Tengo el sueño recurrente –confiesa Diana Especalini a su sicóloga– donde me hallo desnuda frente a un río multicolor. El amarillo, el rojo, el azul están presentes, y los demás como mezcla de éstos. Una necesidad me apremia dentro del sueño: cruzar de la orilla donde estoy a la otra. Pero ello me es imposible y sufro. Sufro porque nada más puedo hacer. Me angustia. Me angustio al constatar que mi cuerpo se hunde paulatinamente en la arena. Y no es por obesidad, usted me ve doctora, conservo la línea. Cuando la arena alcanza mis rodillas, despierto. Despierto vestida y con pinceles en mis manos.
Creo que estoy loca –sospecha Diana, llevándose ambas manos a la cabeza, sujetándola como a un melón rodante por la mesa y a punto de caer–. Por eso vine. Vine a que me explique –exige encarecidamente– si padezco de amnesia porque como comprenderá usted, esos pinceles salieron de algún lado. En casa no hay pintor. Vivo sola, yo no pinto. Reprobé Educación Artística en el bachillerato. Me negué a dibujar en el preescolar. Me irrita ver la luz blanca, no la blanca luz –aclara enfáticamente–, separada en sus componentes. No me incomoda Newton, de hecho me acomoda.
Hace tres años –inicia un recuerdo, luego de ver el cenicero donde la sicóloga agota sus cigarrillos–. No, espere, hace cuatro años me intrigó mucho el experimento de Isaac. Un cuarto oscuro, un agujero para dejar entrar un haz de luz, un prisma que la refractase… Repetí la experiencia. Me excitó tanto que salí del cuarto oscuro, cuatro cortinas negras en medio de mi habitación, cerré las ventanas, eché las persianas y retiré las cortinas negras, dejando expuesto el montaje experimental. Me toqué un seno, luego el otro. Lo hice impúdicamente, poniendo antes mis lentes sobre la mesita de noche. Hice a un lado mi cuaderno de notas y la silla desde la cual realizaba mis observaciones. Una cosa es la teoría y otra muy distinta, la práctica. Los dedos de mis manos, hundidos en la lozana piel de mis pechos, herían lo que otros jamás hirieron ni pudieron ni supieron cómo herir. La tela de mis pantaletas despedía un olor característico que ni mis gruesos jeans pudieron contener. Yo era un deslave de mujer insaciable. Y me observé, abajo. Húmedos, mis pantalones marcaban la línea de mi entrepierna. Nada ni nadie fue capaz de hacer de mi vagina un vulgar charco de agua. Mis jeans eran azul claros, se mancharon de un leve tono blanco. No sé si infección, sí salinidad. Una cuca como la mía es salina, muy salina de excitarle en sumo grado.
Mi cuca, mi soberana cuca era un disco de gruesa y blanda carne humedecida a la espera no de un pene flácido-mediano-fanfarrón con el cual creí saciarme cuando estaba en la escuela o en los primeros semestres de la universidad, la demanda femenina era mayor, descomunal. La mano grotesca de un maniquí, la pata de una mesa hubiesen servido. Pero no, mi perversión no la inspiraba caer desnuda y con las piernas abiertas sobre el obelisco de la plaza Altamira, sino algo todavía más inexplicable que espero, usted, mi querida doctora, me ayude a descifrar. El hueco, la tronera húmeda de mi entrepierna demandaba al prisma, el prisma del experimento, el mismo prisma newtoniano. (Qué riquito-riquito el peluquín de Isaac –piensa Diana al ver a la sicóloga cruzar las piernas y encender el último cigarro-.)
Entonces lo escupí. Y mi lengua fue el cuchillo, mi saliva la mantequilla y aquél emparedado sexual estaba listo para ser puesto en posición. Y me lo puse y usé mi cuca para chuparlo hacia dentro, luego para expulsarlo un tanto y ver cómo asomaba la cabecita de cristal. Maldita sea, doctora, ¡qué rico, nojoda! –suelta aquello sin reservas–. Y en aquel jueguito íntimo de parir y chupar luz con mi tronera echa agua comprendí el porqué amaron a la zorra manzana que jamás golpeó la cabeza de Isaac. La cabeza, doctora, la cabeza… –de piernas abiertas, la doctora apaga su último cigarro, y Diana arrodillada comienza a libar–.
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