EL PREDESTINADO
(cuento)
Hernán Torres-Iregui
--¡Apúrese Pabón!--exclamó el hermano Gervasio, el rector--ya son las tres y no vamos ni en mitad del trabajo.
--¡Tenemos que dejarlo resplandeciente!
El famoso educador no tenía porqué imaginarse que con esta orden estaba precipitando el accidente y que, analizando sus secuelas, surgiría irrefutable evidencia para fortalecer el concepto de que los actos buenos o malos de los hombres son el resultado de mecanismos irracionales. En otras palabras, que el hombre ejerce la maldad --o la bondad- a través de procesos estrictamente anatómicos y fisiológicos.
Faltaban sólo dos días para la fiesta patronal. La de San Juan Bautista de La Salle. El programa arrancaría desde la víspera con juegos pirotécnicos, buscaniguas y vaca loca. Y al día siguiente, empezaría a las 7 a.m. con la consabida misa cantada y concelebrada. Como ya era tradicional, habría partido de fútbol a muerte contra los del San Bartolomé, mini campeonato de basquetbol y lechona campestre. Conforme se podía profetizar viendo las largas filas de alumnos que esperaban turno en los confesionarios (algunos verdaderamente arrepentidos de sus pecados, y otros sólo para capar clase), la repartición de la comunión se demoraría toda una eternidad, para exaltación del virtuosísimo nombre de la institución y aburrimiento del estudiantado que, mientras tanto, tendría que aguardar de rodillas.
El pequeño grupo de personajes que acicalábamos el presbiterio, encabezado por el rector y el capellán del colegio, estaba integrado además por un anciano momificado (quien por supuesto no se movía), y tres estudiantes de quinto bachillerato. Uno: Pabón, Angel María, nariz eclesiástica, generosa familia, casto y bueno hasta el cansancio, embebido desde el primer año de la primaria en los tibios vapores que emanaban de las sotanas de los reverendos Hermanos de las Escuelas Cristianas, presidente de la Congregación Mariana, infalible comulgante de los primeros viernes, chupalámparas del curso, pésimo para los deportes... (es decir, el prototipo del individuo que nace predestinado para ser santo); dos: Mondragón, Dimas, origen hispánico, el mejor alumno del curso (con la sospechosa ayuda del cura Gervasio), atlético a punta de gimnasia y levantamiento de pesas, tambor mayor de la banda de guerra, centro delantero del equipo de fútbol, adoración de las niñas del barrio que se orinaban de a chorritos al verlo marchar a paso de ganso, de kepis, casaca azul, charreteras y pantalón blanco, cuando salíamos a desfilar por las calles de Chapinero en los Corpus Christi... (es decir, el prototipo del predestinado para que todo le saliera bien, sin mayor esfuerzo); y tres: el suscrito, clase media emergente, testigo y narrador de esta escalofriante historia de neuropatología, y colaborador en la humillante labor de limpiapisos del santo recinto con el oculto propósito de capar clase de Preceptiva Literaria (es decir, el prototipo del estudiante del montón).
El padre Téllez, capellán vitalicio del liceo, después de exhalar su sacrosanto aliento sobre un cáliz enmohecido (el reservado a las grandes celebraciones), lo frotaba desesperadamente con un lienzo blanco. Pabón, encaramado en un andamio a cinco metros de altura, trataba de mantener el equilibrio mientras limpiaba una enorme efigie de Cristo, entronizada allá arriba detrás del altar. Mondragón hacía como que arreglaba los floreros, pero en verdad se estaba haciendo el pendejo porque nadie lo vigilaba. Yo, de rodillas, me esforzaba por blanquear las uniones de las baldosas del piso, refregándolas enérgicamente con un cochino cepillo de dientes que había perdido gran parte de sus cerdas amarillentas mondando el sarro acumulado en las prótesis prehistóricas del hermano Apolinar. Humedecía el artefacto en ácido muriático y lo juagaba en un balde con agua. Mientras tanto, la Momia nos miraba con su mirada de cadáver embalsamado.
Solamente se escuchaba el ruido reglamentario de cada uno de los oficios que realizábamos con toda concentración.
De pronto, desde lo alto del andamio Pabón profiere una súplica desgarradora, interrumpida por un estrépito.
