Para Ani Aciar
Los caminantes que pasaban por ahí no prestaban mayor atención al hombre vestido de payaso, que parado en la puerta de aquel teatro abandonado, guardaba postura estoica noche tras noche mirando al cielo sin hacer payasadas.
Solo los vecinos curiosos del antiguo teatro habían observado que en un momento dado, este payaso, que nunca abandonaba su disfraz ni su maquillaje, veía algo en el cielo, y un brillo de alegría iluminaba instantáneamente su mirada, a partir de ese momento una sonrisa casi espasmódica parecía iniciar un proceso de aceleración en el metabolismo del payaso que siempre terminaba en la carrera nerviosa de este hacia el interior del teatro.
Los más curiosos intentaron en reiteradas e infructuosas oportunidades averiguar que producía ese efecto en el payaso, y no faltó quien trepado a la azotea de su casa alternaba un vistazo al payaso y otro al cielo para resolver el misterio, pero nunca nadie logró ver nada, hasta que finalmente dejo de ser comidilla de rumores cuando en el almacén de don Castillos, que era el centro del rumor barrial, alguien sugirió que el payaso estaba loco, lo cual explicaba todo. Desde ese día quedo rotulado para siempre en el barrio como el payaso loco, y gracias a la difusión que don Castillos le dio al nuevo mote pasó a ser para los vecinos uno de esos personajes del folklore local que nunca faltan en ningún barrio.
¿Cómo podían saber los vecinos, ciegos a la fe del payaso, que este esperaba un ángel? Todas las noches él se paraba en la puerta del viejo teatro hasta que lo veía venir volando muy lejos, apenas un puntito blanco que le anunciaba la pronta llegada, entonces corría alborozado con sus zapatotes chancleteando plafs plafs en las viejas tablas del piso hacia el abandonado escenario a preparar su función.
El ángel llegaba silenciosamente como si por casualidad pasara por ahí y hubiera entrado a husmear las ruinas de aquel edificio donde antaño hubiera tanto alegre ajetreo entre bambalinas, como espectadores risueños en las entonces flamantes butacas de terciopelo rojo.
Cuando llegaba el ángel no había saludos, pero una exploración mas detallada hubiera descubierto un breve intercambio de miradas cargadas de mutua gratitud y alegría, mucho mas claras en el payaso que en el ángel, que prefería mantenerse en actitud distante con las alas escondidas detrás de las dudas de una alegría que no encontraba razón para no ser, pero que a su vez le temía a ser costumbre de alegría.
Es que a los ángeles no les gusta encariñarse con los mortales que tienen la costumbre de morir dejando ángeles aburridos de que sus frágiles objetos de cariño desaparezcan una y otra vez.
En un tiempo no muy anterior a este relato, nuestro ángel estaba muy pancho tocando la lira sentado en unas nubes bajas y algodonosas lejos de todo mortal, y donde ni siquiera se mojaba, cuando el payaso que andaba excursionando con sus zapatotes por las altas cumbres de la precordillera, se le apareció atraído por la extraña música, y fue tanta la sorpresa de ambos al verse, que el alado no tuvo tiempo de hacerse invisible y el pintarrajeado solo atinó a hacer unas piruetas tan graciosas que el ángel casi pierde las alas de la risa.
El hombre de narizota colorada quedó tan encantado por esa risa celestial que deseoso de volver a escucharla le pidió que asistiera a una función exclusiva en su morada que no era otra que el teatro abandonado.
El ángel sonrió y pensó que ya que había sido descubierto por el payaso, no iba a hacer ningún daño divertirse solo una vez mas; pero una vez que vio la actuación esta le resultó mas entretenida de lo que esperaba y desde ese entonces a pesar de las dudas llegaba cada noche volando infaltable al viejo teatro.
Luego de muchas noches de asistencia, comenzó a mirar nerviosamente la puerta de salida calculando cual seria el momento conveniente para irse para siempre antes de que la puerta se perdiera de su voluntad. Se sentía atrapado entre sus propios deseos de risa cotidiana y el temor al cariño que le despertaba el payaso efímero cuyo tiempo no era mas que un tic tac de agujas en su reloj de eternidad.
No podía decidir el momento adecuado para marcharse, quería irse, quería quedarse, quería irse, quería quedarse...
- ¡Por favor! - pensaba - ¡que alguien me dé una margarita!
Cuando la función lo atrapaba, olvidando sus dudas, revoloteaba sobre el payaso con su risa celestial inspirando las mejores payasadas del artista que se esmeraba para mantener entretenido al ángel y que dejara de mirar esporádicamente esa puerta de salida.
El ángel sentía excesivo tanto empecinamiento, se decía que el payaso no debería tener tanto interés en que se quedara cuando ni siquiera pagaba una entrada a la función.
