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NADIE MUERE ANTES


César Toscano vendía frula en San Vicente. Después de algunos años de dedicarse a esto había logrado hacerse de un capital respetable; no era rico, pero vivía bien.
Una madrugada, a eso de las tres, salió del bar junto a Daniel y a Sergio. Siempre que debía hacer una cobranza pedía ser acompañado. Llegaron a la plaza del Mercado temprano, Cara é Ñoqui no estaba ahí con la plata. La plaza estaba desolada y con poca iluminación. Decidieron esperar sentados en un banco. Cinco minutos después alguien surgió desde la calle Ambrosio Funes y corrió hasta ellos. César y los otros lo reconocieron enseguida. Era Julio Castillo, apodado el Pollo, quien, sin hablar, tras sacar un revólver, le metió un balazo a César en el cuello. Luego respiró profundamente, y guardando el arma, escapó a toda prisa.
Toscano cayó muerto en el acto. Daniel se acercó a él, y al comprobar que no respiraba, se asustó. Luego, mirando a Sergio, meneó la cabeza. Sergio comprendió de inmediato el gesto : no había más nada que hacer. Ambos huyeron. De este modo evitaban cualquier problema.
Pocos minutos después llegó Cara é Ñoqui con el dinero para efectuar el pago. En un principio no supo qué era ese bulto sobre el banco. Tras aproximarse con sigilo vio que se trataba de su proveedor. Una sensación de repugnancia mezclada con espanto lo dominó al verle el boquete en el pescuezo. Con lentitud le puso una mano sobre el pecho, no había latidos. Sin querer susurró :
- ¡Está muerto!
Un cosquilleo de terror se esparció por sus venas. No lo pensó dos veces, y al igual que los amigos de César, decidió alejarse lo más rápido que pudo.
Una vecina que sufría de insomnio, y que desde su balcón situado frente a la plaza había visto lo ocurrido, llamó a la policía.
Cuando la sirena del patrullero se acercaba César pareció despertar de un oscuro sueño. A pesar de sentirse atontado tuvo una leve idea de lo acontecido. Apoyando un pañuelo sobre la herida, y con paso tambaleante, caminó una cuadra. César detuvo un taxi. El conductor lo miró con aprensión, pero de todos modos resolvió aceptarlo.
- ¡Al de Urgencias!.. ¡Rápido, por favor! –.
Después de arduo trabajo, los médicos, contentos, terminaron la operación con éxito; la bala había sido extraída. Cuando pudieron distenderse, los doctores se miraban entre sí pasmados. Tras cavilar por mucho tiempo uno de ellos hizo este comentario :
- Este tipo debería estar muerto. El plomo lo destrozó. No me lo explico. Debería haber muerto.




César permaneció dos días siendo observado en el hospital. Practicantes, jefes, y hasta el director, lo revisaban y lo indagaban. Se había convertido en una rareza. Era el hombre que pasó por alto los libros de medicina.
En los momentos que quedaba solo César pensaba en lo que le había sucedido. Y a medida que los pensamientos se le superponían, crecía su desconcierto. Siempre pensé que moriría porque a un cana se le fuera la mano, o porque algún proveedor pensara que lo estaba jodiendo, o porque algún cliente no estuviera conforme con el precio o la calidad de la merca. Pero nunca se me hubiera ocurrido que por una mina me metieran un balazo.
Hacía una semana César le había soplado la enamorada a Julio, un conocido de él. La chica se llamaba Silvia. Hasta ahí nada fuera de lo común. El problema surgió cuando varios días después, César, en un bar, se burló del Pollo delante de unos amigos. A partir de eso el damnificado se sintió doblemente herido en su orgullo y juró vengarse. Y Julio Castillo no era de los que se quedaban con las ganas.
Aunque los antecedentes que causaron lo sucedido lo sorprendían, lo que lo dejaba al borde del trastorno era lo ocurrido después.
Él estaba, no sabía por qué ni cómo, seguro de haber partido. Este convencimiento, más que todo lo otro, lo tenía perplejo; peor todavía : se sentía aterrado.
Al final de su estancia en el hospital, y después de las curaciones, de la inusitada atención de los médicos, del dolor de su herida y de la cara de azoramiento que ponían sus amigos y compinches cuando lo visitaban en la cama, llegó a una conclusión : Lo que me pasó fue una señal. Haber muerto y volver, no fue suerte, fue una señal. No sé una señal para qué… A lo mejor algo o alguien me quiso avisar que parara. Fue un aviso de que tengo que cambiar de vida…
Al día siguiente, mientras convalecía en su casa frente al televisor mirando “El zorro”, tomó esta decisión : “El zorro pierde el pelo, pero no la maña”…La verdad es que esto me da buena guita… así que no tendría que cambiar de vida, sino hacerla en otro lugar. ¡Rajarme a la mierda de acá! ¡ Ja ! ¡ Ja ! Eso voy a hacer.