--!Virgen purísima, téngame que me ca… pum!
El estruendo es estremecedor. Una nube de polvo en forma de hongo asciende desde el lugar del siniestro hasta la bóveda de la capilla.
--¿Qué pasó?- exclama el padre Téllez, regresando abruptamente de su ensimismamiento y de la obsesión por sacarle algo de brillo al empañado copón.
Pabón, el plumero, la escalera y el andamio, seguidos por Jesús crucificado, se han desplomado todos juntos detrás del altar.
Sobre las losas relucientes que pocos minutos antes yo había pulido meticulosamente se resbalan las patas de la escalera que sostenía el andamio sobre el que estaba trepado nuestro beatífico compañero. Pabón, empinado imprudentemente en un delgado travesaño, estiraba en ese instante sus brazos tratando de alcanzar con el plumero a lo más alto del crucifijo para sacudirle el polvo. Pero, como buen lambón, había intentado ganarse una indulgencia adicional raspando con sus propias uñas algunas impías cagaduras de golondrina adheridas sobre los hombros y brazos de Cristo. Un Cristo de tamaño natural. ¡Toda una obra de arte! Tallado en caoba de selvas nariñenses con las manos virtuosas de algún artesano pastuso. Donación del padre de un ex alumno mal recordado, un tal Fredesbindo Rosero Moncayo, un buenoparanada, que sin embargo se había cobrado el regalito con el inmerecido cartón de bachiller.
Con la innecesaria maroma de Ángel María se desbarata el andamio. El santurrón queda suspendido del aire. Y, como de nada le sirven sus aerodinámicos nombres de pila, no tiene más remedio que agarrarse del cuello despellejado del pobre de Jesús agonizante. La enorme cruz con sus aterrados ocupantes titubea por un momento, oscila como un péndulo un par de veces, y finalmente termina desclavándose de la pared. Los tres se desploman. El de Nazareth arremete contra la frente de nuestro predestinado personaje atizándole contundente crucetazo. Como es apenas natural, el tremendo golpe hace que Pabón pierda abruptamente su inmaculada conciencia.
Sesenta segundos más tarde --suficientes para salir de nuestro asombro inicial (y ominosa coincidencia con el secular “minuto de silencio” que se les dedica a los difuntos)--, el hermano Gervasio, el cura Téllez y los tres sorprendidos curiosos rodeamos a los siniestrados. La Momia, impasible, observa el triste espectáculo por encima de nuestros hombros. Todos rogamos al Altísimo porque las santísimas víctimas no se hayan quebrado sus venerables osamentas. Sin embargo, rápidamente nos tranquilizamos mutuamente al profetizar el único desenlace previsible: Jesús no tendrá ningún problema en volver a resucitar (en caso contrario, cualquier carpintero restaurador estará más que orgulloso de refaccionar a su resquebrajado colega), y nadie duda de que el aséptico espíritu de nuestro compañero, libre por fin de la cáscara terrenal, estará ascendiendo en este momento velozmente a los cielos. Sin excepción, los estupefactos espectadores del calamitoso accidente coincidimos en profetizar que la ascensión de Pabón era cosa más que segura. Particularmente si tomamos en consideración su vida ejemplar y, sobre todo, el antecedente de haber comulgado en la misa de las 6:30 y luego otra vez en la de las 7:30, esa mañana.
Entre convencidos y aliviados con estas sesudas deducciones entonamos en voz baja un canto de acción de gracias y un aleluya para celebrar el ingreso de un nuevo inquilino en el paraíso. No obstante, para mayor seguridad, el cura Téllez decide aplicarle los Santos Óleos.
Pero en el preciso instante en que el clérigo, ahora exornado de sobrepelliz, termina de ungir la contusa frente del supuesto difunto, signándole la señal de la cruz con un algodón embebido en aceite de olivas, ocurre el milagro:
Pabón, Angel María, abre los ojos.
--¿Qué pasó?—pregunta el descalabrado, tratando de incorporarse.
Nadie intenta detenerlo, excepto la Momia.
