Un soplo de viento frío, una uva pasa, el humo de un fogón que reparte lágrimas por los caminos a donde el aire lo empuja. Olor de pintura y ropas nuevas, lucecitas desordenadas señalando esta casa y aquella. La vista paseándose en ese balcón donde más tarde nos reuniremos a mirar fuegos artificiales. Un recuerdo bonito que te arranca sonrisas y nostalgias, una canción que te retrocede en el tiempo y de pronto estás en brazos de tu abuela que te baila al ritmo de cuatro, furruco y tambor. Muchachitos que crecen como el monte y se casan y se preñan y aumentan la cantidad de platos en la mesa familiar: esa mesa que cada día le queda más pequeña a la alegría multiplicada con cada nuevo plato. Un hombre asando hojas de plátano y una mujer que las limpia y las corta y un muchachito robando pasas y una abuela y sus regaños que se parecen más a caricias que a reproches. Los más vivos pendientes de robar la primera hallaca y los más juiciosos ayudando a lavar la losa después de la preparación de los manjares. Los comentarios de siempre, esta hallaca ha sido la mejor, le faltó sal a la masa, yo te dije que era mucho aceite, pero siempre el gusto sabroso que te demuestra la falsedad de aquel dicho: el caldo no se pone nunca morado y mejor si cada quien le mete al menos un dedito a la cena navideña. Los muchachos al otro día, despertando a los adultos enratonados, y el ruido lejano de juguetes que bailan, flotan, vuelan, ruedan y se pavonean sobre la felicidad de los más chiquitos. Y el inocente niño de porcelana mirando, con ojos recién nacidos, desde ese pequeño universo paralelo que le ha brotado a la sala de estar.