Estaba comiendo mi mierda de sándwich vegetal por la cosa del colesterol mientras veía al Romerales poniéndose tibio a base de donuts y café cargado.
-Es que yo por las mañanas necesito comer algo dulce, ¿sabe jefe? Leí no sé dónde que el cerebro necesita azúcar para funcionar, y yo si no como dulce es como si no acabara de despertarme, ¿entiende?
-Deberías dejar de leer, Romerales.
De repente sonó mi móvil. Odio con toda mi alma estos cachivaches. Jamás me han servido para que me enterase de una buena noticia.
-Inspector jefe Dante Martínez al habla... ¿Cómo? ¿Dónde ha sido? ¿Hay alguien allí? De acuerdo, ahora vamos para allá nosotros.
Para variar, el teléfono me había vomitado otra mala noticia.
-¿Qué ha pasado, jefe? –me preguntó Romerales.
-Un cadáver nuevo y recién hecho en la iglesia de Santa María de los Milagros.
-¿Se han cargado al cura?
-No, se han cepillado a un santo.
-¡No joda!
-Eso, encima que no folle. Anda, deja eso y vámonos.
Teníamos nuevo caso. Y de los que le gustan a mi úlcera, que ya comenzaba a dar señales de despertarse. ¡Jodidos sándwichs vegetales del copón...!
Entramos en la iglesia. El imbécil se persignó. Cuchicheándome, me dijo:
-Yo no es que crea mucho en estas cosas, ¿eh, jefe? Pero, no sé, les tengo un respeto, ya me entiende.
-A mí me dan repelús –solté.
Y no mentía. Pasar una infancia en colegio de curas curte. Tenía padres hippies, pero para eso de la educación “lo mejor son los curas, sin dudarlo”, decían mis padres. No es que maltrataran, pero desde entonces siempre me han dado escalofríos las iglesias: me huelen a polvo, a cinturones de cuero, a tener que luchar contra el sueño para soportar la misa matinal, al aliento de coñá del padre Calisto, al miedo a quedarte ciego por tocártela... Y más en aquella iglesia, con aquellos ventanales. Nos hicieron señales para dirigirnos a una capilla. Allí estaba el cura, frotándose las manos como si fuera a hacer fuego con ellas, y sudando a pesar del frío. Un compañero de la comisaría me informa:
-Aquí tienen el “cadáver”... Échele un vistazo, inspector. Es de lo más raro que he visto.
En el pedestal donde debía estar el santo –San Antonio, creo- no había nada. Para compensar, en el suelo había un tipo vestido como tal con un boquete en la sien. Y sus ojos estaban desmesuradamente abiertos, como presos del espanto. No hacía falta ser muy experto: ese tipo estaba más muerto que mi vocación sacerdotal.
-¿Han buscado la figura del santo por los alrededores? ¿Han mirado a ver si hay huellas?
El cura saltó:
-¡Ese es! ¡Ese es el santo! ¡Lo han matado! ¡Nos lo han matado!
El oficial me explicó:
-El sacerdote insiste en que este cadáver que hay aquí es exactamente igual a la figura del santo que se hallaba en la capilla. Sostiene que no hay figura que buscar, que San Antonio ha sido asesinado. –Y en voz baja, añadió: Y luego dice no sé qué del apocalipsis, ya me entiende.
Asentí con gesto de fastidio. Cierto que en Clalaxta sucedían las cosas más raras del mundo. Pero aquí el caso estaba claro. O estábamos ante un psicópata, o ante un bromista de muy mal gusto. Quizá las dos cosas a la vez.
Cuando llegó la Científica, les dejamos tomando huellas y buscando pistas. Mientras tanto, Romerales y yo volvimos a la comisaría, a buscar en la base de datos casos como este, a ver si había alguna conexión. En cuanto nos sentamos, apareció el comisario:
-Martínez, tengo novedades para usted sobre el caso del santo.
-Escupa.
-No se me haga el gracioso. Recibí una llamada del gobernador. No quiere líos con la Iglesia, ya sabe, la gente de aquí es muy creyente.
-Nadie es perfecto –añadí.
