Tú te la buscaste. Caminabas con ese rostro macilento, irreconocible, cubierta de andrajos hediondos, flaca como una espiga por no saber controlar tus malditas adicciones. Te lo dije, te lo advertí mil veces, pero no te cansabas de descorchar ese vino barato que tomabas como si el mundo se acabara, como si fuera la última gota de licor en el planeta. Ahora mírate, quien lo creyera que anduvieras pidiendo monedas a extraños, tú que fuiste una Reyna, que sólo te faltaban plumas para que volaras cuando bailabas El Lago de los Cisnes cuando eras niñita, mientras nosotros te mirábamos dichosos con tu padre brindando con ese riquísimo ron, aunque a veces, es justo decirlo, con aguardiente o lo que hubiese, hasta quedarnos dormidos rebosantes de felicidad.
No sé si recuerdas el día que el muy perro nos abandonó, pero para mi consuelo tu seguías bailando ballet para mí, para mi solita, así de puntitas con esa gracia particular que Dios te dio y yo te premiaba con una copita de ese vino de misa que compré especialmente para ti, para que así de paso me acompañaras mientras te contaba lo desagraciado que fue tu padre quien ahora mismo debe estar revolcándose con alguna prostituta. Después claro, plata no había y tuve que sacarte de la Escuela por más que lloraras. ¿Y que querías? Sé que el baile te tenía enloquecida, tan tonta no soy para no darme cuenta, pero había cosas más importantes que pagar y comprar con lo poco que mandaba el miserable y acuérdate que tu tampoco quisiste colaborar cuando ese señor tan generoso que te enviaba regalos quería estar contigo y tu con cara de mosquita muerta lo despreciabas con el pretexto que era viejo y gordo y sin embargo qué bien que le sonreías al pelagatos del Matías que felizmente se lo llevaron a que haga el servicio militar.
Haz momoria lo bien que la pasamos cuando sentaste cabeza y el señor Moflete como lo llamabas empezó a visitarnos, aunque me acusabas de dejarlos solos a propósito y sí así fuera pedazo de ingrata era mi deber velar por tu seguridad. No te puedes quejar. Teníamos buena comida y buenos vinos hasta que cometiste la torpeza de quedar embarazada y tuviste que abortar. Sabías que él era un hombre notable en la ciudad, un hombre decente, con esposa, hijos y cargos importantes. ¿Qué querías? ¿Eras tan ilusa que pensabas que el lo dejaría todo por ti? Por tu culpa no volvió a casa y lo que más me irritaba era que a pesar de volver a empezar a pasar penurias tú sonreías hasta llegar a reír a carcajadas destapando vinos malos para después ponerte a llorar como una boba. Quién te entendía. Y ahora mírate en lo que te has convertido, en un trozo escuálido de carne maloliente metida en ese cajón ordinario. ¡Tú te la buscaste!
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