A mi papá no le gustaba que Tío Lacho fuera a la casa. Decía que era una mala influencia para nosotros y que no era posible que una casa decente como la suya fuera visitada por criminales. Yo pienso que en el fondo le daba vergüenza que la gente del pueblo supiera que Tío Lacho era de nuestra familia, pero lo cierto es que eso todos lo sabían y a nadie le importaba.
Los días que papá estaba en casa, no sólo se prohibía la entrada a Tío Lacho, sino que teníamos que sentarnos todos juntos a comer y a cenar en la mesa grande, y a mi hermano Álvaro y a mí nos obligaban a dormir con las manos afuera de las cobijas para evitar que nos estuviéramos tocando dormidos. Pero luego papá tenía que irse a trabajar a la plataforma, a veces hasta por tres meses, y mi mamá - que era mucho menos estricta - comenzaba a relajar la disciplina hasta que todos volvíamos a dormir como se nos daba la gana y a comer parados en la cocina a la hora que nos dictaba el hambre.
Durante esas ausencias largas, el tío Lacho aprovechaba para visitarnos casi todos los días y siempre se quedaba a comer. La verdad es que la antipatía que mi papá sentía hacia él parecía no importarle en lo más mínimo. Era el hermano menor de mi mamá y aunque mucha gente en el pueblo decía que era un hombre malo, todos lo respetaban por que trabajaba para don Abundio. Pero no era cierto que fuera malo, por lo menos no como los que salen en la tele, pues seguido se estaba riendo y cuando venía a la casa nos daba dinero y dulces al Álvaro y a mí.
El que sí era malo era don Abundio, pero nadie le decía nada por que traía pistola. Mi tío Lacho también cargaba siempre su pistola, pero yo sólo lo vi usándola una vez que - estando muy tomado - le dio por cazar a las ratas del callejón que daba a la cocina, y cuando disparaba al aire los fines de año. Claro que, como son todos de chismosos en el pueblo, no faltaba quien dijera que ya debía varias vidas, pero que yo sepa eso era mentira.
Lo que sí que era medio broncudo y que le gustaban las chamaquitas, pero si eso fuera delito la mitad del pueblo estuviera en la cárcel. Por lo menos al tío Lacho nunca lo cacharon robando gallinas como al hijo de don Juvenal y todos los domingos iba a misa, o sea que tan malo no ha de haber sido. Además le tenía mucha ley a mi mamá, por que ella se había encargado de criarlo, y a nosotros nos quería mucho.
Cuando iba a la casa llegaba un poco antes de la hora de la comida. Mamá ya lo sabía y le tenía siempre un lugar en la mesa. Después de comer el tío Lacho sacaba unas sillas al patio, y él y mamá se sentaban a tomar su café con leche y a platicar de los chismes del pueblo, mientras el tío prendía un tabaco grueso y oloroso para ahuyentar a los zancudos. A veces pienso que nunca vi a ninguno de los dos más feliz que entonces, como si toda su vida girara alrededor de esos momentos. Pero luego, cuando llegaba mi papá, los dos tenían que poner a dormir esa parte de sus vidas hasta que volvía a irse.
Así fueron las cosas durante varios años, hasta un día en que el Pataseca, el que vende los periódicos, pasó voceando por las calles del pueblo que habían matado a don Abundio. Parece ser que don Negro el de la carnicería se había enterado que don Abundio tenía algo que ver con Flor su hija más chica, así que se quedó de ver con él con el pretexto de comprarle unas reses y en cuanto lo vio le clavó su cuchillo de matarife. Total que cuando pasó el Pataseca gritando la noticia enfrente de la casa, mi papá – que a todo esto estaba de permiso– le dijo a mi mamá que quería ver que iba a hacer el inútil de Horacio ahora que ya no tenía quien lo protegiera y que por eso no le gustaba que se juntara con nosotros. Como si el tío Lacho hubiese escuchado lo que dijo mi papá, a partir de ese día nadie lo volvió a ver.
Al principio, mi mamá hizo como si no estuviera preocupada, por que no quería que mi papá le anduviera diciendo cosas feas de su familia, pero luego, cuando papá tuvo que regresar a la plataforma, se sintió libre de darle rienda suelta a su angustia. Se pasaba los días sentada en el patio, viendo pasar a la gente por la calle como si esperara que alguno de ellos le trajera noticias de Tío Lacho. Luego, como nadie le decía nada, se ponía a llorar a moco tendido, gritando que este pinche pueblo estaba lleno de maleantes y traicioneros y que uno de ellos le había matado a su hermanito, pero que eran tan coyones que no se habrían atrevido a buscarle pleito si don Abundio estuviera vivo. Y aunque gritaba bien fuerte como para que todos la oyeran, la gente del pueblo se hacía la desentendida, yo creo que por que reconocían que tenía algo de razón.
Había pasado si acaso un mes y medio de la desaparición del tío Lacho y ya comenzábamos a creer que a lo mejor se había largado por su propio pie para huir de sus enemigos, cuando las noticias que tanto temía llegaron por fin a oídos de mi mamá. Alguien había encontrado su cuerpo colgado de un palo en medio del monte. Quien sabe cuanto tiempo pasó desde que se ahorcó hasta que lo hallaron, pero para cuando lo trajeron al pueblo, la peste de su carne podrida traspasaba el féretro y atraía a las aves carroñeras.
Mi mamá no quería que el Álvaro y yo fuéramos al velorio, en parte por que decía que el olor nos iba a hacer daño y en parte por que quería evitarse problemas con mi papá. Pero nosotros igual fuimos a escondidas. Era lo menos que podíamos hacer para despedirnos de nuestro tío. Ha pasado ya algún tiempo desde entonces, y todavía hay noches en que me despierta el recuerdo del olor a podredumbre de mi tío Lacho. Tal vez por eso no quería mi papá que nos juntáramos con él, por que tenía miedo de que quedáramos impregnados por ese olor y luego ya no pudiéramos quitárnoslo de encima por más que nos laváramos con jabón y nos echáramos perfume. A lo mejor debimos haberle hecho caso. Por lo menos en eso tenía razón.
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