La música se elevó manteniéndose un momento en suspensión, luego comenzó a rodar alegremente escaleras abajo para culminar con dos acordes imponentes. La ovación del público coronó la interpretación de Claudio que levantándose saludó inclinando la cabeza.
Una vez solo en su logia, después de haber firmado más de una centena de autógrafos, se desabotonó su traje en donde más le incomodaba, se soltó la corbata humita y se tendió en el sofá con los brazos en alto. La gente no tiene idea de lo agotador que es firmar autógrafos después de haber interpretado un concierto de piano. Algún día debería dejar de firmar todos esos programas, carátulas de discos e incluso pedazos de papel, pero ¿alguien comprendería? Solamente otro pianista, claro, pero el público, el “sagrado público” gracias al cual vivimos es implacable. Exige con la fuerza que confiere el anonimato, se sienten con todos los derechos porque pagaron su entrada, porque aplaudieron hasta no poder más, las manos rojas y los brazos adoloridos.
Se sirvió un poco de cognac, y se concentró en el agradable calorcillo del líquido deslizándose por su esófago, placer que saboreaba después de cada concierto. Bueno, ahora sí, es el momento de decidirme a atacar “Cuadros de una exposición”, se dijo, hace tiempo que tengo ganas de hincarle el diente, desde que fue reemplazada por la orquestación de Ravel se interpreta tan poco en su versión original. Con su mente en las diferentes melodías que componían la obra tomó un último sorbo, se cambió de ropa y salió del Rudolphinum ensimismado en sus pensamientos; nadie se fijó en ese señor que sin su frac se veía como tantos otros. Dejó dicho que no lo esperaran, que antes de volver al hotel daría un paseo por las calles de Praga.
El aire frío lo obligó a cerrarse el abrigo hasta el cuello y la niebla espesa que impedía ver más allá de tres o cuatro metros casi lo hace renunciar a su paseo, pero un secreto gusto por la aventura (con poca cabida en su vida ordenada según un calendario estricto de conciertos) lo decidió a continuar. Bajó con cuidado los peldaños de piedra, atravesó la calle y trató de ubicar los setos de arbustos que rodeaban el parque a orillas del río, pero la neblina espesa y sobre todo su poco conocimiento del lugar lo obligaron decidirse a renunciar al paseo, fue en ese preciso instante que vio una silueta fugaz que cruzaba su camino. Casi sin pensar comenzó a seguirlo, era bastante más lógico que partir casi a ciegas, tal vez lo conduciría ¿porqué no? a una de las tantas cervecerías praguenses de las que tanto había escuchado hablar.
El hombre, porque era un hombre, no cabía duda, caminaba rápido, y Claudio tuvo que apurar el paso para no perderlo, sin embargo poco a poco comenzó a notar algo especial en su manera de andar, parecía levantar sus pies con gran esfuerzo y la dificultad que mostraba al posarlos era aún mayor. Y sin embargo Claudio casi corría para no perderlo de vista, tan concentrado en seguirlo iba que no se habia dado cuenta de que cruzaban el Moldava cuyo sordo ruido bajo el puente lo sorprendió. El hombre conocía su camino perfectamente, seguramente lo había recorrido múltiples veces. De pronto una sombra gigantesca a su derecha lo sorprendió, instintivamente apuró el paso, por nada del mundo hubiera querido encontrarse sólo en ese puente, otras sombras gigantescas se hacían visibles a medida que avanzaba.
