Hace tiempo que Leandro Vázquez Solsona trabajador del yacimiento de carbón de El Juncal, no conoce el aliento, la mirada, el perfume, la voz, la piel, el cabello, el valor de una mujer de verdad.
Igual que cualquier madrugada, sobre las cinco, tras desayunar un café con tostadas y un zumo de naranja, con el espíritu cansado, sale de su choza de madera y se encamina a la explotación. Debido a la intensidad de la nevada la carretera semeja una lengua amoratada y brillante, y los vehículos, deslumbrándolo con ojos amarillos de dragón, lo sobrepasan y rebozan en una escarcha gélida y gris. Abriéndose paso en la penumbra, como un ánima impasible, Leandro se desvía por un camino de nieve endurecida y trota haciendo equilibrios, mientras canturrea melodías que aprendió de su padre, cuando todavía era capaz de acompañarlo a un trabajo nuevo y quizá, prometedor.
Una hora después, mientras los primeros rayos del alba alancean su físico de obrero mutante, se encuentra solo ante La jaula. Así designan al montacargas que deberá sumirlo en las profundidades y llevarlo a las puertas de oscuras galerías que él mismo se encarga de alumbrar.
Una vez dentro, se dispone a presionar el botón, cuando Emeterio, el capataz encargado de personal, llega a la carrera y no va solo, le sigue una princesa deslumbrante. Mientras atiende con ojos de pasmo clavados en la efigie escultural que se encuentra a su altura, el patrón le explica que se trata de una periodista que desea escribir una columna sobre la faena de los trabajadores del yacimiento. Coartado, Leandro intenta hacer recaer la responsabilidad en los compañeros que llegarán una hora más tarde. La joven, radiante, se da a conocer como Laura, y sin cesar de sonreír con presunción, y tal vez, incluso ¿regocijo? proclama que desea presenciar la apertura de la mina desde su primer movimiento.
Instantes después ambos se encuentran descendiendo los seiscientos metros del pozo. Leandro mira a cualquier lugar menos a Laura sin lograr sustraerse de ella pues su aroma penetrante impregna sus sentidos y lo sume en un estado de desorientación. Ella, mientras lo acorrala a preguntas, no cesa de observarlo de forma atrevida.
¿Cuantos metros baja este cacharro? ¿Es seguro? ¿Cuántas horas al día trabajáis? ¿Es cierto que tenéis los sentidos más desarrollados que una persona normal? ¿Cuál es el salario medio anual de un minero?; etc...
Necias cuestiones que Leandro evita responder. Desconcertada por las burdas respuestas y escamoteos taciturnos de Leandro, la chica cesa de hablar.
La primera galería los recibe establecida en un silencio impresionante. El mismo que todos los días saluda y acompaña a Leandro y casi lo único que estima en su vida.
Con meticulosidad, uno tras otro, conecta los fusibles de los cuadros de cada uno de los seis niveles del yacimiento.
Tras alcanzar el último Laura, alborotada, ruega a Leandro si es posible darse una vuelta por las galerías. El minero percibe la emoción y ansiedad de la joven, y por primera vez siente dentro de él una mezcla de orgullo y seguridad que jamás experimentó ante ninguna mujer. Ahora quien dispone es él y ella dentro de sus límites de sabiduría es solo un alma acongojada.
Complacido accede.
Suben a una vagoneta y con velocidad moderada se deslizan por larguísimas galerías. Sobrepasan zonas de paredes negras que brillan como el azabache; otras, presentan el techo cubierto por afilados estiletes de roca calcinada; algunas, se apelmazan en placas y forman las páginas del libro de los muertos.
Finalmente, alcanzan una sala amplia y abombada. Leandro detiene el volquete, desciende y camina rápido hasta la lámpara Davy de seguridad grisumétrica, la toma en sus manos, contempla la aureola de la llama y comprueba que se halla en cincuenta y ocho milímetros de altura. ¡Demasiado grisú en el ambiente! Se gira para advertir a la periodista y la descubre con el cigarrillo en la boca y las cerillas entre sus manos. Salta sobre ella y trata de detenerla. De pronto todo cruje tiembla y se desploma. Siente como si su estómago se despedazara, sus tímpanos zumban como taladros. Luego, excepto los chasquidos de esquirlas al rebotar, todo permanece en relativa tranquilidad. Con lentitud Leandro regresa de su conmoción y se acuerda de Laura. Oye un gemido y la encuentra. Sus brazos se atenazan a él por la cintura; está justo ante él. La siente respirar y feliz comprueba que ha sobrevivido al desplome.
Tras varios intentos tratando de liberarse se da cuenta, las piernas de ambos están atrapadas. A continuación, esperanzado, piensa en sus compañeros; no tardarán en llegar al rescate. Al cabo de un par de horas y gracias a sus sutiles oídos, al otro lado de la galería detecta un lejano murmullo. ¡Están ahí! Emocionado se lo dice a Laura que empieza a sollozar; él también siente ganas, pero se contiene.
Al cabo de seis horas ¿todo se ha perdido? No... Continúan ahí, acercándose; y además, hacía tiempo que Leandro Vázquez Solsona trabajador del yacimiento de carbón de El Juncal, no conocía el aliento de una mujer, ahora lo reconoce cálido y vivo junto a él; la mirada, no necesita ver para entender su belleza; el perfume, su aroma se sobrepone con delectación al acre olor de la roca carbonizada; la voz, hace horas que ambos dialogan emitiendo un murmullo suave, a través del cual, Leandro le confiesa el sueño que representa sentirse junto a ella; la piel, con suavidad ella tantea su brazo y luego lo besa en los labios. Él acaricia sus cabellos... Los preciosos cabellos, y reconoce el valor de una mujer de verdad...
Horas después una perforadora se abre paso entre las rocas y una luz los ilumina. No se mueven. ¿Han fallecido? Emeterio, el capataz, los observa desalentado. Arrastrándose se aproxima a sus cuerpos tiznados de carbón y descubre la realidad. No están muertos. Agotados descansan, mejilla contra mejilla, placidamente abrazados.
José Fernández del Vallado. Josef. 2011.
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