-Le repito que no se me haga el gracioso. Al grano, inspector. Tendrá ayuda para este caso. Esta tarde llegará un agente especial, Rafael Alarcón. Tendrá que trabajar con él.
Le clavé una mirada asesina. El comisario me la aguantó.
-A mí tampoco me gusta la idea, inspector. Hay que joderse, son órdenes directas del gobernador...
-...sin pecado concebido –espeté
El comisario dejó escapar una sonrisa socarrona.
-Confío en usted. –Y, mirando al imbécil-: Y en usted también, Romerales.
Mi ayudante se cuadró y todo. Tuvo que contenerse para no saludarle a lo militar. Cosas de la juventud. Todavía se creen eso de que existen los superiores. Yo hace años que soy ateo, gracias a Dios.
Nos pusimos en contacto con el agente especial. Quedamos en la estación de autobuses, que está a la entrada del pueblo. Venía en su auto, pero las calles de Clalaxta pueden ser una trampa para el novato. Nos quedamos de pie en el aparcamiento de la estación, apoyados en nuestro vehículo. Y yo rezando para que no tardara en llegar, la jodida úlcera me estaba matando.
-¿Inspector Dante Martínez? –me dijo una voz a mis espaldas.
Me giré. Era un tipo de mi estatura, de complexión recia, pelo casi rapado y barba de varios días, con algunas canas. Se supone que tenía que odiarlo, pero algo en su mirada me hizo que me cayera bien. Eso sí, me sobrepuse rápidamente y gruñí un sí mientras le daba la mano con desgana. Se tenía que notar que era un intruso y que no me hacía ni puta gracia su presencia.
-¿Podemos ir al lugar de los hechos? Quisiera aprovechar que todavía hay luz natural.
Encima venía con prisas. Qué bien. El chico me ha salido trabajador.
Tras un buen rato curioseando por la capilla y por la iglesia, Romerales le preguntó:
-¿Qué opina, agente? ¿Es un loco o es cosa de la mafia? Ya sabe, un ajuste de cuentas entre ellos... ¡Como son tan católicos...!
-Esos son los peores –le contestó el agente.
-¿Los de la mafia? –le preguntó Romerales.
-No, los católicos –y dejó escapar una leve sonrisa.
No, si al final me va a caer bien y todo.
Estuvimos hablando con la Científica. No había ni una sola huella. El fiambre no estaba fichado. La bala era un calibre 44, muy poco común por estas tierras, porque pistolones así no se venden por aquí. Pero el arma no estaba fichada. No había ni un solo rastro. Parecía que el asesino se había dirigido al altar, le había pegado un tiro y se había largado. Pero el muerto era un humano y en la capilla había una figura de escayola que ahora no estaba.
-Parece que haya sido un asesinato milagroso, ¿eh, jefe? –dijo Romerales- ¿Qué cree usted, agente?
-Yo no me creo ná. Aquí hay gato encerrado.
-¿Algún lunático anarquista? –pregunté yo.
-Todos los anarquistas son lunáticos, pero no he conocido a ninguno que fuera asesino.
Lo dicho, que cada vez me caía mejor.
-Yo más bien apuntaría mucho más alto –sugirió el agente.
-¿El sacerdote? –pregunté extrañado- No lo veo yo capaz de...
-No, no, para nada. Muchísimo más alto.
Romerales y yo nos miramos perplejos.
-Esto es cosa de Dios.
Al agente Rafael Alarcón se le ocurrió una idea loca, pero que podía funcionar. Nuestro cadáver, San Antonio, fue asesinado precisamente el día de su onomástica. Miramos en un calendario y el santo siguiente era San Elíseo. Era cuestión de mirar a ver si había alguna efigie de San Elíseo en alguna iglesia del pueblo y hacer guardia por la noche. Bingo. En la iglesia de Santa María del Socorro había una. Nos pusimos en marcha y fuimos para allí.
La iglesia era fea, pero de las más antiguas del pueblo. Tenía las paredes gruesas, era alta y muy oscura. Y hacía un frío de cojones. El lugar idóneo para pasar la noche. Nos escondimos agazapados en la capilla de enfrente. Aguantamos en silencio durante un buen rato, rato que se nos hacía eterno. Al menos para Romerales y para mí, que dudaba de si no estábamos haciendo el gilipollas. El agente, en cambio, se mostraba tranquilo. Incluso echó un sueñecito.