Después de que la policía le preguntara cincuenta veces sobre el nombre del agresor, y de que él respondiera siempre que no lo sabía, dejaron de molestarlo. César, entonces, tomó el dinero que tenía, y aprovechando que la banda con la que trabajaba debía enviar un paquete a España, se ofreció para transportarlo. No informó a ninguno de sus allegados a cerca de la partida, ni siquiera a Silvia.
En Europa le fue bien. Continuó en el mismo negocio. Y no sólo que continuó, sino que se convirtió en un expendedor importante. A raíz de eso logró una pequeña fortuna.
Los años pasaron, y a causa de los vicios y de una vida intensa, su salud se fue deteriorando. El colesterol le producía fallas cardíacas, la capacidad de sus pulmones se reducía, y para colmo de males, una severa diabetes lo debilitaba aún más. Esa endeblez física lo hizo caer en depresión. Permaneció muchos días acostado sin ver a nadie. Fue entonces cuando lo embargó una insoportable nostalgia.
Al día siguiente regresó a Argentina.
Cuando llegó a San Vicente comprobó que el barrio no era el mismo, sin embargo algunos amigos aún permanecían.
Una noche, queriendo recordar viejos tiempos, se reunió con Daniel y otros antiguos conocidos en uno de los pocos bares de aquella época que todavía funcionaba. Ya antes de entrar, quizá producido por la emoción de los recuerdos, sintió que el corazón se le aceleraba. La sensación de ahogo lo intranquilizó durante algunos segundos. No obstante decidió no preocuparse y entregarse a los excesos como habitualmente lo hacía. Para él cualquier pretexto era propicio, y éste era formidable : allí estaban el paisaje de su entrañable San Vicente nocturno, los camaradas de antaño y ese bar en el que tramó tantas fechorías.
A poco de ingresar al establecimiento comenzó a descontrolarse. Se sentía alegre y quería que la euforia creciera. El polvillo blanco entró una y otra vez por su nariz. El whisky y la cerveza fluían por su garganta. Conforme la charla se calentaba al calor de la evocación de locas hazañas, recordó las palabras de su médico en España : “El alcohol es fatal para la diabetes”. De todos modos no les dio importancia y siguió bebiendo.
Tras una hora de exaltada conversación se produjo un contrastante silencio, fue cuando Daniel le preguntó a César :
- ¿ Y te acordás cuando creímos que habías muerto ?
El interrogado se puso pálido, se le nubló la vista y debió apoyarse en la mesa para evitar que un vahído lo tumbara. Dejó pasar algunos segundos, y aun no recuperado del todo, dijo :
- No, Dany. No fue que creímos que morí… - Respiró profundamente y completó : - Morí en serio. –
- ¡ Estás loco ! – agregó Daniel. – Lo que pasó fue que te desmayaste… -
- No Daniel, aunque nadie lo quiera aceptar, ni yo, aquella vez morí. –
- ¡No! ¡No! ¿ Qué estás diciendo ? Vos te desmayaste y nada más. –
- Dany, vos mismo me contaste que no respiraba… ¿ y te acordás lo que contó después el Cara é Ñoqui ? …dijo que me halló muerto, el corazón no me latía. –
Daniel hizo un chasquido con su boca y acotó :
- Nos equivocamos todos. Vos no moriste… Y sino… ¿ cómo puede ser que estés ahora acá ? –
César, mirando al resto de sus amigos de mesa, esbozó una amplia sonrisa y enfatizó :
- El Pollo me mató bien muerto, pero después resucité. No sé cómo, pero resucité… ¿ Me oyeron bien ? Aunque nadie lo crea, re-su-ci-té. Solamente yo lo sé. Yo sé que morí porque solté todo lo que sueltan los muertos. Me oriné, me cagué, y principalmente, me brotó ese olor que le sale a los fiambres. –
Bebió un gran trago de whisky y añadió :
- ¿ Qué creen, que solamente Jesús puede resucitar ?.. ¿ Por qué un narquito de San Vicente no iba a poder ? –
Al escuchar esto todos rieron estruendosamente, incluso, uno de ellos aplaudió la ocurrencia.
César, complacido, se echó hacia atrás en su silla y lanzó un atronador eructo, pero esto, en lugar de proporcionarle placer, le produjo asfixia. Desesperado corrió hasta la calle en busca de aire. Sus amigos lo siguieron. Al llegar lo vieron más pálido que nunca.
- ¿ Qué te pasa ? – le preguntó uno de ellos, pero César no pudo responder de inmediato. Sólo después de segundos angustiosos, un hilo de voz salió de su boca :
- Ya se me pasa. No se preocupen. –
Y así fue. Luego de diez minutos, se sentía mejor.
De vuelta en el bar César supo que había llegado el momento de enfrentar aquello que estuvo evitando desde su regreso a Argentina.
- Bueno… - les dijo a sus amigos. – Quiero que me acompañen hasta la plaza del Mercado. –
- ¿ Para qué ? – le preguntó Daniel.
- Quiero ver el lugar adonde me morí. – respondió en tono sombrío.
Todos se miraron entre sí. Uno de ellos recordó que a eso solía pedirlo cuando debía hacer una cobranza.
Media hora después estaban ahí. César contemplaba extasiado el banco donde recibió el balazo. Fue tan vívido el recuerdo, que le pareció sentir el orificio en su cuello. De súbito comenzó a transpirar en abundancia. Otra vez le faltó el aire y un dolor punzante le atravesó el pecho, se desplomó. Esta vez no resucitó.




Sus amigos, aun estando en la sala de velatorios, tenían la esperanza de verlo revivir. Uno de ellos llegó a pensar que César les estaba haciendo una broma.







NADIE MUERE ANTES
por Sergio Heredia ( abril/2010 )



Texto agregado el 20-01-2012, y leído por 159 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
20-01-2012 que bueno ver a un cordobes escribiendo y tan bien, felicitaciones!!! musas-muertas
20-01-2012 Espléndido de principio a fin! ********** pintorezco
 
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