El pintor dormitaba en las tinieblas. Pero no eran meras tinieblas, eran la forma de una pesadilla: blancas, de una albura horrible, y él, en el letargo, alcanzaba a considerar la posibilidad de transmitir esa angustia a través de un óleo.

Un grito lo despertó. No abrió los ojos, traspiraba. Lo que ocurrió luego no lo supo explicar: una mujer se metió por la ventana.

Primero pensó en lo obvio: un gato, un pájaro, o tal vez -aunque menos probable- un ratón. Pero no. Sólo lo supo cuando ella tropezó con la cortina, cayó sobre una lámpara y se quejó.

-Ayúdeme -dijo.

Pero era tarde y ese no era el lugar indicado. La mujer se desparramó en el suelo, jadeando. Tenía los ojos abiertos y emitían un profundo destello verde. Sintió que todo el mundo cabía en ellos.

Aunque podría haber dicho algo, las palabras sobraban y sus oídos se volvieron sordos al pánico. Entonces corrió hasta la estantería en donde guardaba las telas, las pinturas y los pinceles y así, en piyama, comenzó a pintar, antes de que murieran, esos ojos que una pesadilla había prolongado hasta su habitación.