Éste era el remoquete que se había ganado muy justamente el hermano Apolinar. Nuestro provecto profesor de biología, y apergaminado taxidermista del museo de ciencias naturales; cruel vivisector de sapos; el más antiguo de todos los hermanos cristianos; el mismo que había estudiado los más recónditos secretos de los cadáveres con su condiscípulo Paracelso (según decían sus detractores); el anciano seco y huesudo que también se las tiraba de matasanos y atendía nuestras contusiones y descalabraduras en la enfermería. Es decir, Apolinar fungía de médico del Liceo y era el mago para absolver hasta las preguntas más peliagudas de medicina y ciencias afines.
Como les venía relatando, la Momia entreabre sus apergaminados labios, y sin siquiera dignarse extraer sus arrugadas manos de entre el calorcito de las mangas del hábito, expele esta orden contundente:
--¡Quédese quieto, Pabón! No ve que podría tener quebrada la nuca...
--¡Tengo sed!—exclama el resucitado.
--Usted, Mondragón ¡Mójele la lengua con una estopa húmeda!—ordena la Momia.
Mondragón mira a su alrededor pero no divisa sino los dos floreros y la pila del agua bendita. Se decide por esta última porque está más cerquita. Coge el chiro de ropa interior que nos ha prestado la Momia para limpiar el piso –del cual emana un olorcillo milenario a queso cammenbert, garantía de su contacto con las pedagógicas axilas de San Juan Bautista de La Salle en los crudos inviernos franceses del siglo XVII--, y lo sumerge en el manoseado recipiente que contiene el agua milagrosa.
--Beba con cuidado, Pabón— le dice el discípulo preferido del hermano Gervasio, exprimiéndole sobre los labios el trapo empapado.
--¡Gas!
--¡Chúpeselo, hombre!
--¡Guácala!
Pabón sufre un ataque de náuseas y vomita, con gran fuerza, todos los fideos del almuerzo. Lo que se dice un vómito explosivo y alimenticio (ni la Momia ni mucho menos nosotros sabíamos que este tipo de vómito es típico de hipertensión endocraneana; es decir, un signo de inminencia de muerte). Todos nos limpiamos la cara. A renglón seguido, Pabón se sumerge otra vez en la oscuridad. Sus ojos volteados se convierten en dos blancas esferas que giran sin objeto. Tras brincar unos segundos, una de sus manos se contrae. Los labios se le tuercen esbozando una leve sonrisa que a unos luce sardónica y a otros, santurrona. Por las comisuras de los labios escurren abundantes espumarajos. Las mandíbulas se le cierran herméticamente y se muerde la lengua. De sus labios cerrados empieza a escurrir una espumosa sanguaza .
--¡Métale algo entre los dientes! —ordena, con su voz ululante (de lechuza disecada) el hermano Apolinar .
Mondragón sólo atina a introducirle en la boca una vieja regla de cálculo, pero afortunadamente consigue separarle los dientes. Las convulsiones se generalizan. El cuerpo del pobre Angel María se entiesa hasta quedar como un arco templado, apoyándose solamente en la nuca y los talones.
--Es un típico ataque epiléptico-- diagnostica el paquidérmico hermano Apolinar.
Una mancha amarillenta y tibia se extiende lenta pero inexorablemente desde la bragueta empapada de Pabón hasta nuestras rodillas.
--¡Se meó!—exclama Mondragón, sacudiéndose las manos.
--¡No nos salpique, carajo! ¡No sea cochino!
Todos estamos perplejos. Nadie se atreve a hacer nada. El pánico es paralizante.
De pronto, el cuerpo de Pabón se relaja y sus mandíbulas se aflojan. Exhala un prolongado y pestilente suspiro por el ano que nos obliga a retroceder a prudente distancia. Aquel guiñapo humano, baboso, meado --y además pedorreante-, ahora emite ronquidos estremecedores (quizá sean sus últimos estertores).
--Ha pasado el ataque—concluye la Momia, y esboza una sonrisa de triunfo.
--Ahora sí, llevémoslo a la clínica.
