Capítulo 8: “LA BATALLA DE SANTA LUCÍA”.
Hae`koro, mi caballo, galopa con fuerza. El viento matinal choca y enfría mi cara, como un golpe, como mil dolores. El atajo del que hablé anteriormente, era entrar por atrás, suena raro, pero si un montonero experimentado, te guía a tamaña aventura, no piensas en el camino, tu mente vuela en lo que será en el futuro, prácticamente en cosa de segundos.
En el bosque del cerro, adivinen, todo se detiene. En tan tupida vegetación, es imposible que a simple vista, alguien consiga divisarte. Arreglamos raudamente nuestra indumentaria para lo que venía por lo pronto, y logramos en medio de la nada, pero a su vez el mejor refugio que imaginamos en ese entonces, organizar, con nuestras rudimentarias y precarias pertenencias, un campamento.
-¡Venid acá! ¡Venid acá todos!- gritó en su acento de revoltijo, un español de unos veintiséis años lo suficientemente fuerte para que lo escucháramos.
Me subí al lomo de mi fiel Hae`koro, todos fuimos a nuestros lugares, mientras unos caballos pastaban, el mío, el de Karina, el de Manuel, el de Francisca y el de Catherine debían trabajar en la cima de la elevación.
Al rato, no más de tres minutos, llegaron junto al soplón treinta españoles armados, pero al parecer inexpertos. Al vernos listos y preparados, sus miradas europeas denotaron muchísimo miedo, pero a su vez maldijeron sus corazones al rey, por meterlos en tamaña aventura. No les quedaba más remedio: para defender el honor de su nación, debían pelear y quizás perecer.
Al comienzo, debo admitir, que el saldo era desfavorable para nuestra guerrilla. Muchas, al no conocer el terreno de una batalla cayeron a culpa de la densa geografía, que tras si escondía miles de secretos que ahora no podría descifrar.
Pero en un lapso de tiempo transcurrido (cinco minutos), las cosas repuntaron. No había heridos de nuestro bando. Pero del otro, comenzaron a proliferar como una vil semilla que se apodera de todo cuanto ve. Primero que unos a manos de nuestra crueles espadistas, principalmente Catalina Avendaño, quien cortó brazos a un quien vive. Luego las caballerizas, pisoteando a todo aquel que cayera a tierra. Y el remate perfecto, eran las armas de fuego, mazos o lanzas, entre otras cosas, que dejaron turulatos a unos cuantos. Una espada, profanó en el brazo izquierdo de Camila Baeza, quien de inmediato le respondió con un corte profundo en el estómago al hombre. Con Manuel y Karina no pudimos acudir en su ayuda en aquel minuto fatídico para ella. Por la simple razón de que estábamos siendo atacados por siete realistas a caballo, que nos intentaron, entre otras cosas, desmontar, pero Hae´koro y los de su clase hicieron un buen trabajo esquivando a diestra y siniestra las lanzas. Mientras que nosotros, respondimos a fuerza de espada. Las nuestras, tenían un filo enorme, de esos que no hieren, matan si el encargado no las sabe usar. Por eso no fue tarea difícil, dejarles en un baño de sangre y desmontarlos, para luego hacer el remate histórico con los cascos de los equinos.
Al cabo de unas dos horas, éramos los campeones indiscutibles de la batalla. Todos, a duras penas, peores que unos borrachos, a punta de tambaleos, consiguieron bajar, muertos de miedo. El último, con un tajo prodigado por quien escribe, descendió corriendo, con el brazo sangrando, llorando. Es una imagen que no olvidaré jamás. Era de dar pena, quizá no fue la única vez que un realista me enterneció el alma y sentí fervorosos deseos de ayudarle. En el trasfondo era una persona, como ustedes, como yo. En ese instante, no comprendí la locura que había hecho, solo por orgullo…
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