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Bajé del coche inmediatamente después de estrellarlo contra la pared del psiquiátrico. Eran las dos y media de la madrugada. Tras el impacto permanecí aturdido durante unos segundos. Experimenté emociones semejantes a la piedad, que es cosa infrecuente en mí. El impacto, por cierto, fue atroz y me causó un corte profundo en la frente, dejándome una cicatriz que mantiene alejada a la gente con intenciones de dudosa tolerancia a las hostilidades. Me quité la remera, quedando en cueros, y la empapé en alcohol etílico. Para hacerlo, tuve que regresar al interior del coche. Todo, aquella noche, estuvo calculado.

Eché un vistazo al espejo retrovisor y distinguí mi cara matizada de púrpura espesura, de lenta y delicada sangre fluyendo por las fallas de mis pómulos. Mi cara era un instante glorioso de aterradora demencia, de excelentísima lealtad. Cubrí la herida, anudando la remera justo detrás de mi cabeza. Tomé la botella de alcohol y la vacié sobre mi cabeza, como si en realidad fuera agua o, en cierto sentido, un fármaco prodigioso, un brebaje concebido por un Chamán en la tupida frontera del amazonas. Sentí vértigo, nada por fuera de lo común, al inhalar el humo del motor. Caminé, con ligereza, hasta el baúl y extraje un bidón cargado con combustible. Rocié la carrocería y luego desaté un bellísimo teatro de fuego que creció ante mis ojos.

Al trote, me alejé unos metros y llegué a la esquina. Me cercioré de que mi arma, una pistola Colt .38, no se hubiera caido tras la ejecución de tantos movimientos bruscos. Desde allí no perdí de vista el avance del fuego, que al alcanzar el tanque de combustible voló el coche en pedazos. Escuché el sonido de una alarma que llegaba desde el patio interno del psiquiátrico. Tras apagarse gradualmente, y antes de que volviera a crecer en intensidad, oí unos gritos (una voz de mando que impartía órdenes) escoltados por el ladrido de unos perros. La luz incandescente de los reflectores apostados en una torre de vigilancia zigzagueaba de un lado al otro, buscando fugitivos o bien un culpable, rastreándome. Me escondí detrás de unas bolsas de basura. Esperé unos minutos. Comencé a preocuparme. Temí la sensatez, que me hubiera llevado a hacer lo correcto; temí, por cierto, caer en manos del rudo escarmiento de la disciplina. Los minutos pasaban y el bastardo no aparecía. Saqué una petaca de licor del bolsillo de mis jeans: un sabroso licor de crema catalana. Bebí un trago soberbio. El sangrado de mi frente no cesaba. Sabía, no obstante, que la hemorragia no conseguería desmayarme; no lo haría, por lo menos, hasta que me largara de allí con él.

Advertí que del boquete que había causado el impacto del coche contra la pared emergía Caviar, mi viejo y triste amigo, como una pequeña larva de mosquito que se agita para romper con vida debajo de las turbias aguas. He perdido la cuenta de las veces que lo saqué de apuros, toda vez en nombre de nuestra amistad, que es lo único que supimos tener, además de punzantes contrariedades con lo establecido. Caviar fue desde siempre un tipo sufrido y altruista, que hablaba poco, lo suficiente, y que cargaba con un pasado tormentoso. Sin embargo, con todo lo trastornado que estaba, y con lo peligroso que era según los lineamientos reinantes de la psiquiatría moderna, él ha sido el tipo más leal que he conocido y, en cierta ocasión, arriesgó su vida por la mía, salvándomela.

Fue en el ´97, en el callejón ubicado a un costado del depósito de metales; ahí donde suelen hacer brujerías y en donde los hampones acechan desde sus madrigueras. Por un trance de favores, una deuda que no saldé a término, unos tipos me dejaron fuera de combate tras una paliza. Habían estudiado mis movimientos por días. Lo advertí, pero no hice nada al respecto. Cierta noche, me siguieron en unos coches. Comencé a correr por las calles en dirección al túnel. Al salir del mismo, creí que los había perdido. Caminé una cuadra y cruzaron sus coches delante de mí. Se bajaron con sus armas, a los gritos, apuntándome.

Uno de ellos sacó un revólver, una Beretta 92, un arma de grueso calibre, que estuvo al servicio de las fuerzas armadas americanas por un tiempo. Se acercó a mí y me dio un culatazo en la cabeza. Quiso tomarme por los brazos. Tan pronto como lo hizo, forcejeé para conseguir mi liberación. Logré conectarle un gancho al hígado, provocando que cayera su arma. Al hacerlo, otro, golpeó mi rodilla derecha con un barrote de hierro, causándome una fractura. Antes de caer de bruces al suelo, conseguí ver los huesos de mi pierna desgarrando los músculos. Me tendieron en el piso, boca arriba, y me sujetaron de los brazos.

- Quedate quieto – me ordenaron

No dije palabra. Me rodeaban cuatro tipos, cada uno de ellos tomándome una pierna o un brazo, y otro más apoyando su bota de cuero en mi pecho, apuntándome con una escopeta Remington de dos caños a la altura de lo que por entonces yo sospechaba que era mi corazón. Colocaron un pañuelo en mi boca. Escuché el ruido de las puertas de un coche, que se abrieron aún cuando éste estaba aminorando la marcha para estacionar. Se bajaron dos tipos más. Uno de ellos se aproximó hasta la escena, situándose a mi lado, y me quitó el pañuelo de la boca. Me dijo:

- Vos sabés que venimos en nombre de Él. Sos un imbécil… dando lástima.

- Vos sos un traidor, Gabriel – dije – el dinero lo necesité por una causa justa.