Pero el payaso se sentía mas que pagado con la fascinación de esa risa angelical que había redibujado su rostro con un sentimiento que le nacía en lo mas profundo de sus entrañas y subía creciendo portentoso dentro de su pecho hasta que estallaba en su boca con una sonrisa tan amplia y feliz que hubiera podido prescindir totalmente del maquillaje que la imitaba sin desmerecer un ápice su atuendo.
Por eso temía al momento que el ángel utilizara la salida para siempre y se llevara consigo los tintineos de su risa celestial, y con ella las ganas de vivir que habían retornado a su alma con la alegría redescubierta de hacer reír, que es la diferencia primordial entre ser un payaso de alma o ser un simple hombre disfrazado que camina triste por ahí con la cara patéticamente pintada con una sonrisa de utilería.
El ángel se daba cuenta de estos sentimientos, que lejos de ayudar a su decisión abrían una brecha aun más grande en su alma, dudaba de la validez de la simbiosis ángel-payaso, entretenido-entretenedor. Sabía que su risa se había convertido en leí motiv para el payaso, pero se cuestionaba tanta importancia, y por cierto jamás se olvidaba de la mortalidad intrínseca del payaso.
Centelleantes vacilaciones relampaguearon en la cabeza del ángel que miraba al techo como pidiéndole a su jefe que decidiera por él, que le marcara un camino, que lo obligara a quedarse oficialmente en la guardianía del payaso o que lo pusiera en terrible penitencia en alguna nube sobre la Casa Blanca; cualquier cosa estaba bien si lo relevaba de esta indecisión del que hacer, de esta inquietud de escapar de un dolor futuro que lo condenaba a un dolor presente.
El payaso al verlo tan distraído se desgañitó tratando de atraer su atención... ¡pero que difícil concitar la atención de un ángel distraído por nubes de dudas!
El payaso vislumbrando el final de tanta noche de alegría, cayó abatido en llanto por la tristeza de ver que todos sus esfuerzos eran inútiles; pero el ángel, ángel al fin, olvidó sus propias tribulaciones para acudir volando presuroso al lado del payaso a enjugar sus lágrimas.
En el apuro, la providencia lo llevó a chocar contra la tramoya del teatro arrancándole las alas y rasgando su vestido; un poco dolorido, pero urgido por la tristeza del payaso, continuó en una carrera a pie hasta su lado; se quitó las ultimas plumas que le quedaban, y con ellas limpió de lagrimas su cara y junto con ellas todo el maquillaje.
El hombre que fuera payaso hasta ese momento abrió los ojos que habían permanecido cerrados mientras el ángel le secaba las lagrimas, y vio por primera vez de cerca al ángel que ya sin alas y con su túnica rota se le revelaba como una bella mujer de ojos tristes.
Quedaron en silencio mirándose como nunca se habían visto en tantas noches de función, los dos absortos en el descubrimiento de lo que había en realidad detrás de las vestiduras de sus roles.
Se miraron profundamente, se decían todo por primera vez en una mirada. No podían creer las revelaciones de sus ojos: el hombre entendió que no era necesidad de publico lo que lo había movido a su performance diaria de payasadas, y la bella mujer que no era la risa fácil de un chiste trillado lo que la llevaba noche tras noche al viejo teatro abandonado.
Continuaron mirándose, conmovidos, serios; interrogante la mirada de cada uno busco un permiso en la boca del otro en un ruego silencioso; apenas un instante se miraron a los labios que se entreabrían temblorosos mientras sus ojos se cerraban y sus rostros se acercaban dulcemente para unir sus bocas ansiosas la una de la otra en un beso tan acalorado como aquella hermosa noche estival.
La puerta del almacén de don Castillos chirrío sus goznes al abrirse para doña María, que envuelta en chaqueta y bufanda, entró a proveerse de yerba para calentar un poco las tripas con unos matecitos esa mañana gélida.
- ¡Que frío! - dijo doña María
- ¡Terrible doña María! Y eso que recién empieza el invierno, no quiero ni pensar lo que nos espera todavía. - asintió don Castillos a su clienta.
- ¿Sabe Castillos? Tengo una novedad del payaso loco. Ya sé porqué no lo veo mas parado de noche en la puerta. Parece que anda de novio; me lo crucé anoche saliendo del teatro con una mujer; ella debe ser loca como él porque andaba con un camisón blanco, ¡no sé como no se moría de frío! Eso sí, es una muchacha preciosa; y a él había que verlo, estaba radiante de felicidad, iban como tortolitos de la mano ¡parecían dos angelitos!
- ¿Pero que esta diciendo doña María, usted no se enteró? ¡Si al payaso loco lo encontraron hace como tres meses arriba del escenario todo rodeado de plumas y muerto de varios días!
Gustavo Malomo 2004
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