!BINGO¡
(Cuento completo de Hernán Torres Iregui)
El famoso bioquímico Arquímedes Azcuénaga nunca se imaginó que las últimas falanges del dedo pulgar le serían cercenadas sin anestesia.
Según nos aseguró después, dizque se las había volado cuando le explotó un tubo de ensayo al realizar un peligroso experimento en el laboratorio. Sin embargo, aunque era un gran profesor y digno de toda credibilidad, yo descubrí que el rígido catedrático había quedado mocho como consecuencia de una venganza.
Un llanero amigo mío, oriundo del Vichada, me contó que alguna vez, los indígenas de una tribu de indios guahibos de aquellas lejanas tierras habían consultado al doctor Azcuénaga con la esperanza de que pudiese curar el estreñimiento indomable que tenía medio muerto a su cacique. La tribu en cuestión sobrevivía tranquilamente comiendo ñame y casabe en las riveras del río Tomo, afluente del Orinoco. Pero esa tranquilidad casi precolombina se había tornado inesperadamente en zozobra cuando al anciano cacique, que a la vez era padre y esposo de casi todas las indias de la aldea, le dio por no poder evacuar sus intestinos. Síntoma muy raro entre aquellas gentes, pues su alimentación habitual a base de raíces y tubérculos producía precisamente lo contrario.
El pobre viejo llevaba varias semanas pujando sin ningún resultado y su brujo de cabecera no había sido capaz de encontrar la pócima que lo curase.
Arquímedes Azcuénaga, nuestro curtido profesor de química, acostumbraba aprovechar las vacaciones para recorrer palmaritales, rastrojeras y matas de monte en los llanos orientales, rastreando secretos de la ancestral herboristería de sus aborígenes. Pero esa vez, fueron los propios nativos quienes terminaron solicitando la ayuda del “yerbatero de corcho y barbuquejo” cuando verificaron la inutilidad de las pócimas y brebajes del chamán de la tribu, quien, como ya dije, había fracasado en destapar el atascamiento intestinal del viejo cacique.
He decidido narrar este suceso tal como me lo contó el llanero, añadiéndole dos o tres conceptos bioquímicos y antropológicos, esperando que el lector me perdone cierto inevitable contenido escatológico cuando describo el padecimiento del señor de la tribu.
El desesperado jefe guahibo ordenó comparecer ante sí a su mejor correo, quien a la vez era su hijo y sobrino, y, cuando éste estuvo postrado a sus pies, le ordenó:
--¡Usté, indio correcaminos, ponerse a buscar yerbatero blanco y pedirle un brebaje que servir al cacique para cagar piedras que no querer salir!
El mensajero, a quien llamaban el “Gaván pasitrotero” por ser veloz y zanquilargo –características propias de su profesión, pero extravagantes en esa tribu de indios culibajitos y perezosos-, después de correr noche y día a “pata limpia”, al ritmo de su sempiterno trotecito, por las sabanas del Tuparro, indagó y escudriñó en todos los frondosos metederos acostumbrados por el doctor Arquímedes Azcuénaga en sus ya conocidos safaris de botánica farmacéutica, hasta dar con la tienda en que acampaba el famoso investigador. Vale decir que el profesor Azcuénaga, por esos días, aún disfrutaba de sus 20 dedos completos.
--Taita Jefe no-caca, dotor, ¡ya va para veinte lunas!—le dijo, de hinojos, el Gaván, implorándole al científico que aliñara un poderoso laxante para salvar a su padre, y señor, del inminente estallido visceral.
Según pronosticaba el propio indio correcaminos, la devastación que ocasionaría el estallido de las rocas tectónicas que impactaban los intestinos de su taita y jefe, no sólo volaría en átomos al viejo cacique, sino que seguramente arrasaría, a consecuencia de la onda explosiva y el baño de piroclastos, a toda la sabana en que se asentaba el poblado. Y dejaría totalmente inhabitable la mayor parte de los bohíos, e inservibles las ya ralas sementeras de ñame y mandioca. Y, por la misma razón, los chigüiros, las dantas domesticadas, los cafuches y hasta las gallinetas se espantarían al monte. Sería el total despelote y la ruina definitiva para la tribu.
--Usté, buen brujo, por favor salvar taita y jefe.
--Déjeme ver si puedo ayudar a su “taita y jefe”.—Le dijo socarronamente el famoso catedrático al Gaván pasitrotero.
Arquímedes Azcuénaga, acariciándose lentamente la barbilla con todos los cinco dedos de la mano derecha, como lo suelen hacer los médicos civilizados para magnificar la especial complejidad que según ellos agrava algún caso en particular, caviló un largo rato. Luego buscó y rebuscó algún laxante entre los frascos que siempre lo acompañaban. Por fin, después de escarbar varios minutos entre sus alforjas, exclamó:
--¡Bingo!
