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EL AMOR ES UN ARMA CARGADA
Daniel Cardona Ochoa.

Camina como el chico de The Verve en el video de Bittersweet Simphony. Porta chaqueta, pantalones y botas de cuero. Su corazón luce igual, pintado de negro y envuelto en cuero. Su mirada es un tanto desafiante y su andar algo irreverente. Atado a su bota derecha esconde el pequeño revolver suizo que heredó de su padre el mismo día que se voló la tapa de los sesos.

El arma dorada no constituye su única herencia. También están su afición por clavar mariposas con alfileres sobre la pared de su habitación y anotar frases sueltas en una libreta de bolsillo.

En su I-Pod se reproduce una lista de los Cure. Es jueves y los jueves son sagrados. Sólo The Cure, es uno de sus excéntricos rituales. “Killing an arab” se mete por sus oídos para recordarle que el libro de Camus que sacó de la biblioteca está en retardo y que el monto de la multa es mas alto que el precio de un ejemplar nuevo.

La presión que ejerce el revolver sobre su pierna bombea la sangre hasta su cerebro para traerle de vuelta el eterno discurso de su madre. “Atentar contra la propia vida es un acto de cobardía”. Odia a su madre. Su existencia se diluye en medio de cafés tan amargos como ella y de lamentos inútiles dirigidos a quien prefirió arder en lugar de apagarse lentamente.

Siempre ha estado equivocada. No fue algo enfermo, fue más bien algo heroico. Vivir más allá de los 25 es una vergüenza. Hay que tener pelotas para pegarse un tiro. Hemingway, Van Gogh y Cobain las tenían bien puestas. Es lo de siempre, lo que para arriba es estoicismo para abajo es cobardía.

Tal vez sea una especie de código genético. Tal vez un revolver suizo es la mejor arma para romper ese silencio que reina dentro de tu cabeza.

Saca un dólar del bolsillo de su chaqueta y lo deja caer en el estuche del hippie que toca algo inaudible con una guitarra recubierta de calcomanías pasadas de moda. Los hippies siempre siguen de largo pero el rencor no hace parte de sus defectos. Solidaridad con el gremio. Sabe que tarde o temprano deberá recurrir a la misma estrategia cuando la caja esté descuadrada.

Entra al café Fobia y ordena un “opio en las nubes”, el único trago que bebe desde que su chica decidió recorrer su propio camino. Se sienta en la mesa mas aislada y espera su bebida. Su amigo le sirve el opio sin dejar de recordarle que está bebiendo demasiado, que es hora de dejar de perseguir fantasmas. No responde, ya no sabe como decirle que se ahorre sus consejos pero ciertas personas son tan testarudas como una mujer preñada. Bebe despacio. El alcohol lo calienta un poco pero no se desprende de su chaqueta. Hoy es jueves y los jueves son sagrados, su atuendo no admite modificación.

Saca la pequeña libreta en la que colecciona las frases que le gustan. Relee las dos que hay en la última página: “Préstame tu peine y péiname el alma” de los Caifanes y “Once I saw Jesus on a turtle shell” de Kurt Cobain. Retrocede hacia el bolsillo de cartón de la contracubierta. Extrae la fotografía algo curtida de una chica también envuelta en cuero que exhibe una sonrisa un tanto forzada. Alguna vez soñaron formar una banda. Tal vez fue solo una idea suelta en medio de una tarde de tragos. Tal vez fue solo eso, una tonta ocurrencia elevada a la categoría de sueño. Voltea la fotografía. Una frase de cajón acompañada de una carita feliz lo pone un poco mal. Mira su reloj y termina su trago. Deja un billete sobre la mesa antes de guardar la foto y levantarse de la mesa. Se despide del barman al pasar por la barra.

“Friday I’m in love” es el tema que lo acompaña durante las tres cuadras que lo conducen a la Biblioteca Central. Mira con recelo al vigilante mientras saca el pequeño ejemplar de Camus de su bolsillo izquierdo. Coloca “El Extranjero” sobre la banda sin fin que se come los libros en retardo. Regresa por donde vino, esta vez ignorando al gigante que se encarga de conservar el orden en un sitio en el que el caos no existe.

Falta poco para el concierto. Había jurado no verla nunca más pero los juramentos son un vestido de cristal.
Se toma su tiempo, no le gusta llegar demasiado pronto a un espectáculo. La desesperación no es atractiva. Hay que seguirle el juego a los cazadores y hacerles creer que eres una de esas presas demasiado veloces.

Camina sin afán en dirección al Metropolis. El viento le roba el poco calor que le imprimió su trago. Enciende un cigarrillo para espantar el frío. Por alguna razón las vitrinas de los lujosos establecimientos le recuerdan la historia del veterano de Vietnam que entró a un restaurante bogotano para llenar de plomo a los comensales antes de clavarse una bala en el cerebro. No es lo que pretende esta noche. Habrá un solo disparo y será para él mismo.

Llega a la entrada. No hay nadie afuera. Desde allí escucha el coro de esa estrofa que alguien escribió para él. Tal vez no lo sea pero las piezas encajan a la perfección.

El gorila de la entrada le recuerda que debe terminar su cigarro antes de entrar y que por su bienestar no debería ocurrírsele encender uno de ellos al interior del teatro.
Lo termina de una sola inhalación. Deja caer la colilla al piso antes de ingresar.

Su corazón palpita un poco más rápido de lo normal. Las ondas sonoras que golpean su pecho no tienen nada que ver con ello. La ve a lo lejos, en medio del escenario, sentada sobre una silla demasiado alta, con la guitarra reposando sobre sus piernas, cantando el mismo tema que tatareaba en el parque aquella noche en que se conocieron.

Camina lentamente hacia la tarima en medio de una masa sudorosa que canta a todo pulmón esas tonadas pegajosas que tanto detesta. Al llegar a la primera fila puede notar que sus curvas se han acentuado y que se ha blanqueado los dientes. No están mal pero lucen tan artificiales como sus composiciones.

El final de la canción es seguido por un aplauso en extremo generoso, casi exagerado. Siente un ligero alivio al sacar el calibre 38 de su bota derecha. Es un pequeño placer, como el que se siente al acomodar la cabeza sobre la almohada o al recibir el chorro caliente sobre la espalda después de un día complicado.

La chica pide silencio. El auditorio obedece mientras la observa con curiosidad.

- La próxima es tu canción, babe – le dice al conjunto de sombras que la mira expectante – ¿me acompañas? - agrega mientras coloca una guitarra adicional sobre la silla vacía.

Comienza a tocar esa melodía que ambos concibieron una tarde fría en la que la tensión comenzaba a hacerse insoportable. De verdad quisiera subir y agarrar la guitarra, jugar al rock star durante cinco minutos antes de tomar su 38 y volarse la cabeza en frente de ese público que no le pertenece. Pero esta no es su noche, ni su público. Ella tampoco es suya, hace mucho que la perdió y un balazo no la traerá de regreso. O tal vez no se trate de eso, tal vez haya que tener las pelotas de Van Gogh, Hemingway o Cobain para pegarse un tiro.

Sale de allí maldiciendo la versión ligera en la que quedó convertida una de sus preciadas creaciones. Enciende un cigarro antes de atravesar la puerta del teatro. El gorila lo mira con cara de asesino pero parece no querer desgastarse con alguien que va de salida.
Abandona el lugar con mirada desafiante y caminar irreverente, a la manera del chico de The Verve en el video de Bittersweet Simphony.

Texto agregado el 29-12-2011, y leído por 124 visitantes. (0 votos)


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