Capítulo 28: “Cuándo las Esperanzas se Pierden”.
Era un día tranquilo, la atmósfera diáfana, las nubes se veían a lo lejos revolotear entre el cielo azul. No todo era tan pacífico… el aire se hacía irrespirable a medida de que el reloj avanzaba, como si a cada segundo en la ciudad capital se fuese sumando como un gran, pero terrible compañero el calor y la contaminación. Estaba en el salón principal, en el que en antaño los mandatarios de la nación recibieron a sus visitas con la prensa haciéndoles compañía en esos acontecimientos, hasta que el aire acondicionado que temperaba la habitación no dio suficiente a basto y me acerqué a la ventana a respirar el impuro aire de la ciudad, lleno de humo. Mire a través de las cortinas que jugueteaban con la brisa y en la Plaza de la Constitución la gente asaba carne en las parrillas, el asado era una tradición más bien chilena, se interpretaba como juntarse con un grupo de amigos o conocidos en general a asar carne de vacuno de preferencia, mientras se conversaba bebida en mano esperando que el fuego sacase lo mejor del plato que luego sabría de manera deliciosa. El humo se acercaba al salón, mientras yo, acodada miraba a la gente divertirse, corretear de allí hacia allá con los volantines como si fuesen las Fiestas Patrias, luego el humo se hizo cargo de hacerme toser como una asmática para después percatarme del calor que hacía en el ambiente, de lo ahogante que con el tiempo se había hecho, como una persona que se obliga a si misma a crecer y cambiar, y me senté en la silla de madera que se presentaba ante mí. Su cubierta de cuero estaba ajada, y me traía el inconfundible recuerdo de cuando se formó la guerrilla, ya hacía un año de eso, un año de derrotas, triunfos, victorias indiscutibles, sueños que se contagiaban en todas y cada una de nuestras mentes revolucionarias, de aventuras que parecían no acabarían nunca. Respiré el aire y cerré los ojos buscando paz, buscando el sentido quizás de todas las barbaridades que había cometido en tan poco tiempo, estaba ya medio adormecida en mis pensamientos cuando un grito desgarrador vino a despertarme. Corrí hasta la ventana y vi cuando en mi interior las esperanzas todavía estaban en su lugar, debatiendo de prisa si debía bajar o alertar al grupo. Cogí mi teléfono celular y avise a todos que había un ataque en la plaza, que se quedaran adentro. Y miré por el ventanuco otra vez tras enviar el mensaje pensando que todo quizás era un sueño, una falsa alarma, pero todo era real, sentí la adrenalina correr por mis venas, mientras mis ojos veían que todo era cierto, que todo sucedía ante mi mirada aterrada. Las legiones de la Corona se sucedían una tras otra, presentando lo que a vivas luces era una ofensiva, y una de las peores que en esa guerra se hubiesen visto. A los pocos segundos las cosas eran peores, y me decidí a coger mi espada o morir en el intento de detener una masacre que a medida que los segundos pasaban se iba tornando aún más desastrosa. El destino al parecer quería a toda costa lo segundo. Al salón, antes de que pudiese salir llegó en estampida todo el grupo, les presenté la imagen y algunos se decidieron a acompañarme, mientras el resto se quedaba gritando de terror. Corrimos por todos los pasillos, bajamos a saltos la escalera, y cuando estuvimos a un pasillo de la puerta, atravesando el corredor del patio, unos militares, oponentes nuestros se nos acercaron y comenzamos a combatir en la más dura batalla, las espadas se cruzaban y se enredaban con frecuencia en lo alto, a veces una caía, pero todavía no habían guerreros caídos, afuera se veía como los patriotas combatían calurosamente para no poner en riesgo la libertad. Luego comenzó lo que era aún peor, el tiroteo se presentó y sin reparos, todos disparaban desde donde se pudiese, las balas saltaban descaradamente lejos, y si no se cuidaba la gente a sí misma le podía llegar una desde su mismo bando, y esta situación se acrecentó con la continuidad de la batalla cuerpo a cuerpo, vale decir golpes y por supuesto las espadas no estuvieron precisamente ausentes. Después de combatir largo rato mi cara fue bañada por un corte que tenía su yacimiento en el pómulo, en ese entonces supe lo que se sentía, pero no por eso dejé la lucha y en un golpe resuelto salimos a combatir a la calle. En esos instantes bajaban en la mitad de un tiroteo el resto del grupo, en ese segundo pensé: “No, no, no. ¿Qué demonios creen que hacen?, no desalojen, no se bajen del palacio”, pero mis pensamientos no fueron escuchados. Legiones de peninsulares entraban por el museo del Palacio de la Moneda intentando después subir a la casa de gobierno. Combatimos por la mitad de la calle, los automovilistas que a esa hora transitaban por el lugar daban la vuelta a la calle perpendicular literalmente en dos ruedas con todos los pasajeros gritando, mientras otros que tenían un arma corta punzante se bajaban a combatir por la libertad. La masacre continuaba, las bombas bencineras se encontraban en llamas, los edificios también, a nadie le preguntaban si tenía familia, o un sueño inconcluso, simplemente hacían que sus días se acabaran y le llegara su hora de la peor manera, ya veían como lo hacían para que cada vez fuese más horroroso, y cada nueva vida en su fin fuese más escalofriante y cada final más doloroso. Nosotros por nuestra parte intentábamos