Sucedió de madrugada. Me encontraba en mi jardín de amapolas y a gusto con mi botella de whiskie. También degustaba mi siempre prudente razón de cocaína (gentileza del muchacho más noble que conocí) y encantaba mi psiquis con Dióptrica, uno de los mejores ensayos de René Descartes.

Es sabido entre quienes me conocen y enaltecen que durante una gran parte de mi vida padecí diversas fobias, especialmente a los árboles. Temía con irracionalidad el semblante esquelético de la especie, sin importar forma ni tamaño. En la penumbra de mis sueños distinguía ramas desprovistas de follaje que perpetuaban el espantoso perfil de los huesos de una mano muerta. Corría consternado por atajos resbaladizos, bordeados por un interminable bosque de troncos mutilados. En noches tempestuosas, no conseguía descansar ni dormir: sentía aversión al susurro de los vientos que vadeaban las copas. Busqué ayuda; los ansiolíticos fueron parte de la respuesta.

En fin, dije que sucedió de madrugada; lo anterior fue solo anecdótico o, a lo sumo, traumático. Lo cierto es que el vagabundo pasó empujando un carrito de supermercado lleno de cosas: cartones, madera, papeles, un gato moribundo, vidrios, zapatos y, entre todo ese bagaje, un enorme cuadro.

Se detuvo al nivelar la puerta de rejas que protege mi jardín y mi salud mental de los maniáticos que deambulan por el mundo porque éste los hizo pedazos. Me miró. Cotejó mi soledad sin extrañeza. Sus manos pordioseras se metieron entre sus porquerías, removiéndolas con rapidez y cuidado. Sacó el cuadro. Caminó hasta el cordón de la vereda y desde allí dijo:

- Es un Rembrandt auténtico…

Me reí en silencio, sin demostrarlo. Dejé mi botella de whiskie sobre el pasto y me acerqué a la vereda. Revisé el cuadro. De inmediato, supe que era una falsificación de excelente calidad. Sin embargo, pregunté:

- ¿Y cuanto pide por el cuadro…?

El vagabundo volteó su cabeza hacia la plaza donde unos muchachos atizaban un fuego, resguardándose así del frío. Respiró profundo y respondió:

- Quiero un pedazo de pan…

Al escuchar su respuesta, desvié la mirada a la calle. Vacilé impávidamente. Le indiqué:

- Mire, es un Rembrandt auténtico, debería pedir mucho más…

- Tengo hambre – expresó

Pensé un instante. Dije:

- Espéreme aquí, por favor.

Caminé al interior de mi casa. Minutos después, regresé con un pedazo de pan que, desde unos días atrás, yacía abandonado en una bolsa de nylon dentro de la alacena. Se lo di en la mano. El vagabundo tomó el bollo y lo guardó dentro de su descosido gabán. A continuación, me entregó el cuadro. Finalmente, emprendió su retirada.

Colgué el Rembrandt virtual en una de las paredes de mi casa, donde el sol no violenta ni potencia su hermosura. Por un tiempo, sospeché que era parte del botín de aquel afamado robo al Museo Gardner, sucedido en los ´90. Todos los días, en algún momento y sin importarme cuál, me detengo frente a la obra y la contemplo. Percibo que la pintura ampara mi desequilibrio espiritual y lo encapsula: suelo confesarle mis estados de ánimo y, de un momento a otro, mis niveles de endorfina se disparan y me socorren; sonrío.

Después, cuando la emoción fenece porque las cargas del ostracismo son mayúsculas, camino a través del pasillo donde está exhibido e imagino que es auténtico. Ya en el comedor, observo a mis perros jugar con un trapo viejo y se aquietan. Son obedientes. En ocasiones, cavan pozos en el jardín y entierran huesos.

Yo los cuido; ellos me toleran, ignorando que no tengo pan para la cena.