Al doctor Efraín Arriaga me lo presentó una tarde de principios de primavera, mi maestro José Luis Herrador. Ahora que lo pienso, Herrador me presentó a una buena cantidad de las personas más extravagantes que conocí en Xalapa por esas fechas. Claro que en cuanto a rarezas, el doctor Arriaga se los llevaba a todos de calle.
Estábamos a fines de marzo o comienzos de abril del noventa y seis, y yo cursaba el segundo semestre de biología en la U.V. Una de las cosas que más me exasperaban en ese entonces, era la casi completa ignorancia que mostraba la gran mayoría de mis maestros y compañeros en todos los temas que se apartaban un poco de sus respectivas especialidades. Todos – o mejor dicho – casi todos, se incomodaban bastante cuando la conversación dejaba de ser el ciclo de vida de los licopodios, y rara vez manifestaban cualquier tipo de preocupación filosófica o social. El famoso efecto de las dos culturas del que se quejaba Snow. Entre las excepciones más honrosas a esta regla, se encontraba precisamente José Luis Herrador, un etnobotánico barbudo y correoso como quijote, que me daba una clase llamada “Taller del Ámbito del Biólogo”, y que con el tiempo llegó a ser buen amigo mío.
Como en esa época yo vivía solo en un departamento cerca de los Berros y me daba mucha flojera guisar, casi todos los días me ponía de acuerdo con José Luis y los dos nos íbamos a comer una comida corrida a La Sopa. Fue precisamente durante una de esas comidas que me encontré por vez primera con el doctor Arriaga.
En esa ocasión en particular, Herrador y yo estábamos conversando acaloradamente sobre la filosofía de la complejidad de Edgar Morin, tema que era una especie de leitmotiv para mi comensal. Aunque yo jamás había leído un libro completo de Morin, lo conocía más o menos por las fotocopias que Herrador nos daba regularmente en clase. Era un tipo extraño, Herrador, no Morin. Como el programa de su materia le parecía impertinente – cosa que, en mi opinión, era bien cierta – había decidido simplemente dejarlo a un lado y dar en su lugar una cátedra sobre la complejidad. Por supuesto, la mayor parte de mis compañeros no entendían ni jota de lo que él decía, y por consiguiente lo odiaban más que al efecto invernadero. Sin embargo, curiosamente por las mismas razones por las que los demás no lo soportaban, a mí me caía muy bien.
Decía pues, que el día que conocí a Arriaga, estaba con Herrador, platicando acerca de Morin como de costumbre. En determinado momento, mientras trataba de explicarme una parte del pensamiento ecologizado especialmente esotérica, un destello de sorpresa brilló brevemente en su mirada, interrumpiendo su monólogo.
- Mira – fue todo lo que dijo – Ahí va un gran bioquímico.
Un poco sorprendido por el giro de la conversación, volteé rápidamente hacia la puerta, justo a tiempo para ver como entraba al restaurante un hombrecillo menudo de tez pálida y barba canosa, que llevaba un anillo con un pequeño diamante engarzado en el índice derecho. Para cuando me quise dar cuenta, ya mi maestro se había levantado a saludarlo y lo había invitado a nuestra mesa, presentándolo como el doctor Efraín Arriaga, bioquímico especialista en estudios teóricos acerca del comienzo de la vida en la Tierra. Aunque entonces ni siquiera lo imaginaba, ese encuentro tendría serías implicaciones sobre mi idea del mundo durante lo que me queda de vida.
Por principio, el doctor Arriaga me cayó bastante bien. Tenía cerca de cincuenta años y, a pesar de su abultado currículum, aún conservaba una timidez casi adolescente en el trato. A diferencia de todos los especialistas que había conocido antes, Arriaga no se desvivía por contarnos cada pormenor de sus investigaciones y apenas respondía por compromiso a las preguntas que Herrador le formulaba sobre su trabajo reciente. Esa evidente falta de afectación, aunada a las referencias de Herrador respecto a su gusto por el ajedrez, hicieron que antes de que terminara la comida, me prometiera a mí mismo intentar frecuentar a tan agradable caballero.
Fue necesario bien poco tiempo antes de que la casualidad me volviera a poner frente a frente con el doctor Arriaga, una vez más en La Sopa. En esa ocasión había ido a comer yo solo, y el mismo Arriaga me pidió permiso para acompañarme tan pronto me reconoció. Yo por supuesto accedí encantado, y para antes de que llegara el guisado ya habíamos concertado una cita para jugar ajedrez.
De esa manera comenzó la que fue probablemente la más extraña de mis amistades. Nos reuníamos una vez por semana a jugar una partida de ajedrez y conversar acerca de los temas más variados. Al principio, nuestro único interés en común era el juego, pero con el paso del tiempo, ciertos comentarios dejados caer por Arriaga en el transcurso de nuestras charlas, me convencieron de que mi interlocutor era un hombre excepcional.
