A las tumbas,
al espacio,
al tiempo…
El escritor moderno no usa su nombre real. Al nacer ya tenía una computadora para escribir, también un medio rápido, eficaz, expedito e inseguro para intercambiar ideas con otros escritores, cercanos literariamente y lejanos físicamente. Le apasiona usar seudónimos con letras y números lógicos e incomprensibles para otros. La nueva narrativa prescinde de los formatos narrativos practicados en el pasado. El médico y su paciente, el abogado y su defendido-acusado, el mendigo y el que le arroja la moneda, todos son escritores por igual si en su experiencia de vida algo concluyente y revelador tiene para ofrecer al género que a veces olvidamos ser: humanos. Buenos, malos e intermedios, pero eso sí: todos malditos, todos diferenciados por su arte narrativo, por el efecto profundo de sus ideas materializadas en letras, por la simple obstinación universal de su mente que interactúa intermitentemente con otras.
El escritor moderno ya no quiere dinero, sólo una posición y un sitio desde donde aturdir sicológicamente la mente de los débiles. A todas estas, ¿quiénes son los débiles? Los que creen que I es una plataforma legal para continuar el adoctrinamiento salvaje que se ha cernido sobre el ser humano. Un adoctrinamiento diferencial que sólo ha constituido clases y castas, rebaños y jaurías donde el poder reside en las mismas personas. La carrera no es el dinero ni las fotos ni la placa de reconocimiento en la pared, sino la libertad asociada a un pensamiento propio —no prestado—. I llevó abajo el pensamiento vano de ser recordados e idolatrados por nuestra obra. Ahora podemos decirle a todos: ¡Qué patético luces en esas fotos! ¡Qué demacrada intención la tuya por reproducir arte ajeno! ¡Sólo eres un pobre reproductor de la personalidad de otro!
El escritor moderno sólo quiere un cuento, una novela y un ensayo decentes. Eso lo reconforta. Por eso destila su prosa y recoge en el matraz aforado un arte cada vez más puro. Porque la pureza en las letras no es la repetición de las ideas, manejo y uso de las palabras de otros autores, sino la correlación exacta entre lo sentido y lo puesto en palabras para hacer sentir. Esta es la verdadera lucha del escritor. Su conflicto, su ignorancia eterna.
El escritor moderno quiere una cabaña, una mujer y muchos hijos. También una biblioteca personal, repleta de libros escritos por autores muertos. Él sólo quiere escribir sin que lo detengan y una vez consumada su obra, incinerarla a expensas de que lo llamen loco. Considera que éste es su camino a la erradicación absoluta de la vanidad acechante que sólo le aleja de lo esencial: la vida y su literatura.
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