hacer lo mismo con su ejército, pero se habían esforzado tan bien en su tarea de sacarnos del poder y destruir a la nación que no teníamos como conseguirlo por más que quisiéramos. Al frente de la calle se veía como a una persona le rociaban gasolina y la asesinaban a lo bonzo, y un poco más allá se veía a un combatiente fatigado por el calor y el cansancio sentarse escondido en un arbusto o en una rama, quizás en los confines de su auto particular, y como se acercaba penas era descubierto un militar y antes de que pudiese decir “Adiós mundo cruel” le prendía fuego, pero por ellos no podíamos hacer nada más de lo que hacíamos partiéndonos en cantidades infinitas para serle útil a cualquier patriota que se encontrase en la Plaza de la Constitución y sus alrededores. A lo lejos se veía a los funcionarios públicos y la gente en general que era sacada de sus oficinas y residencias maniatada con destino al final de sus vidas, mientras gruesas lágrimas rodaban por sus mejillas e intentaban coger de la mano a sus seres queridos y no perder la fe. Y en las calles, hechos una bala más, volaban los buses del Transantiago atestados de pasajeros, iban sobre la velocidad convenida, pero a quién le importaba ir a la velocidad debida si se estaban salvando de una muerte segura y lo peor aún: trágica. Un par de horas después la mayoría pensaba que todo estaba perdido. Los realistas nos superaban en número con creces, pero está en la mentalidad del patriota no dejar la lucha sino muerta. Se veían buses hacer cortadas a través de diversas calles, ahora llenos de gente. Todos querían huir del infierno en que se estaba transformando la Plaza y la ciudad en general que estaba siendo saqueada y transformándose en una copia del holocausto a los judíos, contaban a través de mensajes que huían a Argentina y Perú, a cualquier lugar que no estuviese al alcance de esos trepadores que creían ser los dueños del mundo. La ciudad se vaciaba como un vaso quebrado, y en medio de nuestra desesperación conseguíamos ver todos los quebrantos que no pensaban en el hecho de algún día tener que disiparse. Terminé con un tajo en mi cara y otro en el brazo derecho, esos eran mis recuerdos de que siempre esa contienda había sido desigual para con los patriotas. Tuve oportunidad de diezmar a cuanto pude y sin miedo como siempre lo hice y de cuidarme las espaldas, la gente comenzaba a rumorear que me querían de rehén. A eso de las cinco de la tarde la ciudad de Santiago se había transformado en un desierto infernal. Las fachadas de las casas y empresas lo decían. Ahora todo yacía en medio del atormentante ruido de los fusiles y de las metralletas. En la mitad de la calle se veían como escondidos aún los recuerdos de la infancia y la inocencia de los niños que corrían junto a sus madres a los buses para irse lo antes posible de Chile, se divisaban fotos de los momentos que los habían hecho felices bajo las balas que casi les atraviesan el pecho y que por eso debieron soltarla, y un poco más allá, en medio de un denso tiroteo se veía una muñequita de trapo al lado de una madre llorando porque le habían despojado a su hijita a punta de espadas, del futuro de esas niñas se desconoció para la mayoría de la opinión pública, pero la gran parte de ellas o perdían y para siempre la inocencia o perdían la vida. Esto fue nuestra fuerza de subsistir a una larga batalla que concluyó en la noche, a eso de las dos de la madrugada. Cuando llegó esa hora el comando patriota había sido diezmado durante todo el día. Los cadáveres de ambos ejércitos yacían laxos en el suelo. Las armas, las cosas, todo estaba olvidado en el suelo, o quizás se quería olvidar a sí mismo para que el mal recuerdo de esos momentos quedasen escondidos en la obscuridad del pasado de todos. Llegó la hora que fue marcada con un campanazo de la catedral. Un último disparo proferido por uno de los cañones del Cerro Santa Lucía que había sido bajado por el mismísimo General en Jefe del ejército realista, él mismo había disparado, y tras eso, acto seguido comenzaron todos los abrazos entre los triunfadores. Todos se lanzaban en andas y en su lengua de revoltijo se felicitaban los unos a los otros profiriendo gritos ininteligibles. Y luego cruzaron la calle a todo galope, corriendo, dejando los pies en la acera para quitar la bandera chilena del mástil, para izar la española. Chile desde ese instante dejaba de pertenecerse a sí mismo. Los pocos patriotas que pudimos vivir para contarlo nos mirábamos de reojo con los ojos llenos de lágrimas dispersos por el campo de batalla. Los sobrevivientes nos abrazábamos felicitándonos “por el placer de estar vivos” entre llantos ahogados. Yo creo que todos los guerrilleros nos salvamos de puro milagro, pero si bien es cierto, nuestra gracia es huir. Algunos se encontraban heridos, pero eso era lo que se dice una raya en el agua, lo que más nos importaba en ese momento era vivir para seguir siendo ese gran problema que con el tiempo habíamos conseguido ser.
Al día siguiente de la batalla de la Constitución, las calles y las pocas casas que aún se encontraban en pié estaban engalanadas de banderas españolas. Era indecible la rabia que sentíamos, pero no quedaba más sino ver a donde ir si queríamos conservar nuestras vidas. La gente caminaba a ver qué rayos sería de ellos. Era el momento en que las esperanzas se pierden.
|