El enorme avión de la Bimam, Bangladesh Air Lines, levantó su enorme panza; atrás quedaron los Annapurnas, el valle de Katmandú y sus siete reinos.
Mayo, mil novecientos noventa y nueve.
Los viajeros, como paleta de pintor, con sus colores extendidos en disolvente humano sugieren las posibilidades infinitas de mezclas. Me dispongo a dormir, si es posible hasta Dubai.
No ocurre eso y, unos enormes bandazos expanden por los pasillos chaquetas, bolsos, revistas...
Los niños lloran, sus madres apenas son capaces de mantenerse sobre los asientos. Me agarro con todas mis fuerzas a los brazos del mio...Calma de nuevo. La voz del capitán nos informa acerca de una avería, tendremos que aterrizar en Dacca, capital de Bangladesh para solucionar el problema.
Los monzones hacen su ensayo y una tormenta nos da la bienvenida al aeropuerto. La humedad y el calor hacen dolorosa la respiración, la selva invade los alrededores. Los pasillos del aeropuerto están enmoquetados y éso aumenta la sensación térmica haciendo que los cuerpos comiencen a sudar expandiendo olores extrañísimos.
Las calles embarradas, los autobuses parecen hormigueros queriendo atrapar en puertas, ventanas y techos a gente con rasgos indoeuropeos; la pobreza es visible pero, no una cualquiera sino la pobreza en estado puro, sin pinceladas de exotismo. Si hay belleza no la encuentro y si un dolor punzante, una vergüenza de mi mismo y del sistema en el que vivo.
En el hotel que nos asignan las cucarachas, hormigas, excrementos de ratas nos acompañan.
Pasamos la noche casi amontonados. Algunos se lanzan a la calle.
Yo no pude pasearlas, mi cuerpo se engarrotó y en deferencia a éllos mis dedos no agarraron la cámara ni dispararon una sola foto.
Su pobreza y su dolor quedaron marcados con señal de herrero en alguna cincunvolucción de mi cerebro.
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