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Horas después, enfrente de la sala de urgencias, atisbábamos a través de las claraboyas de las puertas de vaivén a varias enfermeras que nalgueaban a gran velocidad. Sus estrechas minifaldas se recogían peligrosamente cuando sus dueñas se inclinaban para aplicar alguna inyección, pero únicamente dejaban ver las inmaculadas medias del uniforme. Un par de médicos manipulaban un extraño aparato por el que le introducían un tubo en el gaznate del pobre Angel María. De todas partes le salían sondas y cables. Pitaban varios aparatos eléctricos.
--Señorita, ¿podría decirnos que le pasó a nuestro compañero, el de la camilla de enfrente?
--¡Yo no lo sé!
--Por favor, es nuestro compañero.
--No me distraigan, ¡tengo otras cosas que hacer!
--Por favor, señorita…
--Voy a preguntar y les cuento…pero, ¡dejen trabajar!
Dos o tres horas después, regresa la de la cofia y nos dice--: traumatismo craneoencefálico, estado post-ictal, ¿okey?
--Okey, pero, por favor, ¿qué significa eso?
La de blanco no parece escuchar nuestra súplica...
--¿Consignaron el abono en la caja? No va’y sea que su amigo se muera y ustedes nos hagan conejo, ¿Ah?
--Ya entregamos el carné del seguro, no se preocupe, señorita—le asegura el hermano Gervasio, y agrega con enojo inocultable--: ¿Quisiera, por favor, se-ño-ri-ta, informarnos el estado del paciente? es un alumno de mi colegio.
–No me ofenda, señor, el que usted sea cura no le da derecho a maltratarme.
Ahora estoy seguro de que la desalmada pertenecía a SINENSALUD (Sindicato de Enfermeras de la Salud). Pero los dos cuchillos azules que le clavó el hermano Gervasio, o su respetable babero blanco o quizás su negra sotana, consiguieron derretir un poco la frigidez de la fémina y hacer que nos concediera una leve muestra de caridad.
--El de la cinco, que creo es por quien usted me pregunta, se-ño-r cu-ra, está en coma profundo, parece haber hecho un severo hematoma intracraniano, vamos a ver cómo evoluciona --dijo, elevando el mentón, y agregó, como para aliviar nuestra angustia--: ¡ojalá no se muera!- Y se fue dejándonos con la boca abierta; no sé si por la gravedad de Pabón o por el impresionante agite de sus caderas que nos mantuvo perplejos por varios minutos. Tengo que aceptar que la de blanco, aunque era una enfermera malgeniada, también tenía un culo mortificante.
La cosa estaba fea; digo: Pabón parecía estar al borde de la muerte.
Decidimos hacer guardia individual frente a las claraboyas. A Mondragón le tocó la peor hora: de 12:00 pm a 6:00 am, pero el cura Gervasio me la endosó sin darme oportunidad de replicar. Sin embargo, agradezco a la torva marrulla del maestro y su preferido la oportunidad que me dieron de ser testigo de varios hechos extraordinarios. Si no hubiera sido por ellos, no los hubiera visto con mis propios ojos.
Trataré de referir los acontecimientos en estricto orden cronológico, tal como los consigné en el cuaderno cuadriculado de matemáticas en cada uno de mis turnos de los siguientes días. Debo hacerlo de esta manera porque los acontecimientos inconcebibles a los cuales que me refiero sucedieron, noche a noche y uno tras otro, in crescendo, hasta llegar al clímax. Podría decirse que, en conjunto, todos esos sucesos configuraron un verdadero milagro, pero no un milagro por la gracia de Dios, sino una descabellada locura por influjo del Maligno.