Para empezar se trataba de una persona profundamente religiosa, pero en un modo totalmente nuevo para mí. No era el típico creyente que se contentaba con tener fe en las revelaciones. Por el contrario, pues aunque había consagrado su vida entera a la búsqueda de Dios, su formación como científico materialista le había hecho concebir una idea de Dios muy distinta de la tradicional. Un Dios material, ni más ni menos.
Al principio, la sola idea de un Dios material se me antojaba francamente grotesca, una de esas curiosidades monstruosas que sólo existen en nuestra mente, como un papagayo con esmoquin o una hormiga con cabeza de reloj de pared; sin embargo, conforme el transcurso de nuestra amistad fue revelándome la idiosincrasia de Arriaga, comencé a comprender la lógica que había detrás de ese credo.
Arriaga era hijo de un pastor protestante, quien le había inculcado desde su primera infancia un amor al misticismo y un deseo de piedad que lo acompañarían durante el resto de su vida. Siendo muy joven, su afición por los temas divinos lo puso en contacto con una gran cantidad de lecturas procedentes de muy distintas creencias religiosas. Uno de los libros que más le impresionó durante esta época fue “La doctrina secreta” de Madame Blavatsky, en el cual se enteró por vez primera de la existencia de la teosofía, un sistema filosófico religioso, cuyo objetivo primordial consiste en facilitar el conocimiento de Dios mediante la intuición directa y la investigación filosófica.
Impactado por la posibilidad de conocer a Dios, Arriaga decidió consagrar el resto de su vida al estudio de la divinidad. Lo original en él era que, a diferencia de tantos otros, prefirió no enfocar su aprendizaje religioso en lo que decían las sagradas escrituras acerca de Dios, sino en su propia obra: la naturaleza. Así, según él, tenía más oportunidades de comprender el verdadero significado del trabajo del Creador.
Animado por este pensamiento, Arriaga se matriculó en el Politécnico para estudiar ciencias químicas, sin saber que de esta forma le daría un giro importante a su profesión de fe. No resulta extraño que, al ser la vida la parte más milagrosa de toda la creación, fuera precisamente su estudio desde el punto de vista de la bioquímica lo que más le interesara, en especial todo lo que estuviera relacionado con su origen. Y es que si lograba comprender cómo había surgido la vida, estaría a sólo un paso de saber en qué estaba pensando Dios al crearla. Por lo menos eso era lo que él creía.
Toda la fe de Arriaga se tambaleó cuando, en algún momento entre el segundo y el tercer año de la carrera, se topó con los trabajos de Oparin. Ahí, se enfrentaba a una explicación concisa y prácticamente irrefutable sobre el origen de la vida, que prescindía por completo de cualquier principio no material, Dios incluido. Todavía en la época en que yo solía frecuentarlo – varias décadas después de su encuentro con esas teorías - Arriaga podía citar de memoria algunos pasajes del libro del pensador soviético.
- “Toda la historia de la ciencia de la vida” – recitaba como quien expone el catecismo – “nos muestra lo fecundo que es el camino materialista en el estudio de la naturaleza viva sobre la base de la observación objetiva, de la experiencia y de la práctica social histórica”.
Ante semejante disyuntiva filosófica, Arriaga hubiera podido desconocer la validez de las tesis de Oparin como tantos otros, pero no lo hizo. Hubiera podido también renegar de sus antiguas creencias y convertirse a una nueva fe, pero tampoco fue esa su decisión. Lo que Arriaga hizo en cambio, fue reinterpretar ambas creencias, una a la luz de la otra, llegando a una conclusión hasta donde yo sé totalmente inédita; Dios existe, pero no es un ser espiritual sino un ente material.
Arriaga sostenía que la esencia de la materia viva, es decir, lo que podríamos considerar como su alma material, estaba representada por la totalidad de átomos de carbono del universo. En efecto, por definición, la principal característica que distingue a las sustancias orgánicas de las inorgánicas es la presencia de átomos de carbono en sus moléculas. De hecho, sin este elemento, la vida misma resulta inconcebible, por lo que Arriaga terminó por identificarlo como el principio vital de la naturaleza.
Según Arriaga, el Espíritu-carbono, no siempre había estado en contacto con formas inferiores de materia como ocurre actualmente en los seres vivos, sino que en un principio, se encontraba en estado puro formando parte del fuego nuclear de las estrellas. Poco a poco, conforme las estrellas fueron desarrollando sistemas planetarios a través de las edades, una porción de este carbono cayó en una infinidad de mundos, entre ellos la Tierra. Ahí, las reacciones producidas por el contacto con otros elementos habían dado origen a la vida tal y como nosotros la conocemos, la cual, después de todo, no es una manifestación privilegiada del Espíritu-carbono sino una enajenación demiúrgica de su naturaleza inmanente.
