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¿Acaso, podrías ser tú? El parpadeo, la somnolencia. El inmenso cuervo deja caer su ala negra. Nadie puede asesinar el tiempo, en algún lugar de la memoria ancestral estás tú, nítida, sin misterio. La secuencia monstruosa de rostros desconocidos y el movimiento nos arrullan (a mí y al mundo), ¿qué impulsa con su leve canto el sueño de mi muerte, en esta maraña de sucesos imprevistos? Yo, el de lagartos ojos, te he reconocido, madre ausente de tantísimos años. Largo ha sido el lamento del hijo destetado de tu ovario; desgranaste la mazorca de bronce sin delinear el surco de mi destino, germiné en tu ausencia. Vine a esta ciudad para encontrarte, accidentalmente. Eres tú la tres veces desenterrada, la tres veces muerta por el tiempo de los hombres. La tierra colorada de tanta sangre, de tanta conquista, sirvió para perderte: no se es, lo que no se ve. Piedra, desde siempre piedra, para siempre piedra. Veinticuatro membranas nictitantes me miran, como la fiera que fuiste (quizá seas). Muerdes la tierra, las flores cerradas, el lomo de las bestias, los frutos inmaduros, muerdes el cielo y el aire presentes: todo lo muerdes. Los tobillos cruzados de tus escamosas piernas, el rombo de cadera a rodillas. Te reconozco. Me miras fijo, soy tu presa, el sacrificio y la ofrenda. Soy, (de nueva cuenta) tu víctima, inmólame. El rostro esquelético de mi rostro va contigo, mi imagen anterior y posterior en una sola mirada de huecas esferas me reproduce atrozmente en tu memoria. El rostro de mi padre se asoma desde tu coxis, sostiene un grito escandaloso; de él mana una muerte que quiero aniquilar, porque estoy cansado de su muerte que no llega. Ni él, ni yo, sino el otro, y ninguno; tu virginidad inquebrantable. En los pliegues de tu falda (nido de ondulaciones) nazco-muero. Sólo tú, del mar primigenio, sabías su amniótica eficiencia, conversaste con el dios y él te dio el flujo; piedra pluvial de miel, de hiel, de olor a sal. El quincunce de tu vulva, vulva de mi abuela, vulva de mi madre, vulva de mi hermana, vulva de mi amante, sangra sobre el Gran-Océano, marea roja, de muerte me envenenas. Una vez más, náceme a la muerte de tu abrazo. Eres el templo y el vaso. El espíritu de las serpientes te estrangula; tu alma se quiebra, tu cuerpo se desgarra; beso tu sexo que arde, rueda mi cabeza, mi corazón es un pequeño-dios-hambriento de sangre, la reliquia sigue viva y llora un amor anticoagulante. El amante-afortunado que tocó con lascivia tus pechos gravosos, el hijo prenatal-dentado y el esposo horadador-homicida se han quedado sin manos, ¿quién acariciarte podría sin perder un dedo? Fiera bicéfala de cuatro hemisferios, sobrada de entelequia. Cazadora-ovípara ensartas carótidas y falanges, para ignorar el tiempo de mi regreso. ¿Cuántos santos?, ¿cuántos tactos de inocentes criaturas omnívoras te adornan? Soy la leve pluma en tu patio que escribe la divina concepción del ser, un grabado rupestre en tu útero de cuarcita. Ya nazco. Vengo armado-eyaculante; calcinado por el fuego de tu cadera. Ya ardo. La flamita estelar aparece, el pulso de luz se propaga en el todo, se alumbran tus pechos de gleba, la leche de oro salta en las fuentes y la semilla de mi canto incuba una muerte perfecta que impaciente aguarda bajo tierra.





"Antonio Carrillo Cerda"
Toluca, Estado de México a 08 de diciembre de 2011

Texto agregado el 19-12-2011, y leído por 362 visitantes. (0 votos)


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