Fue cuando tenía 14 años, o casi 15, cuando mi madre dejó de creer en Dios. Curiosamente yo había dejado de creer hacía casi un año atrás luego de la repentina muerte de una compañera de curso a causa de una leucemia fulminante.

Hasta ese tiempo mi madre había sido siempre una mujer muy cristiana, sin caer en el beaterío. Iba a misa de vez en cuando, no dejaba pasar más de dos meses sin asistir a alguna Eucaristía.

Nunca lo quiso explicar a nadie de la familia, pero su desafección de la Fe ocurrió en el momento más feliz y no en el más triste como me pasó a mí y le ocurre a la mayoría de los arrepentidos de estar bautizados.

Simplemente las oraciones antes de almorzar desparecieron de sus labios y ya no participó más de las Gracias de cada Domingo.

Mi hermano menor se había acostumbrado a acompañarla a misa de cuando en cuando a dar gracias o pedir por algo en especial. Por eso el también se extrañó cuando ella nunca más le requirió esas atenciones.

Incluso mi padre, que siendo también católico semi practicante como ella, habían abrazado la Masonería, también se incomodó con este cambio tan brusco y sin explicaciones que mi madre tuvo en la esfera de sus creencias.

Para mi abuela el golpe fue demoledor. Ella era una mujer muy tierna y de edad avanzada que ya tenía 74 años de edad.

Se había esforzado siempre en que sus dos hijos fueran católicos practicantes como ella lo fue, pero tanto mi tío Patricio, como más tarde mi madre, se alejaron de sus planes de vida.

Mi madre tenía 41 años cuando ocurrió este cambio de actitud. Estaba embarazada de seis meses luego de intentar por bastante tiempo conseguir un nuevo hijo. Siempre pensé que buscó esta situación para sentirse de 30 años, aunque para mí ella era todavía muy joven.

Nunca explicó nada a nadie. Tampoco la ví llorar, gritar o reir ni expresar ningún sentimiento o idea al respecto. Y la desafección de su Fe continuó en el largo camino del silencio, mientras yo, en ese mismo tiempo, comencé a repleantearme la idea de volver a creer.