EL DENTISTA
El consejo de un maestro hacía eco: “si ven a un dentista en el pueblo, quiere decir que hay recurso, pues los servicios de ellos son caros”. Era cierto que en el pueblo no había un odontólogo de forma permanente, pero llegaba uno cada mes que recorría las comunidades de la sierra. El pueblo de Cox estaba en su itinerario. Nunca, lo conocí personalmente, pero sí por las consecuencias de sus tratamientos porque cuando no había muelas que sacar, simplemente, se cambiaba de profesión y le daba por recetar.
—Doctor, va a pasar mi hermano por usted. Mi papá está enfermo. Me dijo doña Licha.
Arreglé el maletín y, sobre la yegua de nombre Gurrumina, salí a ver al enfermo.
Fueron como dos horas de camino. Setenta y tantos años. Delgado. Lo encontré acostado con aparente buen estado general. Se quejaba de un dolor en el abdomen, del lado derecho, a nivel de la cicatriz umbilical. En veces, le colmaba en la boca del estomago. Dolor de pequeña a mediana intensidad que tenía día y medio de haber iniciado. Él le echaba la culpa de su enfermedad a unos elotes tiernos que había comido por la noche. Lo exploré con toda la atención puesta en el dolor. Recordaba a mi maestro de salud pública: “la muerte campea en los extremos de la vida”. Repetí la toma de la temperatura, tanto axilar como oral, y encontré que estaba por encima de los 37.5 grados, sólo unas décimas. Me tardé en revisarlo, pero al final, deseaba de todo corazón el apoyo de los datos de laboratorio. Allí, no había. Sólo un paisaje de vacas pastando, gallinas correteándose en el patio y guajolotes esponjados.
— A tu papá hay que trasladarlo a un hospital; el dolor que tiene puede ser causado por el apéndice inflamado. Requiero de análisis de laboratorio y radiografías para decirte qué es lo que tiene — le dije al hijo mayor. Mañana, si el tiempo favorece, hay que viajar en avioneta y llevarlo al hospital civil, donde se le estudiaría y en caso de ser operado, el costo no es costoso. Si deseas, voy con ustedes, algunos amigos míos trabajan allí. Además, tengo que ir a la ciudad por un asunto familiar.
En honor a las atenciones que por parte de su hija tenía, no les cobré; en correspondencia, me dieron una calabaza y me invitaron a comer un caldo de gallina acompañado con tortillas recién salidas del comal. Pensé que a la mañana siguiente los vería en el “aeropuerto”, pero no fue así. Regresé un día después y por casualidad me topé con el hijo mayor, frente a la puerta de mi consultorio.
— ¿Qué ha pasado con tu papá?
— Ya está mejor médico.
— ¿Mejor?
— Ese día, pero más tardecito, llegó el dentista porque a mi esposa la está curando de una muela. Le contamos de mi papá y aprovechamos para que lo viera. Él, también, sabe de medicina y no estuvo de acuerdo con su diagnóstico. Le aplicó tratamiento para los parásitos y la infección, y mi papá ya se siente mejor. Se le quitó el dolor, la calenturita y sintió hambre.
-¡Eran parásitos médico!
Eso fue lo último que dijo y soltando la rienda de su caballo, siguió su camino.
Días después, supe que el anciano lo llevaron de urgencia. Lo atendieron con un cirujano particular, muy reconocido. Quince días duró internado. Por fortuna, el mal tiempo instalado en su cuerpo cedió y dio paso a una convalecencia de atoles, caldos y cuidados extremos. Un día que jugaba naipes con Celedonio, sacó a la plática que hacía quince días, por el campo de aviación, había llegado el papá de doña Licha y con discreta indiferencia preguntó.
— ¿No fue el paciente que atendió en el rancho, fulano?
— El mismo.
— ¿Sabe cuánto le costó el chistecito de no haberle hecho caso? — Dijo, añadiendo rápidamente: aquí en el pueblo todo se sabe. El “sacamuelas” metió su cuchara y todo por ganarse unos quintos más. Ellos, para evitarse el gasto de llevar a su papá a la ciudad, no lo hicieron. Pues, que den gracias a Dios que su papá vive, pero se vio muy grave. Tuvieron que vender cinco cabezas de ganado, y ya usted sabe que el mandamás no da un paso sin huarache; y cuando le van a vender, compra barato; más aún, sabiendo que tenían una urgencia.
Un mes después, volví a ver al anciano. Repetí, minuciosamente, la exploración. El hijo mayor, ansioso, interrogó:
— ¿Está mal de la operación, médico?
— No, la operación está bien. De allí, no es el dolor.
— ¿Entonces?
— Ahora, sí tiene parásitos.
