Cuesta imaginarse la figura de uno, caminando por las calles cotidianas, realizando los quehaceres de todos los días, y embarcado, a la vez, en esta gigantesca bola, que viaja por el espacio para completar un largo periplo. Mientras la esfera gira, para procurarnos nuestros días y nuestras noches, soñamos, cantamos, reímos, amamos, mentimos y todas esas manifestaciones le dan sentido a nuestra existencia.
En pocas horas más, montados a la grupa de este planeta, habremos llegado al mismo lugar desde donde salimos hace un año. Nada será nuevo, salvo el repetir un viaje que ya hemos realizado durante tantos años. Y nos alegraremos y festinaremos, por lo que suponemos que es una gran oportunidad para reformular nuestros predicamentos. Casi de inmediato, el ritual del fuego encandilará los cielos, como si con ello se imitara al primigenio Big Bang, para intentar engañarnos y hacernos creer que esta vez sí que todo será diferente.
Beberemos hasta perder el sentido, ¿que más da? Esta nueva porción de vida nos pertenece, la atesoramos con avaricia y ahora nuestro afán es disfrutar y palmear las espaldas de nuestros seres queridos y otros que aparecerán por simple inercia.
Este calendario gregoriano, que no sé si será el acertado y el que realmente rige nuestras costumbres, tiene la virtud de permitirnos renacer en el preciso instante en que las manecillas del reloj indican la llegada a destino. Por eso, esta noche abrazaré a ese calendario ajado y requetemirado por una eternidad de días y me despediré de él, porque se lleva una parte de mi existencia. Y luego, alzaré mi copa a los cielos para recibir el bautismo de los fuegos de artificio. ¿A alguien le importará acaso esto?
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