DESDE EL MUNDO DE FAUSTINO
Quisiera haberme comprometido a escribir esto para después. Aplazarlo para la próxima semana o, a lo mejor, escribirlo mañana después del almuerzo, aprovechando que me quedo solo y al amparo de cuatro paredes, acostado en mi cama, o sentado, escribiendo con discreto placer hoja tras hoja, queriendo o deseando ésta vez Rubén acceda, de buena gana, pasar a máquina mis manuscritos; pues tengo la corazonada de que el tema le llamará la atención, ya que relato algo verídico y familiar, algo que está ocurriendo y ocurre algunas noches, mientras la abuela lee la Biblia en su dormitorio y Juanita hace horas que se ha marchado para su casa, dejando la fiel promesa de volver a las siete en punto cada mañana, para hacernos compañía, cocinar, lavar la ropa, limpiar y ocuparse de los tantos quehaceres domésticos como nadie más que ella sabe ocuparse.
Ya yo venía sospechando todo esto, y es mejor que lo ponga en letras ahora que acontece, ahora que es un suceso que se va desarrollando y que tiene que ver con Faustino y la gente que lo visita allá arriba, en su habitación, un lugar que me ha sido inalcanzable de un tiempo a esta parte.
Son precisamente las once y media, es fin de mes y deduzco que una muchacha es quien se encuentra irradiando un cántico gustoso de gemidos y gritecillos que percibo ahogados, tal vez por la palma de una mano, por la distancia o el grosor de las paredes.
No es que me incumba, pero desde que Faustino regresó a casa con nuevo trabajo y todo, pocas veces se le ve como antes. Casi no baja a saludarme y de pasar sus alimentos en el comedor ni su recuerdo. La otra vez se ausentó una semana, fue entonces que me atrapó la pereza, dejando que los días y las noches se tornen iguales, monótonos e inclusive lentos, viendo a Juanita llegar y marcharse, saludar y despedirse, sin ningún sonido que llamase mi atención.
Pasándomela de revista en revista, releyendo “Selecciones” destartaladas, que no me ofrecen más historias que aquello de ser el ”Hígado de Juan”, y descubrir sin sorpresa en la posterior entrega que ya no es el hígado quien habla, sino el corazón. No obstante, en ese punto la cosa cambia, pues cuando encontré esa amarillenta edición hablando justamente del funcionamiento, cuidado y afecciones de éste órgano vital, lo que trajo a mi mente aquella lectura no fue precisamente cuidarme o asustarme, me recordó más bien la tibieza de noches de amor con mi ex esposa; pasión e infinito amor de enamorados, y apareció nuevamente a mi lado Delia, quien ha sido la persona a quien más le oí pronunciar aquella palabra como sinónimo de mi nombre. Yo era su corazón. Lo fui hasta el último día en que estuvimos entrelazados, cuerpo a cuerpo, desnudos después de amar y sin poder escapar de aquél espejo que nos contemplaba, apropiándose de una escena irrepetible, que quedó cual fotografía en mi memoria.
¡Ah Faustino!, cuando eras un niño, recuerdo claramente, que andabas de travesura en travesura. Cómo no recordar la tarde que te encontré metido en la cocina, con un pedazo de espejo quebrado que recogiste a la orilla de la acequia, lo untabas con aceite y creías que se volvería mágico en algún instante; tú mismo me lo dijiste. Necesitabas que lo fuera porque siempre has querido huir a otro mundo. Tu mayor sueño era encontrar la puerta que diera derecho a aquél lugar que parecías bien conocer. Recuerdo que me contabas historias fantásticas y yo me dormía antes que tú, cuando debió haber sido al contrario, ser yo quien narrara o inventara los cuentos. Poco después, descubriste que la vida empieza en la adolescencia y fue entonces que te perdí de vista, para volver a juntarnos años más tarde, al ser abandonado por Delia.
Envidio a mi abuela, sanamente claro, es puntual en todo, aun cuando debe leer la Biblia. Lee en voz alta, casi gritando, debido a su sordera. De cuando en cuando, suspira hondo y repite varias veces su archiconocido “¡Ay, Dios mío!”Así es ella: buena, lúcida y sorda. Yo creo que al leer grita con el único propósito de sentirse acompañada de su propia voz. Será acaso que ni los ruidos de la habitación de Faustino la logran sacar del Eclesiastés, de Primera de Corintios capítulo III, versículos de 5 al 15 que le ha tocado repasar esta noche, y tan disciplinadamente continuará con los siguientes IV y V, para por fin sumergirse de lleno en el sueño, con la sola interrupción de tener que sentarse en la porcelana hecha bacín, exactamente a la 1 am.