Para no ceder al pánico que sentía subir, Claudio trató de calmarse, era absurdo sentir miedo por el sólo hecho de no distinguir bien en medio de la neblina. Sólo entonces recordó que esa misma mañana habían recorrido el puente Carlos y admirado las grandes estatuas que allí se encontraban e incluso le habían relatado la historia de Juan Nepomuceno, en homenaje a quién había sido elevada la primera de aquellas figuras de piedra. Entonces, estoy en el puente Carlos, se dijo, sólo que en la noche y con esta niebla parece fantasmagórico. El corto momento de titubeo lo hizo casi perder de vista al caminante cojo, y tuvo que correr unos metros para distinguirlo nuevamente. Al llegar a otro lado del río, lo sumergió un olor intenso, un olor desconocido, a antiguo, a piedras viejas, a ratas que vivían ahí desde siglos, a hombres que alguna vez habían habitado ese lugar, se trataba del antiguo gheto de Praga, demolido hacía ya decenios, pero que continuaba tenazmente a desprender en ciertos momentos ese olor a rancio tan característico.
Dos muchachas lo sobrepasaron corriendo y le parecieron asustadas. Las pobres, se dijo, también deben haberse dejado influenciar por la neblina y las estatuas, y apuró el paso para no perder de vista a su hombre, lo seguía como si fuera esencial para él descubrir su rostro. Casi se le escapa un grito al descubrirlo a su izquierda, a menos de un metro delante de él. En ese momento se sintió invadido por un desamparo enorme, era como si toda la tristeza acumulada desde siglos en ese lugar se condensara en esa silueta oscilante. Recordó la mirada negra y profunda de Kafka comunicándole los secretos de los rincones oscuros del antiguo barrio judío y de algún recoveco de su memoria surgió una frase olvidada del escritor: "soy una corneja, una “kavka” gris como la ceniza: una corneja que quisiera desaparecer en medio de las piedras". Nunca había comprendido tan bien el sentimiento de Franz Kafka como en ese momento, se sentía en comunión con él y con todos aquellos que habían sufrido en esta ciudad. La imagen del rostro delgado y oscuro fue difuminándose poco a poco, sólo los ojos de un negro profundo persistían aún en su recuerdo, pensé un instante en los ojos del gato de Alicia, pero sacudió inmediatamente la cabeza para volver a la realidad de esa noche de niebla, se encontraba solo en medio de una ciudad que conocía apenas.
La visión del rostro del escritor praguense le había dejado una sensación de melancolía, ya no tenía deseos de prolongar su paseo y empezó a retardar el paso al recordar lo que le habían contado hacía apenas unos días acerca de la derrota de “Bílá hora”, la “montaña Blanca”, una batalla en que en tan sólo dos horas la “Liga de príncipes católicos europeos” aplastaría el levantamiento calvinista de ese reino protestante ubicado en el corazón de Europa, imponiendo la religión católica y tomando posesión del trono de Bohemia. Era el comienzo de la llamada Guerra de treinta años que enfrentaría a católicos y protestantes.
Poco a poco, una imagen empezó a formarse en el espíritu de Claudio, algo así como un gran escenario negro levantado en la plaza de la Ciudad Vieja, un escenario con un enorme crucifijo: se trataba del patíbulo en donde serían ya decapitados o bien ahorcados los veintisiete nobles checos que habían conducido la rebelión, condenados por herejía. Desde uno de los balcones del edificio municipal, cubierto también de negro para la ocasión, partía una pasarela que llegaba hasta el macabro patíbulo por donde iban pasando uno a uno los condenados a medida que un representante del nuevo poder iba gritando sus nombres . En ese mismo balcón se encontraban las autoridades recién designadas para contemplar el espectáculo sangriento que comenzaría a las cinco de la madrugada y duraría cuatro horas, mientras el pueblo de Praga miraba desde lejos, retenido por los soldados que rodeaban la plaza y que tocaban incesantemente trompetas y tambores para cubrir los gemidos y las últimas palabras de los condenados.
Sintiéndose completamente desamparado ante esa visión de horror y muerte, Claudio se dio cuenta de que no debía dejarse atrapar por lo que consideró como un espejismo favorecido por la neblina, y enderezándose trató de fijar su mirada lo mâs lejos posible, pero tuvo entonces otra visión, la de doce cráneos suspendidos en el arco de entrada del puente Carlos, once de los cuales permanecerían allí diez años. Un escalofrío recorrió su espalda ante esa visión macabra. Sacudió la cabeza para volver al presente y trató de sobreponerse, la niebla continuaba tan espesa como antes. Sin saber hacia dónde dirigirse dio una vuelta sobre sí mismo, la débil luz de un poste de alumbrado le sirvió de referencia, y lentamente, apoyando cautelosamente los pies se dirigió hacia la luz. A partir de ahí era posible distinguir la luz de otro poste y así decidió avanzar siguiendo el alumbrado y continuo así durante un buen trecho.