- Vas a lograr que llore – dijo, con ironía – todos dicen lo mismo.

- Dame 48 horas… en 48 horas junto todo el dinero – aseguré

- No, ya te las hemos dado. No hay remedio con tipos con tus destrezas… que se aburren fácilmente cuando la felicidad les propone un poco de calma. Te dimos todo ¿Así nos retribuís nuestras gentilezas? ¿Sabés lo es mantener serena a una humanidad que vive del consumo de encuestas, sujeta a un fe, especulando, ilusionada, con sus insignificantes y cotidianos conflictos existenciales?

El tipo se reincorporó e hizo un gesto que todos allí entendieron; yo no fui la excepción. Se acomodaron con la intención de acribillarme a balazos. Recordé la mirada de Ana, esa tipa magnética, acróbata nocturna, a la que cariñosamente apodaba “Five”, y a la que en más de una vez la he visto hacer cosas que a mí me negó, todavía en tiempos donde, por su cariño, todas mis pasiones rastreaban los suelos que conducían a los bares donde ella trabajaba y en donde yo imaginaba que era mía.

Los tipos prepararon sus armas y se prepararon. Cerré mis ojos y encomendé mi alma: ¡Dios es mi cómplice! – grité mentalmente –

Y entonces, en el segundo en el que la descarga era inminente, apareció Caviar, y me salvó la vida. Luchó desesperadamente; luchó como un campeón, como un amigo, apaleando a puño y lágrima a cada uno de mis verdugos; luchó con su cuerpo, con el alma, con su mente en constante decadencia y sus ilusiones de morir viejo, junto a una ventana donde el otoño pasara, digamos, por pasar. Y, cuando acabó con ellos, una vez que me tomó con sus brazos y me ayudó a ponerme de pie, me subió a uno de los coches, fugándonos como en las viejas aventuras de antaño. Posiblemente fue en ese momento cuando le dije que estaría en deuda con él por siempre.

No cabe duda, por lo tanto, de que urdí un plan para rescatarlo del psiquiátrico por estas razones. No toleraba la idea – sufría cada imagen que llegaba hasta mí – de que mi amigo pasara sus días recluido en ese anfiteatro de miserias, obligado a convivir con su identidad de doliente, y sin otra cosa que hacer más que atestiguar los crepúsculos, lacerado por el consumo de sedativos, disociado, violentamente contenido. Por estas razones, también, aposté por rescatarlo. No me importó, acaso, que me descubrieran.

Por las noches pienso en Caviar, en la última escena de su vida, horas después de liberarlo, borracho, sumido en las consecuencias de un cóctel de medicamentos, arrinconado, triste como la vida que supo llevar, y a merced de sus incesantes ataques alucinatorios. Fue entonces cuándo me pregunté si había hecho bien las cosas. Lo vi desgarrándose la piel del cuerpo e intentando derribar la pared a puñetazos, invadido por el terror acaso más impiadoso del que alguna vez he sido testigo. Lo escuchaba gritar, escupiendo sangre y saliva, aullando como un lobezno abandonado por la manada, suplicándome que ahuyentara la sombra que se proyectaba en la pared, que era la mía, y en la cual él veía la sombra del Diablo.

- ¡Es mi sombra, amigo! ¡Es mi sombra! – le repetía, intentando calmarlo a los gritos

- ¡Es la sombra del Diablo! – aullaba Caviar, cada segundo más perturbado, cada vez más solitario.

- No, hijo de puta, es mi sombra… te lo juro…

Le di un par de golpes en la cara para traerlo de regreso. Pareció aquietarse, y luego apoyó su espalda contra la pared y comenzó a temblar. Sin apartar su mirada de mi sombra, me dijo:

- Es tétrica…

Sacó una navaja y se la llevó al cuello. Le dije:

- Si, amigo, porque es mi sombra. Dame esa navaja… La sombra del Diablo es distinta, se parece a una mariposa… te lo garantizo, la he visto…

Procuré persuadirlo y fracasé. Caviar hundió la navaja en su cuello y murió en el acto. Sospecho que no podría haberlo hecho de otra manera. Murió en su ley, en su locura. Algo, no sé bien qué es, me tranquiliza cuando pienso que murió en libertad, más allá de los dominios de su mente, y no encerrado en el psiquiátrico. Encontré en él todo lo que sabe dar un amigo, pero nada pude hacer, más que dejarlo partir con sus naves. Lo enterré ese mismo amanecer en un descampado, junto a un arroyo, donde es común que aniden golondrinas. Nadie reclamó su cuerpo.

Sirvo mi copa con una medida de cogñac. Tengo suficiente como para beber durante décadas. Sé cuáles son los peligros a los que nos exponemos cuando se desprecia la vida. Mis manos mezclan una baraja de cartas. Arrojo, al azar, una de ellas sobre la mesa. Es un siete de espadas; luego, repito el acto, mezclo y arrojo. Distingo un seis de oro; lo hago una vez más y veo un tres de corazones. Bebo un trago, ocho de basto. Bebo otro, tres de espadas. Uno más, seis de oro otra vez. Esto es lo único que puedo hacer hasta percibir la primera manifestación del alba. Pienso en las aguas quietas del arroyo, esas aguas libres de bendiciones, que acarician la tumba de mi amigo.
Las luces de la habitación parpadean. Soy un tipo poco impresionable. Mi sombra se extiende hacia atrás, largamente. Aparece y se esfuma, y vuelve a aparecer. Abro mis brazos y en ella se esboza dos membranas cristalinas, como si fueran las alas de una mariposa.



® Boro Laicris.

Texto agregado el 09-01-2012, y leído por 129 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
13-01-2012 Excelente relato godiva
 
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