Se ensayó infinidad de veces para la revista de gimnasia de final de año, que se realizaría delante de orgullosos padres y apoderados. El profesor de gimnasia, que seguramente era el mismo que nos hacía clases de dibujo y geometría, nos imponía un régimen gimnástico que a mí, personalmente, me parecía excesivo. Recién cursábamos el kindergarten y suponía yo, acostumbrado a disciplinas menos rigurosas, tales como dibujar, hojear comics o tararear las melodías de moda, que mejor hubiese sido realizar una tierna muestra de pintura con lápices de colores. A mis cuatro años, carecía de referentes masculinos que me inculcaran algún deporte, ya que mi padre siempre estaba trabajando y sólo mi abuelo me enseñaba a mover los puños para defenderme en una hipotética reyerta. Nunca hice alarde de esas incipientes lecciones, pero aprendí de él cual era la mano del pan y cual la del queso.
El día final se aproximaba y yo comenzaba a sentir una inquietud que se hacía carne en mis tripas, porque no me cabía la menor duda que sufriría un tremendo bochorno. Ya en esos pretéritos años, padecía yo esos ataques de inseguridad que irremediablemente se trocaban en una cruel realidad. Claro, a los cuatro años, uno no sabe disimular sus miedos, pero lo realmente doloroso es que muchos adultos no se den cuenta de estas situaciones.
Esa jornada, una centena de personas había copado las cuatro orillas del patio, conformando un óvalo de rostros sonrientes y expectantes. Primero, se entonó el himno nacional, mientras el Pajarito Córdova y la rubiecita Macarena se las arreglaban con el izamiento del pabellón patrio. Después, la señorita de música entonó un aria de ópera y más tarde, un grupo de chicos bailó al compás de una rumba. Hasta allí todo bien. Entretanto, nuestro curso ya se había equipado con el uniforme de gimnasia y provistos todos de pantalón, camiseta y zapatillas blancas, aguardamos la orden de salida. Yo, en el antepenúltimo lugar, temblaba ante la expectativa de verme enfrentado a esa masa vociferante. Sabía que entremedio de todos, estarían mi madre y mis abuelos, lo que acrecentaba mi temor.
Sonó el silbato del profesor y los primeros de la fila, más fornidos y atléticos que el resto, enfilaron hacia el patio, en donde recibieron los entusiastas aplausos de la concurrencia. A la orden del profesor, realizaron las distintas maromas, mientras el vocerío aumentaba ante la destreza de los muchachos. Digo realizaron, puesto que yo, cohibido ante tanta fanfarria, no entendiendo nada de aquello, emulaba tibiamente esos movimientos, transformándome en el hazmerreír de los presentes y en la vergüenza de mi parentela.
El suplicio no duró mucho más, pero la sensación de derrota me acompañó durante mucho tiempo, Si bien, yo era un pequeñuelo, ya entendía los códigos de la frustración, aún más exacerbados por el permanente acicateo de mi madre y mi abuelo para “que me avivara y no fuera tan pánfilo”.
Los años transcurrieron y, si bien, nunca fui una lumbrera en materia gimnástica, la vida me entregó armas para cumplir con un papel digno en esta materia. De todos modos, en la actualidad y en cuanto puede, mi madre, a sus ochenta y tantos años, aún me refriega esa vergonzante tarde en el patio de la pequeña escuela…
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