Aún siento los pasos, se están moviendo, o cambiando de posición tal vez. Arriba no debe haber más que un escritorio y una cama. Él, seguramente, la traslada de un mueble a otro y ella aprovecha la atención puesta en pasearla para palmearlo en la espalda, o al menos eso parece. Diera todo lo que poseo por espiar todo por el ojo de la antigua cerradura, ayudado con una lupa si es preciso, como si fuera yo un detective novelesco. Ahora escucho que conversan, pero no distingo las palabras. Una risa. Sí es una amplia risa de Faustino. Sin duda está feliz por lograr su cometido. La abuela ha hecho una pausa, parece que hoy no tuvo las fuerzas necesarias para continuar. ¿O es que hay noches en las que intercala las situaciones, pasando de la voz alta a la lectura en silencio? Cruje la escalera y es que Faustino y su acompañante bajan. El encuentro difiere de los otros, pues ha sido breve, poco más de una hora de fallida reproducción Finalmente, se han marchado.
Acá hay algo extraño. Unos encuentros son efímeros mientras otros son interminables. En los duraderos es Faustino el que explaya su sensibilidad. Cuando he aguzado el oído, percibí que era él quien gozaba más y, sobre la base de la especulación, puedo entonces concluir que algunas mujeres son mucho más ardientes que otras, haciendo determinadas cosas para llevar a que la fundición de los cuerpos se convierta en un gozo inmenso para el hombre. Cuando mi sobrino retome la comunicación conmigo se lo voy a preguntar, definitivamente lo haré, aunque le parezca indiscreto de mi parte.
Por la mañana iré donde Rubén, a su vieja librería en realidad. Espero que no rechace el favor que le pediré y es que yo pudiera pedirle a cualquier otra persona que se encargue de traspasar éste y otros escritos míos, pero Rubén es mi amigo de toda la vida y es necesario que imprima mis ficciones en su Remington, que maneja con maestría y rapidez incomparables pese a su desgastada vista. Confieso tener cierta fijación con su máquina y es con ella que quiero ver escrito todo lo mío. A parte, aprovecho y le devolveré las estropeadas “Selecciones”, inservibles para cualquiera.
Juanita alguna vez me ha dicho que por qué tanto ando con hojas y lapiceros; que si soy escritor o algo así. Que a ella le gusta leer y ha heredado de su madre el gusto por las novelas de Corín Tellado. Pese a su curiosidad, confío en que no se atreverá a husmear en mi velador. Ella es buena y honesta. Me atiende con cariño. Soporta mis caprichos con paciencia y buen humor, y yo le tengo aprecio. Incluso, en los ratos en que todo el espectáculo se ha calmado en la habitación de Faustino, pienso en ella y en ocasiones me he dicho que sería bueno dedicarle algún poema sencillo, brotado de mi inspiración, pensando en la vida y sus matices tragicómicos o absurdo-irónicos. O mejor aún, destinar un porcentaje de mi pensión y obsequiarle un buen libro de cuentos.
Es raro, me parece que regresa mi sobrino acompañado otra vez. No tiene reparos en hablar fuerte. Entre las dos voces me parece advertir que ha llegado con un amigo, ¿o son dos?, los que suben junto con él. No es día de armar fiestas y, si recuerdo bien, para el cumpleaños de Faustino falta mucho todavía. De niño, y las fotografías no me dejarán mentir, las fiestas en homenaje a su nacimiento fueron memorables. Se juntaba toda la familia para ver cuánto había crecido el nene. Aún vivían sus padres, quienes le procuraron todo el bienestar que pudieron; incluso Orlando, mi hermano mayor, se vestía de payaso para hacer reír a su rey, pues así llamaba a Faustino.
Algo no está bien. La secuencia de las noches anteriores se ha roto. Tocaba que él regrese a dormir y al día siguiente se fuera a trabajar, y se repitan los cánticos suyos o ajenos antes de que la abuela se calle. Ahora gime e incluso parece que grita Faustino. Lo manotean, o más bien los sonidos se asemejan a unos latigazos. ¿Está ocurriendo o lo estoy soñando? ¿Goza o sufre mi sobrino? Pero, si son dos hombres y él, a qué vinieron. Ahora se calma todo. No tengo seguridad de lo que acontece, estoy asustado y mejor dejo de escribir para captar lo que viene. Es la misma voz. Es él, reiniciando aquel indeseable espectáculo, y se anulan mis ganas de querer pensar, de escribir. Quisiera estar sordo como la abuela. No vivir en esta casa como Juanita. Mi pequeño de las historias fantásticas: en qué te has convertido.
Quiero ir a tu encuentro. No admito perversidades. Supongo que has sido víctima de asaltantes depravados y quisiera salvarte. No es justo que te ocurra algo así. Esta no es la historia que debe leer Rubén. No me desesperes más Faustino: ¡Cállate de una vez! No puedo ayudarte, acaso no lo sabes. Es imposible subir con esta maldita silla de ruedas: ¡Acaso no lo sabes!
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