Regresé sin calabaza. Satisfecho de haber cobrado mis honorarios. Miraba la flor del maíz que el viento movía y, a veces, el aleteo de aves que volaban asustadas por el paso de la yegua.
EL TALLADOR DE MONTURAS
Cuando tenía que dar una consulta en algún lugar lejano, Celedonio me acompañaba. Yo iba en la yegua, y él caminando. Siempre, platicábamos.
—Ya ve que estoy aprendiendo el oficio de talabartero, pues del cuero se pueden hacer mil cosas para los ajuares del caballo y del jinete. Nadie mejor para hacer las sillas de montar que un fulano que vive en el pueblo de Zacapoastla, un pueblo de arriba, cerca de las nubes. Él se llama Melesio.
-Melesio Había trabajado muchos meses y tenía cinco sillas de montar y otros arreos que vino a vender a Cox. Las monturas que él hace son bien cotizadas. Ese domingo, las tendió en la plaza y ya para caer la tarde había vendido su mercancía. Tuvo la intención de regresar a su pueblo, pero no se atrevió. Llevaba harto dinero. Quiero decirle que yo visto con camisa y pantalón, pero él es fiel a la costumbre y siempre usa calzón. El dinero lo pone dentro de un pañuelo, lo amarra con dos nudos y lo mete a su morral. Como todos los varones de por aquí cuando hemos resuelto bien un trabajo, nos da por tomarnos un trago. Sin embargo, él es diferente, no le gusta estar en bola, ni tampoco convivir en una cantina. Prefiere tomar solo, brindando por no sé qué. Esa vez, se metió a la cantina de Juan para comprar una botella de brandi, pues el no toma caña. Es una botella cara para la indiada de por aquí y la consumen los hacendados.
— ¡Eyyy indio! ¿Qué quieres? — gritó el dueño de la cantina cuando abrió la puerta.
— Véndeme una botella de brandi.
— ¿Es para ti?
Recordó que la indiada toma topos de caña.
— Es para mi patrón. Mintió. ¿Qué cuánto cuesta?
— Cuesta cien pesos.
En un lugar seguro, desanudó el pañuelo, contó el dinero y pagó.
El sol estaba por ponerse. Compró queso, pan blanco, refresco y buscó un lugar cercano al Palacio Municipal, donde divisaba la gente que iba y venía sin ser visto.
Todas las luces se apagaron, sólo quedó alguno que otro candil que echaba fuera su luz vieja. A media noche, la botella era un cadáver. Dando traspiés, fue a una de las bancas del parque para pensar dónde podría pasar la noche. Un deseo inmenso de orinar lo estremeció e instintivamente buscó algunos arbustos que estaban recargados en una de las bancas. Casi había terminado, cuando lo vio un gendarme. Primero un golpe, después otro y luego a empujones lo encarceló. Allí pasó la noche. En la mañana, muy temprano, lo llevaron con el jefe del orden.
— ¿Por qué metiste este indio a la cárcel?
— Lo encontré miando
— ¿Y eso que tiene de malo? Todo mundo orina.
— Pero él estaba miando en el parque. Echando su agua apestosa en las plantas que recién trajo el Presidente.
— Mmm. Sí, eso es grave. Ponle entonces una multa de cincuenta pesos.
Melesio, crudo, tembloroso y todavía apendejado, sacó sin precaución el pañuelo, desató el nudo y dejó ver el racimo de billetes. Los ojos del jefe y del gendarme se prendieron y el jefe, cuando recibía los cincuenta pesos, movió la cabeza.
— No me entendiste. No me entendiste, son cincuentas pesos pero por sacudida. ¿Cuántas sacudidas fueron gendarme?
Al mismo tiempo, guiñaba el ojo.
HEBERTO CASTILLO
Una tarde soleada, escuché el trote de un caballo. Salí a la puerta. Era el señor Marcos, el Comisariado de Tierras. Pensé en su asoleadero y estaba punto de preguntarle por éste cuando habló:
—Médico, médico, qué bien que lo encuentro.
— ¿Qué pasó, para qué soy bueno?
— Ando muy apurado doctor. Perdone que no me baje, se lo platico de rapidito y, después, usted me dice.
— Soy todo oído.
— Van a venir personas muy importantes del país, y hemos pensado en usted para que dé la bienvenida.
— ¿Qué personas?
— Pues ni yo sé, pero lo que me dijeron es que son muy importantes.
— ¿Puedo decir lo que quiera?
— Sí, lo que quiera.
Lo dijo sin titubear, lo que me hizo pensar que algo sabía, y tomó camino fueteando al caballo. Él dio por sentado que yo daría la bienvenida a los visitantes, pero regresó y casi a boca de jarro soltó la última frase:
— ¡Es para mañana! Médico, los invitados los tenemos para mañana.
Se fue con apuro y me quedé rumiando. ¡Qué madres iba a decir! Casi al amanecer terminé el texto.
