Escucha el susurro del compañero.
Deja que se organice
la rabia de tus venas. Date esa oportunidad.
Deja que tome cuerpo, mírate a los ojos en el reflejo metálico de la herramienta que dices manejar (aquí ni siquiera gobiernas la grapadora).
Déjalo crecer. Por una vez
respeta su tiempo,
déjale que crezca, que gane su lugar.
Deja que lata por ti,
permite que te muestre el camino. Dale libertad de movimiento, ponte a su servicio:
deja a un lado tus juicios, tus miedos;
no los prohibas, pero deja que se marchen.
Concentrate en tu respiración, no te pertenece pero es tu sentido ahora.
Levántate del asiento. Deja el ordenador encendido. Olvida el post-it en el que quisiste apuntarte aquella frase, simplemente camina. Un paso tras otro, hacia el fondo del pasillo.
Mira, ahí están, estaban esperándote. Junto a la puerta del despacho. Sus rostros. Nunca los habías visto así. Es esa cara... hace cinco minutos también estaban nerviosos. Pero ya no. La misma fuerza que te mueve a ti, los mueve a ellos. El mismo pánico, que también les hace rastrear los pies.
El letrero de "Dirección" está leve y ridículamente torcido;
y te das cuenta de que, en veinte años, no habías reparado en ello.
No cuentes hasta tres ni nada de eso. Simplemente abre la puerta y entra. La mirada de los demás, su aliento, está a tu espalda.
Entra,
habla,
y siente cómo se detienen las máquinas. |