Cuando se acercaba a un nuevo farol vio pasar una figura tambaleante, ¡era el caminante cojo! Esta vez no lo perdería de vista, y se lanzó tras él como si de eso dependiera su vida. La sombra avanzaba rápidamente y Claudio comenzaba a cansarse, pero decidido a descubrir por fin ese rostro corrió para sobrepasarlo, sin embargo cuando estuvo a su altura no pudo decidirse a mirarlo de frente, algo más fuerte que su voluntad le impidió hacerlo, quizás el miedo de lo que pudiera encontrar, tal vez el reflejo de su propio rostro. Una fuerte sensación de desamparo lo invadió nuevamente, desde lejos sintió un murmullo, era el viento que se deslizaba por entre los viejos muros de piedra. Un escalofrío lo obligó a subir el cuello de su abrigo. Poco a poco el murmullo comenzó a tomar fuerza concretizándose en el ruido de cascos de caballos y de ruedas de carros sobre las calles empedradas. Eran mil quinientas carretas cargadas de oro y objetos preciosos que después de la derrota de Bílá hora partían desde el Castillo de Praga hacia Baviera, dejando tras ellas desolación y abandono. Era el comienzo de un inmenso pillaje de la ciudad que se prolongaría a través de los siglos.
Las voces de un grupo de jóvenes lo sacó de la contemplación de esta visión. Claudio se acercó y les preguntó en inglés cómo llegar a su hotel. Los muchachos lo guiaron hasta un taxi, una vez arriba miró la hora, no era tan tarde como imaginaba. Un tranvía con algunos pasajeros pasó delante del auto. Una vez solo en su habitación sintió nuevamente esa especie de melancolía praguense que no lo abandonó hasta que se durmió.
A la mañana siguiente, sintiéndose mejor después de un buen desayuno, empezó a recordar su recorrido nocturno, pero a pesar de acordarse de cada detalle no lograba experimentar el sentimiento de tristeza y desolación que lo había invadido durante su periplo, y decidió entonces dedicar el día a visitar Praga tal como había proyectado a su llegada. Examinó cuidadosamente el plano de la ciudad y partió rumbo al puente Carlos desde donde trató de rehacer el recorrido de la víspera. Recordó las calaveras en el puente pero sin llegar a sentir la melancolía que lo había invadido la noche anterior y al llegar a la plaza de la Ciudad Vieja en donde se había levantado alguna vez un patíbulo negro, fue incapaz de sentir esa profunda sensación de desamparo.
Praga volvía a ser la hermosa ciudad que siempre había recordado, aquella ciudad majestuosa y clara anunciada en otra época por la princesa Libuše. El atardecer lo encontró en la colina de Vyšehrad. Las ramas desnudas de los árboles se destacaban en contraste con el cielo cuya luminosidad decrecía imperceptiblemente, más abajo las luces de la ciudad comenzaban a encenderse. En ese momento Claudio sintió una plenitud y una gratitud inmensa ante esa belleza y se dijo que algo similar debía haber sentido Libuše que tanto había amado su ciudad. La bella ciudad de Praga renacía de entre sus cenizas como el ave fénix que, cargada con todo lo que se ha adherido a sus plumas durante su viaje a través del mundo se lanza al fuego para salir más hermosa que nunca, purificada una vez más de la escoria recogida durante su recorrido.
Cuando, unos meses más tarde supo que los tanques del pacto de Varsovia estaban en las calles de Praga, Claudio supo que la larga cadena de invasiones aún no se había agotado.
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