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Fue muy poco lo que Sergio pudo sacar en limpio durante las primeras horas. Una increíble confusión de los sentidos. Formas oscuras bailoteando frente a sus ojos, como siluetas recortadas en la negrura de la noche. Sombras sobre sombras. Presagios de que las tinieblas adquirirían mayor espesor. Y ese molesto dolorcillo entre las cejas que de cuando en cuando arreciaba, opacando la omnipresencia de las lágrimas.
Todavía el día anterior a esa misma hora, el mundo tenía aún un sentido y una nitidez aceptables. Pero ahora no, como si de pronto todas las cosas desdibujaran sus contornos y se confundieran en una masa informe, en donde lo único reconocible era la pena.
El autobús, mientras tanto, no dejaba de avanzar. Sergio secó el llanto de sus mejillas y descubrió que su mandíbula estaba apretada de una manera antinatural y le dolía. Trató de poner su mente en blanco para descansar, pero la encontró llena de Raquel quien, paradójicamente, había dejado de existir. Una nueva oleada de sollozos le humedeció la mirada al reconocer la profundidad de su pérdida.
Recordaba la última vez que la había visto, haría unos cinco o seis años cuando mucho. Ella e Ignacio habían ido a despedirlo a la estación de autobuses cuando Sergio se fue, según él para estudiar. La verdad es que hacía mucho tiempo que Ignacio y él se llevaban francamente mal, y el viaje de estudios no era más que un excelente pretexto para salir de su casa sin pelearse con ellos.
Ignacio había estado todo el tiempo muy serio y apenas se había permitido darle una palmadita en la espalda, poco antes de que saliera el camión. Raquel en cambio, no paraba de llorar, como si supiera – aunque por supuesto que no podía haberlo sabido – que esa sería la última vez en que su hijo la vería con vida. Ahora, Sergio emprendía el tantas veces pospuesto viaje de regreso, pero no por gusto, sino a asistir al velorio de Raquel, su madre.
Con diabólica eficiencia, el autobús cumplió con su misión de abatir las distancias, como si le urgiera llegar a la ciudad que Sergio temía volver a encontrar. A pesar de todos sus esfuerzos, permanecía en trance con los ojos torpemente abiertos, sin prestar apenas atención a lo qué ocurría frente a ellos; insomne y aturdido como espectador de una película inverosímil, esperando a que de un momento a otro encendieran las luces. Sólo que las luces no se encendían y Sergio no acertaba a despertar al dulce sueño de la inconsciencia que le hubiera permitido reconciliarse con la vida.
Apenas reconoció, resonando en su cabeza, los ecos de las voces que unas cuantas horas antes le sumieran en ese estado de pesadilla.
- Ingeniero, tiene una llamada urgente por cobrar. Al parecer es acerca de su mamá que está muy grave en el hospital. ¿Quiere que se la pase a su despacho, o la toma desde el celular?
Y luego ese vacío en el estómago, el dolor entre las cejas y el insomnio poblado de lágrimas.


Cuando Sergio bajó del autobús, Ignacio lo estaba esperando. Su semblante severo era como el de un jugador de ajedrez. Sergio pensó que al verlo nadie advertiría lo que estaba pasando. Apenas una mueca de rabia en la comisura izquierda de sus labios. Y él en cambio, con esas ganas insoportables de soltarse a llorar.
Después de un saludo más bien seco, Ignacio y Sergio tomaron un taxi rumbo a la funeraria donde los esperaban el cadáver de Raquel y la peor noche de sus vidas.
Palabras. Simples palabras que llegaban huecas a los oídos de Sergio, sin sentido más allá del evidente de callar al silencio. Abrazos importunantes de parientes que no creía haber visto jamás. Chistes en voz baja que le parecieron de pésimo gusto. Cuchicheos. Tazas y más tazas de un café negro al que ni el azúcar le quitaba lo amargo. Y sobre todo, esa indiferencia insoportable por parte de Ignacio.
Mientras el cuerpo de Raquel pasaba frente a sus ojos rumbo al crematorio, la atención de Sergio rehuía la escena, sumergiéndose en la parte más profunda de sí mismo. De golpe recordaba un momento de su infancia, uno de esos que a fuerza de creer perdidos para siempre, se habían vuelto determinantes en el desarrollo de su personalidad.



Sergio era un niño pequeño, quizás de cinco años de edad, y lo único que quería de la vida era tener un caballo. Todas las noches veía a los vaqueros de la televisión, soñando con el día en que podría unírseles en sus cabalgatas.
- Pero hijo – trataba de hacerlo entender Raquel - ¿En dónde vamos a poner nosotros un caballo?
- Ay mamá – contestaba Sergio con su tono más convincente – No te preocupes. Le hacemos un corralito en mi cuarto, entre el librero y la cama, y ahí lo metemos.
Al principio Ignacio y Raquel no le dieron mucha importancia al capricho de su hijo, pero tras varias semanas de espera infructuosa, Sergio amenazó con no volver a comer hasta que el caballo estuviera en su posesión. Raquel e Ignacio se ablandaron ante el ultimátum y lo discutieron largamente. Finalmente, le hicieron saber a Sergio que al día siguiente le comprarían su caballo, siempre y cuando prometiera hacerse cargo de él y portarse bien. Sergio se mostró emocionadísimo por la buena nueva, hasta el punto de que durante esa noche no logró conciliar el sueño. Al fin su deseo estaba a punto de convertirse en realidad.
A la mañana siguiente, los tres se prepararon para salir a dar un paseo. Sergio estaba tan impaciente que incluso ayudó a recoger los trastes del desayuno, con tal de acortar lo más posible el lapso que tendría que esperar por su caballo.
- ¿Adónde vamos a comprar mi caballo? – preguntó Sergio desde el asiento trasero del coche.
- A la tienda de caballos – le respondió Raquel, mientras Ignacio conducía con rumbo al zoológico.
Cuando llegaron al zoológico inspeccionaron cuidadosamente cada una de las jaulas donde había animales. Vieron al tigre, al orangután, a los pingüinitos en su casa de hielo y a la jirafa estirando su cuello para alcanzar las hojas de un árbol, pero ni un sólo caballo.
Después de un rato, Sergio empezó a perder la esperanza.
- ¿Y mi caballo? – pregunto a punto de llorar.
- No lo sé – mintió Raquel – me imagino que ya se han de haber acabado todos. Debimos haber venido más temprano.


Una sonrisa que más parecía un puchero se dibujó en los labios de Sergio mientras Ignacio lo llevaba a desayunar. Llevaban las cenizas de Raquel, guardadas en una caja de madera, bajo el brazo.
Ignacio se quedó mirando su plato de sopa de pollo con los ojos a punto de reventar y apenas alcanzó a decirle a su hijo.
- Era una excelente mujer, ¿verdad?
- Sí, papá – contestó Sergio, y los dos se echaron a llorar hasta que sus lágrimas y mocos se confundieron entre sí, como si pertenecieran a la misma persona.

Texto agregado el 13-01-2012, y leído por 100 visitantes. (0 votos)


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