Allí estaba ella, destrozada, frente a una puerta sin destino, sin mañana; lloraba, no sólo porque su única compañía era el sol, la luna y un libro que , aunque leyera mil veces, no entendería; lloraba, sobre todo porque lo odiaba, pero lo amaba, con el alma y con cada minúscula parte de su cuerpo, cuerpo, que ahora se retorcía de tristeza al recordar que el amor que brotaba por sus poros no valía nada.
Ella sabía la respuesta que recibiría, sabía que ni esa puerta inmunda la querría, porque su dueño la corrompería en el primer instante en el que la viera a ella, tan miserable; le repugnaría.
No pudo evitarlo, aún sabiendo que no era bienvenida, ya estaba allí, debía golpear, y como esperando lo imposible en su cara una sonrisa se atrevió a dibujar, claro que su falsedad la derrumbó y sin mas ni menos su cara se inundó con la lluvia del dolor.
Nada habría podido molestarle más, no alcanzó a caer ni una gota de las acumuladas en su barbilla al suelo, antes de que estruendosamente la puerta rompiera por completo la pequeña reserva de esperanza que en ella se resguardaba.
Ya no hay mas alegría, que la de los recuerdos, ni mas caricias que las de la luna; ya no hay mas sonrisas incontenibles, ni amor, excepto por ese pseudo-narcisista, que es el único que queda, y que ahora trabaja incansablemente para que algún día ella esté mejor.
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