre los escritos.
No sé cuánto tiempo estuve así. Al despertar, quise espabilarme rápidamente y bebí un poco de café. Cuando me disponía a continuar escribiendo, me pareció ver, por el rabillo del ojo, una silueta que pasaba por la calle. A través de la ventana, me concentré en el exterior, pero no detecté ningún movimiento. A toda velocidad, me puse de pie y salí del bar. A pesar de que estaba anocheciendo, aún había suficiente luz. Miré hacia donde me pareció ver que la silueta se había dirigido y observé a una mujer doblando la esquina. Me llené de ansiedad y partí en esa dirección. ¡Por fin alguien! ¡Por fin alguien! me decía mientras corría.

..............................................................................

Han pasado tres días. Todavía no encontré a la mujer, pero sigo buscando. Insisto en que la vi, no fue una alucinación. No me detendré hasta hallarla. Cuando lo haya conseguido, volveré a este cuaderno y… ¡Bueno! ¡Dios dirá!





EL HOMBRE QUE QUEDÓ
Sergio Heredia ( noviembre/2006 )


Texto agregado el 20-01-2012, y leído por 89 visitantes. (0 votos)


Para escribir comentarios debes ingresar a la Comunidad: Login


[ Privacidad | Términos y Condiciones | Reglamento | Contacto | Equipo | Preguntas Frecuentes | Haz tu aporte! ]