El famoso doctor Arquímedes Azcuénaga había encontrado un frasco con fenolftaleína.
--Con esta sustancia su taita y jefe se destapará de inmediato–- comentó en voz alta el doctor.
--¿Bingo?—repitió el Gaván, intrigado.
Arquímedes Azcuénaga preparó un brebaje concentrado, que debería ser infalible hasta en el más tenaz atascamiento de excrementos (el de aquel cacique no tendría por qué ser una excepción), y se lo entregó al Gaván en un calabazo tapado con una tusa. Pero, por la premura del indígena, olvidó explicarle la dosificación y recalcarle la precaución de no mezclarlo con leche; porque, como sabe cualquier químico farmacéutico que se respete, la mezcla de estas dos sustancias multiplica el efecto del purgante hasta por cien veces.
Afanado por desatascar lo más pronto posible los intestinos de su tío, taita y cacique, el Gaván pasitrotero pegó carrera de regreso con el remedio. El ágil nativo no descansó hasta llegar a prosternarse –jadeante-- ante las cuarteadas patas de su jefe y progenitor. El anciano cacique, que desde días atrás lucía un nuevo rostro de ojos desorbitados y venas protuberantes, todavía en ese momento se encontraba pujando, acurrucado sobre un trono de artesanía precolombina especialmente acondicionado para evacuaciones imposibles. El artefacto, tallado con hacha de piedra en madera de ceiba, tenía dos fuertes manijas a sus lados, de las cuales se agarraba firmemente el cacique para ejecutar con mayor contundencia el esfuerzo defecatorio. Vano esfuerzo --no obstante-- porque hasta ese momento la tremenda pujadera no había surtido ningún resultado. El Gaván, de rodillas, le ofreció al viejo jefe el calabazo repleto de fenolftaleína sin osar dirigirle la mirada hacia la cara, pues entre los indios guahibos es merecedor de la pena capital quien incurra en semejante temeridad, sin importar que el insensato ostente estrechos vínculos de consanguinidad con el cacique, como en este caso.
--¡Bingo!—exclamó el Gaván, confiándole a su señor cacique el supuesto nombre farmacológico del brebaje del profesor Arquímedes Azcuénaga.
El sonoro terminacho naturalmente era también desconocido al desprestigiado curandero de la tribu, quien se hallaba escondido en un oscuro rincón espiando la conversación. Sin embargo, el ladino matasanos se grabó la palabreja en la memoria creyendo que era el nombre de un inédito descubrimiento farmacológico, con el ánimo de incluirlo más tarde en su propio vademécum, formando parte del listado de las “Purgas y Cagatorios”.
De un manotazo, el jefe le rapó al Gaván el calabazo repleto del poderoso laxante y exclamó, elevándolo al cielo y ofreciéndoselo a los dioses guahibos:
--¡Bíngooo! !Bíiingooo!
Y se embutió todo el contenido de un solo empujón.
Pero como el bebedizo era muy amargo, una hija y sobrina le hizo el favor de ayudarle a tragárselo, dándole a sorber leche de danta, de una totuma rebosante del espumoso líquido recién ordeñado.
Pocos días después, el incansable Gaván pasitrotero regresó otra vez por los polvorientos caminos de las sabanas del Tuparro, pero en esta oportunidad portaba la infausta noticia que hizo palidecer al profesor Arquímedes Azcuénaga:
--Pura caca, no-Jefe ni taita, ni tío, dotor. ¡Ya va para siete lunas!
Con el enérgico remedio el jefe indio había logrado evacuar una monumental defecada con la que se había aliviado de inmediato. Pero a consecuencia del efecto potenciado de la leche sobre el laxante, cuya dosis ya era de por sí exagerada, el pobre cacique no paró de pujar durante siete días y siete lunas hasta sucumbir de prolapso intestinal y estrangulamiento de la ampolla rectal, cuya mucosa irritada brotó a la superficie por entre los dos descarnados glúteos del desmadejado anciano, exhibiendo un color y aspecto exactamente iguales a los de una berenjena madura.
–Jefe jartarse Bingo como usté mandar, pero salir cagalera por culo y morir.
--Usté ser brujo muy malo: matar a taita, jefe y tío.
Estas fueron las palabras textuales del Gaván pasitrotero, quien todavía agregó amenazante:
—Muchos hijos, sobrinos y primos venir atrás vengar taita, tío y Cacique.
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Gaviotas, 2005
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