Capítulo 32: “Nada es lo que Parece Ser”.
Era el día dos de enero del año 2012. Llovía a cántaros, se suponía que las cosas no tendrían que haber sido así, pero lo estaban siendo, las cosas sucedían así en ese minuto, en ese instante. Era el mediodía, camino por inercia al lado de la berma del camino. El hambre hace sonar ruidosamente mi estómago. Entramos a una vía alternativa que nos encamina a la cordillera.
Las miradas son desoladas, el temor se hace sentir en nuestro mirar. Nadie habla nada con nadie, ya no importa lo que nos ocurra, lo necesario es sobrevivir.
El camino es extenso, de esos de nunca acabar. Llegamos penosamente al final. Un portón alto de fierro nos detiene, por obligación no seguimos caminando. Las miradas llenas de desasosiego hablaban por sí solas, no era necesario preguntar la decisión que cada uno había tomado en su silencio. Los más hábiles forzaron la cerradura del portón negro y entramos al montón. Unos perros doberman con rotwailler nos persiguen y se trancan con su collar. Entramos a lo que pretendía ser la cocina. Parecía un palacio dentro de otro, la vista daba hacia un fundo que se plagaba de parras, por algo la VII región es zona vitivinícola.
De pronto se sienten gritos y, en lugar de escondernos, salimos a la lucha. Se sienten pasos que corren por la lujosa escalera, tropiezan, caen, y luego más gritos.
Un hombre de aproximadamente 50 años persigue a sus dos hijas por las escaleras, sin dudas las golpeará. Las castiga verbalmente con un ruidoso acento español, las niñas mientras ruedan por las escaleras replican llorando en un acento de revoltijo que apenas se alcanza a entender. Las muchachas sobrepasan los quince años, bordean en los diecisiete y veinte quizás. El hombre las reta so pretexto asistieron a una protesta.
-Imposible-murmuró Anita.
-No puede ser, hace tres días hubo una marcha por la causa en Talca-dijo el más quemado del grupo: Enrique.
Su mala suerte nos fue contagiada, pues el dueño del fundo y padre de las jovencitas se percató de nuestra presencia.
La esclavitud nunca se encuentra, solamente ella la puede encontrar a una. Más no nos quedaría sino batirnos, había dos opciones: la muerte o la esclavitud, por la causa más nos valía vivir.
Nos vió y se puso a mandar señales por radio y celular en una jerga realmente ininteligible y luego lanzó un grito muy agudo que acabó por desorientarnos más de lo que estábamos. Le susurré a Enrique en el oído “Maldito roedor”, y un cúmulo de guardias de seguridad nos empezó a arrinconar. Unos cuantos cogimos nuestras espadas y nos dispusimos a luchar. Alcancé a ver mientras luchaba contra uno de esos hombres que llevaban chaleco antibalas azul, a las dos muchachuelas correr a la cocina para salir segundos más tarde a combatir junto a nosotros cuchillo en mano. Un rasgo de lealtad se dibujaba en sus ojos, perdían la timidez y sumisión de hace unos instantes y se iban directo al campo de la inseguridad, de la incertidumbre, en el cual no se sabe que sucederá en cosa de segundos. Solo eso alcancé a divisar y recuerdo que mis ojos se pusieron borrosos, me dolían, me condujeron a la ceguera, era el efecto del terrible gas pimienta, me dolían y picaban los ojos, y luego me dormí en un dulce sueño en medio del salón que se teñía de sangre, me habían aplicado éter.
Horas más tarde desperté con los ojos hinchados. Pero para mí buena suerte contaba con conciencia a mi haber y podía conocer los motivos de mi presencia en ese lugar. Solamente había un problema, no tenía ni siquiera la idea más remota del lugar en que estaba. Era un sitial oscuro, como muchas de las construcciones de la región el material escogido fue adobe, unos ventanucos estaban en la pared y nos permitían ver lo que acontecía en el otro lado en las parras.
Minutos más tarde descubrí que ese lugar tan desagradable y húmedo era una prisión, justo en el instante en que uno de los hombres de azul entró ataviado de armamento de grueso calibre. No deseábamos despertar sospechas ni hacer la rebelión, simplemente queríamos comer. Detrás con aspecto de lo que en Chile se suele llamar “el espinita”, venía un hombre que bordeaba los 40 años, de lentes y de aspecto avejentado, empujaba vigorosamente una silla eléctrica…
-¡Atención!-y este grito acabó por despertar a quienes permanecían durmiendo-aquí, tienen una silla eléctrica, el que desee morir por ladrón aquí lo hará, pero el que quiera conservar la vida un costo tendrá que pagar y ese es la esclavitud, que levante la mano el que no pretende seguir viviendo.
Nadie se atrevió a levantar la mano, todos sabíamos que el asunto iba en serio, que si pretendíamos ser desafiantes deberíamos dejar allí la vida. Con la mente echa un atado de ideas alocadas miré a mi alrededor, en ese sitial estaban las hijas del dueño, amo y señor de nuestras vidas ahora, ese estúpido, ese bastardo que con un puñado de dinero anhelaba gobernar, en ese momento entendí que su mentalidad despótica no tenía límites, que nadie de la muerte en ese lugar se escapaba así nada más.
