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Después de varios años de estudios en el extranjero, el doctor Hipólito Montalvo volvió al pueblo donde sus padres lo engendraron para establecerse con su familia. Aunque encontró que muchas cosas habían cambiado durante su ausencia, la sensación de que en el fondo seguía siendo el mismo pueblo de cuando era muchacho, reconfortó bastante la nostalgia que cultivara durante su estancia en Europa.
Sin embargo, él mismo era bien distinto de cuando salió a estudiar, primero medicina a la ciudad de México y luego una especialidad en oncología fuera del país. Por principio de cuentas, ya no era el bachiller de otros días, sino todo un hombre y el profesionista más renombrado que produjera su pueblo en quién sabe cuántas generaciones. Además venía muy bien acompañado por su esposa Inken, una mujer extremadamente alta y rubia a quien todos en el pueblo llamaban “la gringa” a pesar de haberse criado en Munich, y por Jürgen , el hijo de ambos.
Desde un principio, Inken fue tratada con una cierta ambigüedad por los viejos amigos y conocidos de Hipólito. Por un lado, una serie de prejuicios muy arraigados les hacía considerar a cualquier caucásico como gente muy hermosa y distinguida, especialmente si se trataba de extranjeros, pero por otra parte su forma golpeada de expresarse en un castellano difícil cuyos modismos daban la impresión de haber sido aprendidos en la Península Ibérica, les hacía desconfiar de ella. Lo cierto es que ni a Inken ni a Hipólito les molestaba en lo más mínimo lo que los otros pudieran pensar, y la incomodidad de la gente del pueblo frente a ella no hacía más que unirlos en una especie de amistosa complicidad, no exenta de un cierto orgullo por sentirse distintos a los demás.
La vida en casa de los Montalvo, transcurría siempre en forma más o menos parecida. Hipólito pasaba la mayor parte del tiempo en su consultorio, rodeado de pacientes con cáncer que venían a verlo de todas partes del estado, atraídos por su bien ganada fama de salvar desahuciados. Luego, al terminar la jornada, iba a beberse una cerveza al bar de Franco, uno de sus amigos de la infancia al que todavía frecuentaba. Inken, quien había dejado olvidada en Alemania una prometedora carrera como botánica, se pasaba los días cuidando su jardín y dando largas caminatas por la zona en busca de plantas exóticas. En cuanto al pequeño Jürgen, dedicaba toda la curiosidad de sus cuatro años a beberse la novedad del español de labios de su nana.
Una noche, cuando ya parecía que el pueblo no le deparaba más sorpresas a la familia, una jaqueca de taladro indispuso a Inken. Como era tarde y la gente del servicio se había ido a sus casas, Hipólito tuvo que levantarse de la cama para ir a comprarle un analgésico a su esposa. Pero cuando estaba a punto de entrar a la farmacia, reconoció a la encargada y el corazón le dio un brinco. Era, ni más ni menos, Magdalena Conde. Después de todo ese tiempo.
Hacía un poco más de quince años, Hipólito había estado perdidamente enamorado de Magdalena con la turbadora pasión de la que sólo se es capaz durante la adolescencia. Ambos iban a la misma escuela y, a pesar de todos los esfuerzos del ahora doctor, nunca había logrado conquistarla. Tal vez por eso, en cuanto la vio se dio cuenta de que el paso del tiempo no había hecho mas que volverla más atractiva. Reprimiendo a duras penas una oleada de calor en sus mejillas, Hipólito Montalvo dio un paso atrás y se alejó del establecimiento a toda prisa. Después, tuvo que ir hasta el pueblo vecino para encontrar una farmacia abierta donde comprar el remedio de Inken, y así poder regresar a la paz de su hogar.
Una semana mas tarde, Hipólito casi había conseguido olvidar el incidente cuando, en el bar, Franco inspirado por la cerveza, comenzó a hacer un relación de memoria de sus excondiscípulos. Picado por la curiosidad, Hipólito le pregunto como si no tuviera mayor importancia, si se acordaba de aquella muchachita Magdalena, la hija de don Felipe, la que se sentaba en el pupitre de al lado. Franco la recordó de inmediato, no tanto por su belleza cuando estudiante, sino por que no hacía ni un año que su esposo había muerto dejándola viuda en plena juventud.
El hecho de enterarse que su viejo amor estaba disponible, impresionó tanto a Hipólito, que esa misma noche soñó que iba a verlo a su consultorio. En el sueño, Magdalena le decía que un tumor maligno le estaba creciendo en un seno, y que si él no la curaba muy pronto moriría. A cambio, le ofrecía su cuerpo por gratitud, pues sabía cuanto la deseaba, y para sellar el pacto le había dado un beso enorme y húmedo. Al despertar, el doctor Hipólito Montalvo tenía una erección dolorosa y la sensación de haber engañado alevosamente a su mujer.
Durante el resto del día, apenas pudo pensar en otra cosa. En vano intentó refugiarse en las responsabilidades de su oficio y, al volver a casa, se desvivió por mantener una conversación banal en alemán con su esposa. Cuando llegó la hora de dormir, tenía miedo de que al cerrar los ojos se le apareciera de nuevo la perturbadora imagen de Magdalena, pero tras varias vueltas en la cama, terminó por despeñarse en un sueño de barbitúrico casi sin reposo.
Poco a poco, el paso de las semanas le fue enseñando a controlar su deseo, pero una mañana, cuando ya parecía haber logrado apartarla de sus pensamientos descubrió su impenitente nombre perdido entre la lista de espera de su consultorio. Por unos momentos, jugó entre aterrado y satisfecho con la idea de que su sueño estaba a punto de hacerse realidad, pero inmediatamente recordó a su Inken, que había sido capaz de abandonar hasta su nacionalidad primermundista por seguirlo a él, y se dejó caer en el sillón de su escritorio sintiéndose la peor persona del mundo.
Casi sin pensarlo, llamó a su secretaria con un hilo de voz y le ordenó que cancelara todas sus citas para ese día, pues se sentía demasiado fatigado para dar consulta, y se largó a beber cerveza a lo de Franco. Al día siguiente lo primero que hizo fue mirar su agenda, y al encontrar que la cita de Magdalena había sido transferida a la semana próxima, decidió tomar el toro por los cuernos.
La señorita Justina, su secretaria, no podía creerlo cuando su jefe le pidió que por ningún motivo admitiera de nuevo a Magdalena Conde en su consultorio. Qué pretexto usar o cómo decírselo era problema de ella, pero el doctor Montalvo no quería verla en consulta jamás. A pesar de que hacía casi tres años que había dejado de fumar, Hipólito Montalvo encendió un cigarrillo mientras pensaba que la felicidad Inken y Jürgen bien valía condenar a Magdalena a morir de cáncer.

Texto agregado el 20-01-2012, y leído por 112 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
20-01-2012 Ayy! Que historia fuerte y que puede ser realidad, me encantó tu manera de relatarla, hasta pensé que Magdalena eras vos, muy bien logrado el cuento!! abrazoss y muchas ********** silvimar-
 
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