De acuerdo con esta idea, cuando un organismo se muere sus átomos de carbono no permanecen para siempre con él, sino que son absorbidos por otros organismos, reiniciando así un ciclo ecológico más, en una especie de reencarnación material. Con el paso del tiempo, el carbono va perdiendo los vínculos que lo unen a los demás tipos de átomos y tiende a formar depósitos en el subsuelo, los cuales – con un poco de suerte – sufrirán eventualmente la acción de altas presiones, producto de la actividad geológica, y se transformarán en diamantes.
Llegado a este punto el carbono vuelve a encontrarse libre de impurezas y con una estructura molecular perfectamente ordenada, como cuando formaba parte de las estrellas. Entonces, finalmente habrá alcanzado su destino, trascendiendo el absurdo de los sufrimientos de la vida y la reencarnación sin fin.
Obviamente, Arriaga no me explicó toda esta cosmovisión de un día para otro, sino que yo mismo tuve que irla reconstruyendo a partir de las pláticas que sostuvimos durante casi cuatro años. Debo confesar que en un principio, cuando nuestras charlas sobre ajedrez comenzaron a desviarse rumbo a la teología, estuve varias veces tentado a cambiar definitivamente de tema. La verdad es que desde niño he sido teofóbico, más que simple y llanamente ateo, por lo que esas cuestiones no hacían más que ponerme nervioso. Sin embargo, el recuerdo de mis propias quejas respecto a la cerrazón filosófica de mis colegas, siempre me hizo contenerme cuando ya estaba a punto de despedirme de Arriaga y dar por terminada nuestra peculiar amistad. Al final, si bien no me convertí a tan extraña fe, tengo que admitir que sí me hizo pensar bastante.
Poco a poco, los lazos amistosos que me unían al doctor Arriaga se fueron estrechando de tal manera que, cuando hacia finales del noventa y nueve le diagnosticaron un tumor maligno en el hígado, yo era la persona más allegada a él. Para entonces, yo acababa de salir de la facultad y ya no era un atolondrado estudiante de biología, sino todo un pasante, aunque igual de atolondrado. Durante sus últimas semanas de vida, me dediqué a visitarlo diariamente a su cama de hospital, tratando de animarlo un poco sin el menor éxito. Finalmente, recordando sus palabras, descubrí como hacerlo feliz por última vez.
Una tarde, me presenté frente a su cama de hospital y le pregunté con la voz más decidida que pude si tenía en su poder algún diamante. Evidentemente, yo sabía de antemano que la respuesta sería afirmativa, pues recordaba la sortija que tanto me había llamado la atención cuando nos conocimos, y que más tarde tuve muchas oportunidades de volver a ver en nuestras reuniones para jugar ajedrez. Sin decir una palabra, aunque visiblemente sorprendido, Arriaga me entregó la joya, quizás pensando que lo que yo le pedía era una especie de herencia adelantada.
Haciendo mi mejor esfuerzo por controlar el nudo que se me estaba formando en la garganta, le dije que sabía como ahorrarle las futuras reencarnaciones a los átomos de carbono de su cuerpo; transformando sus cenizas en duro diamante. Halagado, aunque escéptico, Arriaga me dijo que ya había pensado en algo así, pero que para que eso fuera posible hacía falta someter los compuestos carbonados producidos por su incineración a una temperatura de 2760 grados Celsius y a presiones de 56 toneladas por centímetro cúbico, que no podría alcanzar en su laboratorio.
Sin embargo, yo no me iba a rendir tan fácilmente y le recordé que eso era cierto sólo si intentaba sintetizar un diamante únicamente a partir del carbono de su cuerpo, pero que según había estado investigando, a finales de la década de 1960 se había desarrollado un método para el “cultivo” de los diamantes, calentando una pequeña muestra como la de su sortija y sometiéndola a la presencia de gas metano, que en este caso obtendríamos de sus cenizas. De esta forma, el gas se descompone en átomos de carbono que se adhieren al cristal de diamante, agrandándolo.
No sé si Efraín se sintió reconfortado por mi propuesta, o si solamente accedió para no ofenderme, pero poco antes de morir dispuso que cuando lo incineraran yo me hiciera cargo de sus cenizas. De cualquier forma, aparte del consuelo – fingido o no – su última voluntad no tuvo mayores consecuencias, pues en el laboratorio donde él solía trabajar se sintieron tan horrorizados por la sola idea de experimentar con el maestro muerto, que no me permitieron ni volver a entrar siquiera. Al poco tiempo me casé con mi novia de toda la vida y lentamente todo el asunto fue pasando a segundo término.
Hoy en la mañana, mientras hacía la limpieza, me encontré arrumbada la urna con las cenizas y la sortija, que aún guardo en espera del día en que encuentre un laboratorio donde cumplir mi promesa. Lo único que evita que los remordimientos por mi desidia terminen de enloquecerme, es que, en el fondo, soy perfectamente consciente de que el concepto en sí mismo de un alma material que sólo descansa en el diamante o las estrellas, corresponde al poco común credo del doctor Efraín Arriaga, no al mío propio. Y hasta donde yo entiendo, a él no debe importarle mucho en estos momentos.
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