Nos esposaron con unas amarras de fierro y un candado, caía la noche en la mansión. Por ese día no trabajaríamos, ni las hijas ni nadie. Nos condujeron al piso superior de la casa y en una habitación, nos apiñaron los unos con los otros, nos lanzaron un yogurt a cada uno y un saco de dormir.
Cuando creíamos morir de hambre, ese líquido dulce y viscoso entró en nuestros labios y nos sació.
-¿Cómo os llamáis?-me inquirió una de las hermanas, la mayor, creo.
-Sofía, y tú, ¿cómo te llamái?-dije distraída.
-Marianela-respondió la interpelada-y yo Graciela-se sumó la otra.
-Gusto de conocerlas-dije presionando inercialmente mi espalda con el brazo de Graciela.
-¡Jodé!, pero si sois la guerrillera que mi padre ha buscado pero de cabeza-dijo Graciela al ver mis rasgos al trasluz y oír mi tono de voz.
-Sí, lo soy, por favor no le digan nada, ninguna de las dos-dije casi rogando con un hilo de voz.
-No os preocupéis, si os visteis cuando nuestro padre estaba hasta la coronilla con nosotras justamente porque ayer llegamos de madrugada por ir a una protesta a Talca a favor de la causa patriota-dijo Marianela..
-Y tu papá, ¿siempre es así?-pregunté.
-¿Así cómo?-preguntó Marianela.
-Tan déspota, de esclavizar a sus propias hijas-aclaré.
-Suele serlo, se deja llevar la mayoría del tiempo por lo delicioso que debe ser el poder, pero es la persona más cobarde que pueda existir en el planeta entero y soy capaz de apostaros eso. Si derribas a su muralla de guardias le puedes hacer cualquier cosa, pero eso es más bien difícil-dijo Marianela.
-¿Y si nos aliamos?-las inquirí.
-¿A qué te refieres?-replicó la interpelada.
-Un hombre tan malo, merece pagar, que comience a olvidarse de tener esclavos, a ustedes no las tratará más así-dije dejando el resto de la historia a la imaginación humana.
-Y tú nos estás a nosotras diciendo que debemos hacerle la revolución a nuestro padre-dijo Graciela.
-Sí, a menos que quieran seguir bajo su yugo, ser sus esclavas y jamás ser felices… y, ¿qué me dicen?-repliqué.
-¡Vale!, pero tú solamente nos debéis decir cómo hacerlo-dijo Graciela.
-No te preocupís, aquí tenís a 50 que las vamos a ayudar, pero aquí hay una ganancia pa’ nosotros que tienen que respetar: la casa va a ser nuestro refugio, necesitamos uno-dije.
-Lo que queráis, con tal de que nos ayudéis-dijo Marianela.
Esa noche, mientras todos dormían creyendo que su futuro estaba saldado, que ya no había más guerra, mientras entre sus sueños se culpaban por vivir y no poder sentir la vida, yo les abrí la ventana que el destino nos mostraba tras cerrar la puerta de entrada, ese portón de metal que se creía puente levadizo, dejando a muchos caídos que en sus sueños morían.
Desde la mañana siguiente nada fue igual, de hecho todo cambió. A esa casa llegó enmascarada la voz del cambio, nunca volvió a ser igual. La estrategia de Manuel, la comunicatividad de Karina y mi decisión e improvisación formaban un conjunto de rebeldía seguido por miles, de los cuales casi 50 nos llevaban consigo.
Durante 3 meses nuestro segundo hogar fue la “prisión” de la casa, pero los planes no desaparecieron, eran pan de cada día. Pero el asalto de armamento era de cada segundo.
El día 2 de abril del 2012, teníamos el armamento completo, habíamos dejado lo peor a los guardias, si querían combatir más les valía comenzar a huir. Llegó la hora de acostarse y encendimos la ampolleta titilante que colgaba del techo mientras colocábamos un rústico aislante de luz.
-Ya saben qué hacer, nos acercaremos a la viña y comenzaremos a disparar-dijo Manuel, y luego pasó revista, las armas estaban, la estrategia estaba, la traición también y por sobre todas las cosas el efecto sorpresa.
Salimos uno a uno en silencio. Caminamos a las parras a oscuras y comenzamos a arrastrar piedras y a disparar. Al lado se encontraba el cuartel. Los guardias salieron y a la luz de la luna se dio una batalla sangrienta, vestigios de ellos no quedaron, las hermanas cuando vieron que estaba muerta la gran mayoría de los guardias por su falta de armamento y que los brazo derecho de su padre ya no tenían vida, corrieron a la habitación del hombre, allí mismo le dieron muerte.
Tal fue la rabia, tal fue la intensidad de esa batalla que de los guardias no quedó siquiera uno. Ni siquiera quien fue tiempo atrás amo, dueño y señor del lugar. La esclavitud ya no era parte de nuestras vidas, solo la libertad. No conoceríamos más las labores domésticas, el látigo, la camisa de fuerza, nada de ello. Las parras las conocíamos, sabíamos cómo luchar de noche y salir victoriosos. Teníamos conocimiento de donde hacer hogueras y que el que quisiera dejar la vida allí, lo hiciera. A las seis de la madrugada el triunfo era de nosotros, la casa nuestro lugar, nada del antiguo régimen sobrevivió a la hoguera. Desde el 3 de abril del 2012 éramos dueños, amos y señores de la mansión.
|