La mañana llegó soleada, pues un cambio en el clima y las avionetas no hubiesen bajado. Cuando se oyó el zumbido de motores, mucha gente del pueblo se arremolinó para darles la bienvenida en el improvisado aeropuerto. Llegaron periodistas de diferentes partes y otros que sólo eran orejas: personas que se alquilan para darle a conocer los sucesos a la clase en el poder. Yo estuve platicando con una oreja. Ahora, lo sé con claridad. En la noche, había llegado Marcos de nuevo y me dijo:
-Por fin sé quiénes son los invitados: Heberto Castillo, Demetrio Vallejo, Sánchez Cárdenas, Cabeza de Vaca, Cesar del Ángel.
Todos pertenecientes a la izquierda mexicana.
Cuando aterrizaron las avionetas, cabalgamos desde el campo hasta el centro del pueblo. Les di la bienvenida en el kiosco del parque, refiriéndoles la situación actual en salud del poblado. Ellos estaban cobijados bajo el techo del mercado. Después de mi intervención, tomaron la palabra. Para mi satisfacción, casi todos basaron su discurso en los párrafos que había pronunciado. Sin embargo, el que más énfasis hizo fue Demetrio Vallejo que, con palabras exactas, me corregía, ya que en alguna parte me referí a la Revolución como una Señorita y él, dijo: " no Doctor, nooo, esa ya no es Señorita, es toda una Puta". Con una voz distinta, pues se escuchaba entre infantil y nasal.
El parque se llenó de mantas blancas y no eran bambalinas de apoyo, sino la vestimenta de los habitantes. Recuerdo que el mitin convocó mucha gente, pues desde mi alcance no había huecos en la plaza. Después del evento, nos fuimos a la casa del Comisariado de Tierras. Se sirvió la comida: fue mole de rancho. Quedé en la mesa cerca de Heberto, era muy alto, barbado, caucásico y con una cámara que colgaba del cuello. Me dijo, como si fuese un secreto: "han de pensar que soy un turista gringo". Me reí, pero en verdad, esa imagen daba. Después preguntó de qué universidad procedía, le dije que de la UNAM. Sirvieron la comida, y empezamos a comer. Recuerdo como si fuese ayer, que un niño se quedó mirando a Heberto, y éste percibió que no era a él, sino a la suculenta pierna de pollo que tenía en el plato. Tomó la pieza y se la dio al niño, que gustoso se fue corriendo. Por la tarde, llegaron las avionetas y los invitados se fueron. En la noche, Marcos llegó y me dio un obsequio, "se lo ganó Doctor". Pasaba de la media noche cuando medio dormido escuché que me hablaban. Me levanté y vi que era el violinista del pueblo.
LA PAWER
Aquel mediodía, se escuchó ruidos de un motor a la distancia. La gente miraba hacia el cielo espulgando en las nubes lo que no se divisaba por tierra. El ruido asmático se oía cada vez más cerca, hasta que asomó “el chipo” el animal: era un camión tipo militar, transportado de la segunda guerra mundial a este pueblo alejado. Cubierto de hierba y lodo. El ruido que emanaba, ahogó por un instante todos los sonidos, y los niños más pequeños corrieron para sus casas y tras de un árbol veían la marcha del “monstruo”; otros, los que conocían y los más osados, iban tras de aquél haciendo bulla. Muchos años después pensando en la pawer.
LA BESTIA
El tren rezongaba. Parecía un becerro arisco, subiendo hacia el pueblo. Sobre los gruñidos de la máquina, las campanas repiqueteaban alocadas. Como todos los domingos en la plaza, la gente compraba y vendía. Del carruaje, salió un sujeto con una bocina parlante, invitando a las personas a ver el espectáculo del mediodía: “Podrán contárselo a los nietos de los nietos y siempre dudarán. Sólo sus ojos darán crédito” Dos horas después, el gentío se arremolinaba para mirar el acto.
La bestia era dócil y gran imitadora de animales. La gente reía. Sin embargo, cuando rompió en un rugido más potente que el de un león, todos enmudecieron. Abrió las fauces y el voceador del espectáculo metió la cabeza; poco después, sólo los zapatos quedaron fuera. El animal hizo una contracción ventral y el sujeto desapareció. Llovieron monedas y aplausos de la multitud. Ella caminó en círculo, levantó los brazos y agitando unas alas que brotaron de su espalda, voló hasta perderse por encima de los cedros.
El tren ha quedado en la plaza. A media noche, el viejo más viejo del pueblo agoniza, y sobre el padrenuestro del cura, se escucha el tañer alocado de la campana. Es una noche sin viento y el gemido de éste termina poco antes de que llegue el silencio. El difunto era el último que recordaba aquel suceso. Ahora, nadie sabe.
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