Primera noche, 2 y 30 a. m. Estoy solo en el pasillo. En la sala de urgencias todo continúa desarrollándose sin mayores modificaciones. El paciente de la cama cinco (Pabón, Angel María), sigue en coma. Sólo respira con ayuda del respirador mecánico. Una hembra de uniforme blanco revisa la infusión intravenosa y la aguja que penetra en una vena de Pabón –inclinándose-, (no se porqué las enfermeras siempre se inclinan cuando desarrollan alguna labor). Su altiva grupa se aproxima a la mano derecha del paciente. La misma mano que Pabón ha usado siempre para persignarse, que ahora permanece como muerta. Pero milagrosamente la mano resucita. Y con admirable precisión se introduce por la hendidura que forman los muslos de la enfermera. La de blanco grita ¡Uy! y se voltea sorprendida. Parece aterrada de que pueda haber sido un movimiento reflejo del paciente. Pero, ¿tan real? No, no puede ser un movimiento voluntario, --“este tipo está más muerto de vivo”-, tal vez piensa la sorprendida. Cree necesario informar al médico de turno acerca del imprevisto acontecimiento --“quizás el paciente ya esté saliendo del estado comatoso”-. El médico, tras examinar a Pabón, tomarle los reflejos y pellizcarle fuertemente un dedo, mueve la cabeza negativamente y desaparece. Yo parpadeo. Tal vez me estaba durmiendo parado y lo que observé fue sólo una alucinación. No puede ser que el santo de Pabón haya intentado mandarle la mano directo al culo a la hembra del uniforme blanco, estando él en coma profundo y con un tubo metido 20 centímetros entre la tráquea, y, sobre todo, en contra de todos sus sacrosantos antecedentes. ¡No, definitivamente no puede ser!
Segunda noche, 3:00 a. m. Silencio absoluto. Pabón continúa sumido en la inconsciencia. No obstante, aún descontando la incomodidad que debe de ocasionarle el tubo que sale de su boca, me parece percibirle una sonrisita malévola en las comisuras de sus labios, y sobre todo cierta picardía en las arrugas de sus párpados. La misma enfermera de ayer aparece y se percata de que la bolsa que recibe el ambarino y aséptico líquido urinario de Pabón está vacía. Levanta la sábana inmaculada. Parece que se dispone a revisar la sonda vesical. Podría estar taponada o doblada. Observo que la de blanco se calza unos guantes de látex y, con evidente habilidad y mano profesional, atrapa fuertemente por la raíz el órgano hasta ahora virginal de Angel María, de cuyo meato emerge la tubería. La experta enfermera se lo endereza para mirarlo de frente. Jala la sonda con desconsideración. Parece decidida a arrancarle las vesículas seminales al pobre santurrón, pienso yo, al tiempo que mis propios testículos ascienden entre el escroto como defendiéndose de aquel terrible tirón. Pero sucede algo imprevisto. La turgencia, el volumen y, según parece, la firmeza de la quinta extremidad de nuestro angelical condiscípulo, se acrecientan inconmensurablemente. La enfermera, aterrada, no suelta su presa como debería haberlo hecho, de ser más precavida, sino que de los puros nervios la estrangula con toda la fuerza de su mano enguantada. ¡Yo jamás había concebido una erección semejante! La fisonomía del pene de Pabón ha cambiado radicalmente. Ahora se ha convertido en un salchichón tumefacto y amoratado (perdónenme el símil tan ordinario). La de blanco, al borde del colapso, por fin suelta su presa y corre a llamar al doctor. Pero cuando llega el galeno, casi hora y media después, todo se ha normalizado. El paciente sigue en coma profundo, la orina mana abundante por la sonda y la bolsa que la recibe muestra que la vejiga funciona correctamente. El doctor otra vez mueve negativamente la cabeza y reprende, con una amabilidad que me parece exagerada, a la de las nalgas paradas y luego desaparece.
En las horas siguientes, los neurocirujanos revisaron con todo rigor el estado de Pabón y de común acuerdo decidieron retirarle los tubos y sondas. Seguramente el coma les pareció menos profundo. Tal vez pensaron que el enfermo había mejorado y ahora se encontraba apenas sumergido en lo que llaman un coma superficial.
Tercera noche, 4:30 a. m. Pabón parece dormir apaciblemente. Cualquiera diría que sus sueños son sueños celestiales porque exhibe una especie de mueca de satisfacción en el rostro. Sin embargo, por lo sucedido ayer, yo desconfío de tan angelical sonrisita. Es mejor prepararme para presenciar otra vez algo grotesco. Nuestra enfermera, de espaldas, arregla una mesita con ruedas en donde se amontonan cientos de frascos de remedios y mil inyecciones. El sátiro de Pabón se voltea lentamente y clava sus ojos en la retaguardia de la hembra del uniforme. ¡El bellaco no estaba dormido! Era de suponer. Se incorpora, se sienta en la cama, se apea de ella con un ágil brinquito, y, de puntillas, se dirige sigilosamente hacia las ineluctables nalgas de la amiga del doctor. Por la apertura de proa de la pequeña bata que apenas si cubre parte del paciente de la cama número cinco irrumpe un desproporcionado bauprés, cuyo ciclópeo mascarón mira con su único ojo directamente hacia la intersección de los glúteos de la desprevenida enfermera. Yo contengo la respiración. Mi corazón trata de salírseme de la caja torácica. Está por suceder un desastre. Aterrado, sólo atino a persignarme, con la esperanza de que suceda un milagro de última hora.
