COMBATE FINAL
‘’No sé bailar ni cantar ni cuento chistes, pero soy el mejor dejando a la gente fuera de combate’’ George Foreman.
Estaba decidido a no dejarse vencer ante tamaña adversidad. Era consciente, sin embargo, que dentro de él no quedaba nada de aquél muchacho que fuera capaz de derrotar a Galindo, una noche triunfal del año 68. Suceso que marcaría su prolongado cuarto de hora, su fama y su dudosa debacle. “¡Esteban, deja eso, no vale la pena!”, gritaba una señora desde la esquina. Sostenía una gruesa vara que ninguna relación guardaba con sus pasados implementos de boxeador. Miraba el suelo de la calle, las piedras, las ventanas de las casas, las caras de los curiosos que detenían su paso, y sentía que el desafío bien podría valer la pena, aunque éste le cobrase la vida. Ensayó un salto, azotó el viento con la vara varias veces sabiéndose intimidante. Recogió en seguida una piedra sin forma, porosa, no muy grande. Esteban cree estar lo suficientemente armado como para repeler cualquier agresión. ¡Zum!, la vara; y otra vez el grito: “¡Ya, regresa, hombre!”. Pero para este guerrero no valen los consejos, el atardecer ni los ladridos de dos o tres perros que acompañan su intranquilidad. Necesita poner punto final, dando todo de sí, zanjando en definitiva la rivalidad. Es hora del combate, piensa. Sin guantes, sin el sonar de una campana que anuncie el primer round. Su respiración se agita y arremete decidido, lanza la piedra que va a parar contra un poste de alumbrado público. Y ahora retoma la guardia: avance y retroceso, ataque y en guardia nuevamente. Pulla hacia delante, en medio, arriba, abajo y no logra amilanarlos. Ya no tiene aliento para los saltos, más bien resopla y se encorva; algunos se van retirando de la arena, aburridos o decepcionados del espectáculo. Nuevamente los enfrenta, y es que esta vez han venido todos de golpe, quizás planeando masacrarlo. No importa, lo mismo da diez que uno a la hora de la hora, sentencia Esteban. Cae la noche y su encanecida nuca se mueve de izquierda a derecha. La mujer desiste de un nuevo llamado, siente compasión. Los perros comienzan aullar, no lo pierden de vista. Pretendiendo tomar distancia, la vara se escapa de sus manos y eso es un mal presagio, reconoce el boxeador. Siente como tiran de sus ropas, de sus cabellos, de sus orejas y hasta de su barba. Por ahora, de rodillas, poco puede hacer para librarse de la ofensiva de sus enemigos. Suena la campana de la iglesia. La tregua del minuto, cree Esteban, animándose a correr en busca de agua, de una toalla. Pero, ¿ya para qué? si esto parece no acabar. Percibe las burlas, los insultos. Lo llaman cobarde. Las voces van tomando forma de protesta, de reclamo multitudinario. “No debiste caer”. “Pelea arreglada”. “El campeón es un cobarde”. Mi vara, mi vara, atina a balbucear. No tiene con qué defenderse. A tientas recorre el suelo en busca de piedras, o de lo que fuera. “Esteban García es un triunfador”, se reconforta a sí mismo. Pero otra vez lo embisten y, aunque no logran derribarlo, bien hace en suponer que en esta ocasión va el todo o nada. Son golpes muy fuertes los que recibe y él forma parte de una estructura muy frágil ahora. Le pegan en el corazón, en el alma. Él sabía que en cualquier momento llegarían todos a enfrentarlo. Ahora, al recibir el castigo, su mente se aparta del cruel suceso, recorriendo recuerdos placenteros, tratando de hallar un olor propio de su infancia, una mirada que lo devuelva al primer amor, una caricia inolvidable, y nada de eso llega a concretarse en un pensamiento duradero. En cambio, una imagen está repitiéndose. Un hombre de espaldas, en un gimnasio, saltando a la soga sin parar. El tac-tac en el piso es como un segundero que emprende una marcha cada vez más frenética. De pronto, la luz de un bombillo, que es el del poste, el del comedor de la pensión, o el de algún antiguo camerino, ilumina potentemente sus ojos hasta cegarlo. Ya no hay respiración, ya no se levanta el polvo entorno suyo. Ha caído un campeón a los setenta años, sin pena ni gloria. Impotente al no ser capaz de derrotar a los fantasmas de la vida; porque tal vez era más fácil masticar piedras antes de querer solucionar el pasado con una inútil pelea, como sabiamente aconsejaba la mujer del restaurante de la esquina. |