De pronto, oímos unos pasos. Nos pusimos en alerta, preparando nuestras pistolas y Romerales la linterna. Escudriñando en la oscuridad, vimos a la figura de un hombre delgado, parecía que vestido de negro. Entreví gracias a la poca claridad que se colaba por los ventanales el brillo de una Magnum 44. Era nuestro hombre. A una señal nuestra, Romerales debía deslumbrarle y nosotros le apuntaríamos.
-¡Alto ahí! ¡Manos arriba! ¡Suelte el arma! –gritó como nunca en su vida Romerales. El agente y yo amartillamos nuestras pistolas apuntándole.
La luz nos mostró un tipo calvo, o con la cabeza afeitada, que se cubría con una gorra negra. Era barbilampiño y de piel muy suave. No sabría decir si tenía 30 o 18 años. Guiñaba con los ojos por culpa de la luz, pero se mostró tranquilo, sin extrañeza. Y comencé a hablar. Como siempre, fui a lo práctico:
-Vamos, amigo, suelte esa pistola...
-¿Esta? –dijo enseñándonos la Magnum- ¡Ah, no! ¡Ni hablar, que tengo que cumplir mi misión!
Rafael me hizo gestos de que debíamos seguir hablando con él.
-¿Qué misión es esa, chico? –le pregunté mientras Rafael se iba desplazando hacia mi derecha, buscando rodear al sospechoso.
-¿Acaso no lo han adivinado? Por lo pronto, cargarme a otro santo. Les doy vida el tiempo suficiente para que vean cómo les mato.
Me vino a la mente la mirada espantada de “San Antonio”.
-¿Y para qué darles vida si después los matas? –seguí dándole cuerda yo mientras observaba de reojo los lentos movimientos de Rafael. El tipo hizo un gesto de fastidio.
-¡Vaya pregunta más tonta! ¿Cómo puedo matarlos si no están vivos antes?
-Ya, pero, ¿por qué matarlos?
-Pues porque estoy harto, ¡harto! A veces me arrepiento de haber creado este mundo... No se mueva de donde está, agente, no crea que no lo veo.
Rafael se quedó quieto a escasos metros de él.
-Sigo sin entender por qué matar santos –le preguntó Rafael.
-Pues porque la gente ya no cree en mí, usan mi nombre para cualquier aberración. Miren, al principio lo tomé como un mal menor, esto de que adorasen piedras –e hizo un gesto con su mano señalando los santos-, pero mi paciencia se está terminando. Por algún sitio tenía que comenzar y este pueblo es muy religioso, era un buen lugar como cualquier otro para comenzar a despertar a la gente.
Yo no paraba de pensar “pues podías haber elegido cualquier otro, cabrón”. Ya digo, no puedo evitar ser práctico. Pero el tipo seguía hablando:
-Ya saben, antes intervenía en los asuntos de los humanos, no entendía por qué rompían cons-tan-te-men-te el pacto que teníamos. Al final, visto que no me hacían caso, opté por algo terrible: cree a un hijo mío con el único objetivo de que muriese sacrificado en medio de los más espantosos dolores. Era la única manera de comprender el sufrimiento humano... Y a fe mía que lo entendí... –su voz adoptó un tono más grave-. Todavía me pregunto si sirvió de algo... –bajó los ojos, pero enseguida alzó la mirada y, al mismo tiempo su pistola- ¡No se muevan! Mi puntería es excelente, les aviso. Se podría decir que es... “divina” –y se rió de su propio chiste.- En fin, ustedes ya saben lo de mi hijo... Creí que con su muerte las cosas cambiarían... Y algo de cambio sí hubo, es cierto... ¡Pero ya ven en que se ha convertido todo! Enseguida comenzaron a surgir iluminados que hablaban en nombre de mi hijo y mío. Yo les dejaba hacer, total, lo importante es que recuperasen la fe... Pero de nada sirve... Siguen traicionándome, ahora todos prefieren adorar a estatuas, sin entender que están rompiendo el pacto de nuevo... ¡Yo les di vida!, ¿entienden? Y sólo en Mí podrán evitar el sufrimiento, ¡pero nooo! ¡Nunca aprenden! ¿Para eso os cree? ¿¿Para eso os di inteligencia y discernimiento??
