Caminaba yo bajo la candela solar, que por ahora nos tiene medio chamuscados a los santiaguinos, refugiándome bajo árboles y tejadillos que me ampararan del inclemente astro. Es pleno verano y estos ardorosos días son réplicas ni tan tibias del averno auspiciado por don Sata. Existe un negocito que atiende sólo por la ventana, práctica medida para ponerse a buen recaudo de maleantes y cogoteros de distinto pelaje. Allí se expende todo tipo de mercadería y los principales clientes son los trabajadores de fábricas contiguas. El tema es que ahora estaba cerrado y en los vidrios se había pegado un cartel que decía: “Boy y guelvo”. Me acordé de inmediato de una serie de reclamos que han emitido en todos los tonos varias señoras que hojean un periódico que redacto por encargo. Lo cierto es que el dueño me ha dado carta blanca para que mejore la redacción de los artículos y le coloque de mi cosecha cuando lo crea indispensable, por supuesto que respetando el sentido del texto.
Así lo he hecho hasta ahora, recibiendo felicitaciones de algunas personas que leen mis artículos. Pero, están las demás señoronas, aquellas que ni se inmutarían si leyeran ese “boy y vuelvo” porque les sonaría exactamente como hablan, sin embargo, se espantan con las palabras “quicio”, “hierático”, "pléyade", “supino” y otras tantas que utilizo para adornar mis artículos.
Un joven periodista le reclamó también al dueño de la publicación, objetándole algunas acepciones que le parecen decimonónicas. Coincido con él que el lenguaje es algo orgánico y articulado, que se va nutriendo de voces y giros a cada instante. Pero, no por eso, debemos dejar de lado, sustantivos y adjetivos que son preciosísimos y que suenan con una musicalidad propia, cual si fuesen finas piezas de joyería. Reconozco también que suena más familiar, antiguo que inveterado y original que prístino. Hasta al señor alcalde de la comuna le parece excesivo el uso de voces no tan usuales, sobre todo para conciudadanos que son simples “carrilanos”, según sus propias palabras.
El hecho es que, al parecer, mi manga ancha se ha terminado abruptamente y las exquisiteces verbales deberé guardarlas para otros menesteres. Tendré que conformarme con el lenguaje estilo memorandum, simple y directo, asequible para seres no tan aquerenciados con la literatura y sí con la lectura de pasquines. No es que desprecie a dichos lectores. Sólo me conmueve la poca capacidad de vuelo intelectual al que se acostumbró al pueblo y a su escasa hambre por conocer pasajes literarios que enriquecerían su alma e incluso su forma de convivir.
No me queda más que guardar mis palabras de día domingo –como dice mi madre- para ocasiones que lo ameriten. Por lo tanto, obsecuente y desilusionado, sólo parafraseo lo expuesto en el cartelito aquel y me despido de esa faceta con un “Boy y guelvo”…
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