Cuando la fémina siente el envionazo con que la descomunal tranca de Pabón trata de penetrarla, (por fortuna infructuosamente gracias a las medias pantalón), exclama aterrorizada, “¡Ay’jueputa, qué es esta vaina!” Pero esta vez, en lugar de brincar, desliza con todo cuidado su mano hacia atrás, tal vez tratando de diagnosticar al tacto si se trata de una broma de su amigo, el del fonendoscopio. Ciertamente debe de ser lo primero que se le ocurre. Sin embargo, totalmente horrorizada al constatar mediante su experta palpación que no es presa conocida, o tal vez percibiendo algún otro detalle definitivo en contra de su primera hipótesis, arranca a correr despavorida derribando el carrito de los remedios, los cuales se destrozan con gran estrépito sobre el piso de losa blanca. Pabón regresa rápidamente, otra vez de puntillas, se mete en la cama, se cubre muy bien con las sábanas y vuelve a hacerse el dormido.
-“¡Ah já, con que esas tenemos, depravado! Y yo que te creía el más santo de todo al santoral. ¡Sátiro hipócrita! ¡Sacrílego! Conque comulgando casi todos los días. Claro, ¡haciendo morcillas p’al diablo. Mañana mismo proclamaré a los cuatro vientos mi escalofriante descubrimiento. Será el descubrimiento más inesperado de los últimos ciento cincuenta años de historia del colegio de los reverendos hermanos cristianos.”
En cambio, para mi desconcierto, los neurocirujanos toman el suceso con total tranquilidad. Aseguran que es un signo incuestionable de las secuelas del traumatismo cerebral. Revisan las tomografías cerebrales y confirman su sospecha. --“La hemorragia ha comprometido el lóbulo frontal del cerebro, exactamente en su segmento ventro-medial”-, explica el más antiguo al corrillo de estudiantes que lo escuchan con la boca abierta. --“Si queremos que este pobre sujeto no quede con graves cambios de comportamiento, como los que ya está registrando, tendremos que drenarle el hematoma”-. Y agrega, mostrando una cara de circunspección--: “es una operación muy peligrosa, nuestro paciente Pabón, podría incluso quedar mucho peor.”
Ese fue el pronóstico del profesor, emitido por encima de las gafas y por debajo de sus espesas cejas, en un acto inconcebible y desacostumbrado de modestia neuro-quirúrgica. Y además agregó esta inusual confesión:
--“No garantizo el éxito de la operación.”
Yo, entre compungido y curioso por lo que habría de sucederle a mi compañero el “Santo” Pabón, me atreví a comunicarle mis observaciones a la Momia con la esperanza de que me absolviera algunas inquietudes, pero el cura Apolinar quedó pensativo, sólo atinó a arrugar la nariz como si se oliera un mal pronóstico y no me contestó nada.
Treinta años después, durante la reunión con que celebrábamos las bodas de plata del grado de bachilleres del colegio solicité a unos compañeros me presentaran a un señor de aspecto opulento, nariz protuberante (evidentemente enrojecida debido quizás a frecuentes libaciones).
Una cicatriz violácea afea un tanto su amplísima frente. Usa chaleco, leontina y corbata Salvatore Ferragamo. Yo intento reconocer al conspicuo caballero sin conseguir identificarlo con precisión. Me parece haberlo visto en alguna parte.
--“¡¿Hombre, cómo va a ser que no te acuerdes de Angel María?!”—exclama Ramón Muñoz, y agrega--: “nuestro amigo Pabón es ahora uno de los más reconocidos magnates del comercio del sexo. Es el acaudalado propietario de la mayor cadena de moteles por horas de la avenida del aeropuerto”.
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