La muerte jugando con su pelo negro. La veo, a lo lejos distingo su piel blanca, sus profundos ojos negros que guardan el vacío de una vida sin haber amado a nada más que el trabajo: la muerte. La ternura, la inocencia, el desligue moral que hace a las criaturas lo que son, para las que fueron hechas. Enamorado de la muerte. Se sienta en un pedestal alto y sus piernas cuelgan, las balancea mientras ve la lluvia del día gris, su preferido. Su actitud es la de una niña, su cuerpo el de una mujer y su sabiduría es la de una anciana que jamás perdió la esencia de la infancia.
- ¿Me temes? - pregunta media indiferente.
- No, pequeña. No te temo.
- Entonces jugarás conmigo.
- Jugaremos entonces.
La piel de hielo, tersa y elástica. Esos ojos que son dos cuencas brillantes, la oscuridad, el no desear nada; un reflejo triste pero atractivo. Los susurros "tú eres tibio, hombre muerto". "¿Por qué me dices hombre muerto?". "Porque los hombres nacen muertos y no lo saben". Sonrisas. Lo sobrenatural con lo infranatural. La culminación y los últimos besos que marcan las cenizas de un fuego extinguido. El gemir del viento, el gemir de la carne; los gritos del alma exteriorizándose en un acto puramente mundano.
La muerte que se va, la muerte que vendrá. La amante perfecta, que cumple su promesa de volver un día a buscar lo que dejó con la ilusión de ese ser mortal de que un sentimiento le salvaría, de que encontraría la cura a sus miles de muertes a lo largo de una vida y que concluiría, que precisamente esa cura que buscaba, no era más que la infinita paz que sólo la muerte amada puede dar. |