No es que yo sea un enfermizo mirón. Dejo en claro esto, tras lo que les paso a narrar a continuación. Subí al Metro para viajar al centro de la capital, ya que es el expediente más seguro para llegar a tiempo. A la hora aquella, el tren iba casi vacío, sin los consabidos jovenzuelos acurrucados en el piso, ni la demandante presión de otros pasajeros impulsándome hacia los muros del vagón. De pie, y acomodado en una esquina, contemplaba sucesivamente, los avisos colocados sobre las ventanas y los pasajeros que subían y bajaban. En una estación, subió una chica alta y fornida, que lucía una blusa muy escotada en su espalda. Lo peculiar era un tatuaje que lucía con letras amplias y rotundas. Bueno, más que tatuaje, era una escritura que decía lo siguiente: “Te lo advertí!!! Miles de veces te lo hice notar. Pero no, me engañaste una y otra ves” (sic). Por lo mismo, y eso bien lo sabías, urdí mi venganza. Tú sabías que soi (sic) muy decidida, que nada me asusta, y sabiéndolo, seguiste en lo mismo. Por lo tanto, te llamé con voz sensual y tú, como siempre, caíste. Te dije: gordito, veámonos a la noche. Y aceptaste porque tu sangre caliente no podía decir que no.
A esta altura, yo estaba interesadísimo, ya que el mensaje proseguía y lo que quedaba visible de espalda, ya comenzaba a menguar. Continué pues con esta sensual lectura:
“Te cité a esa esquina que tú bien conocías porque allí fue la primera ves (sic) que nos vimos y cuando confiadamente me diste la espalda, te…”
Horror, en ese crucial momento, cuando el desenlace de esta que parecía una pasional historia, la blusa tapó lo que proseguía. En vano, me aproximé a la chica, intentando visualizar aquello que se ocultaba tras la vestimenta. Otros, más disimulados que yo, también parecían querer dilucidar ese mensaje que permanecía ya en la zona más pudorosa de la bella pasajera.
Yo, que soy tímido, pero que ante cualquier duda, salto como un resorte para saciar mi curiosidad, me relamí tres veces, antes que el tren aquel se detuviera y la chica desapareciera para siempre entre la multitud. Tragué saliva. Por supuesto, el tren se detuvo dos estaciones más allá, abrió sus puertas y, para mi pesar, la chica descendió del vagón y yo, aún faltando mucho para llegar a destino, no aguanté más y salí en su persecución. La muchacha caminaba con ágiles y seguros pasos y yo, jadeante, casi corría para alcanzarla. Salimos a la superficie. Pronto ella cruzaría la calle y decidí que esta persecución debería terminar acá. Por lo que, tragando una vez más saliva, me coloqué al lado de ella y le dije: “Perdone, señorita. No quiero que usted me malinterprete. Mientras íbamos en el tren del Metro, me interesó la historia que usted tiene escrita en su espalda y como no pude terminarla de leer, me gustaría que usted me narrara el final.”
La chica se azoró y preguntó con voz aguda: “¿De qué historia me habla? ¿Es loco usted acaso?” Tras lo dicho, corrió a mirarse en una vidriera y después de lanzar un grito, comenzó a proferir una serie de maldiciones:
“¡Malditas perras mis compañeras! ¡Aprovecharon que dormía profundamente para escribir esto con un plumón! ¡Me muero de vergüenza!
Me alejé lo más rápido que pude de ese lugar…
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