Rafael, sin dejar de apuntarle, le preguntó:
-¿Has dicho que nos has dado inteligencia y discernimiento?
-Sí, así es.
-Y eso significa que estamos preparados para distinguir lo que está bien y lo que está mal, ¿verdad? Al menos que tenemos la capacidad para hacerlo, ¿no es cierto?
-Así debería ser. Pero...
-Pero quizá deberías dejarnos a nosotros mismos que nos apañáramos. De poco sirven esas capacidades si no tenemos la libertad para ejercerlas, ¿no crees?
El tipo se quedó pensativo.
-Quizá tengas razón, sí... pero... es que yo quiero lo mejor para mi creación, entiéndelo...
-Lo mejor para un ser libre es que tenga la oportunidad de equivocarse. Incluso de elegir el mal camino. Si obligas a alguien a hacer el bien, ¿qué sentido tiene? ¿Qué valor tiene el bien como obligación? Si nos creaste como seres pensantes y autónomos, has de dejar que recorramos nuestro camino, en vez de empeñarte en seguirte como corderitos. No somos siervos, sino seres libres. Quizá sería cuestión de que nos trataras así. Y no sufras por nuestros errores, que son fruto de la libertad.
-Vaya... me has hecho pensar... Creo que me dejé llevar por mi pasión... sí, debería dejar todo este plan, sólo estropearía las cosas...
Parecía que bajaba la guardia, ahora era el momento. Pero cuando ya nos abalanzábamos sobre él, el tipo se puso la pistola en la sien.
-Escucha, chico, esto no tiene por qué acabar así... Anda, suelta esa pistola y seguimos hablando toda la noche, ¿qué te parece? –le dije yo.
Con la mano que le quedaba libre hizo un gesto como rechazando mis palabras.
-No, no se apure, esto es sólo una cobertura mortal que me he creado para la ocasión, no tiene ningún valor, tranquilo. Ha cumplido su cometido y ya es hora de desprenderse de ella...
-Espera, creo que podríamos seguir hablando, dices muchas cosas interesantes –traté de persuadirle.
El chico sonrió.
-Gracias por el intento. Pero, en serio, no se preocupe por mí. Al fin y al cabo jamás rezó con mucha fe cuando estaba en el colegio, ¿verdad, inspector?
¿Cómo coño sab...? Pero no me dio tiempo a pensar nada más. Acto seguido, apretó el gatillo. El disparo sonó como un cañonazo. Saltaron por los aires trocitos de hueso, sesos y sangre. Nos quedamos los tres petrificados durante un segundo, un solo segundo. El tiempo suficiente para sentir cómo retumbaba por toda la iglesia el disparo. Y para sentir cómo se me helaban los cojones.
Las pruebas de balística corroboraron que era la pistola usada en el asesinato. A falta de identificar ambos cadáveres, el caso se dio por resuelto. Rafael recogió sus cosas y le acompañamos al aparcamiento de la estación de autobuses. Íbamos en silencio, ni Rafael ni yo somos hombres de muchas palabras. Aunque a Romerales se le notaba que le carcomía algo. A punto de despedirnos, le preguntó a Rafael:
-¿Usted cree...? Ya sabe, ¿cree usted que ese tipo...?
Rafael se encogió de hombros y, con una sonrisa socarrona, dijo:
-Yo ya no me creo ná.
Romerales asintió con la cabeza, aunque no muy convencido. Aún volvió a la carga:
-Oigan, ¿no les apetece tomar una copa?
A veces a este muchacho se le ocurren buenas ideas.
-Mi médico me tiene prohibido beber –dijo con fastidio Rafael.
-A mí tampoco me deja –solté yo.
Nos miramos por unos instantes. Rafael me dio una palmada en el hombro. Metió la mano en su bolsillo y sacó unas llaves. Se las tiró a Romerales:
-Pero conduce tú, Romerales.
Eso, que conduzca él. Y a mi úlcera que le den por el culo. Ya volvería mañana a mis putos sándwichs vegetales, qué coño.
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