Lo recuerdo bien, tenía 5 años cuando fui testigo del primer conflicto entre mis padres. Ella, ama de casa empedernida, pedía a mi padre, único en la familia facultado para brindar sustento, dinero para comprar un bolso nuevo. Él fundamentaba su negación en la cantidad de accesorios de esa naturaleza que se acumulaban en el armario. Alegaba que cuando éstos fueran viejos, sería un insulto donarlos a la iglesia más cercana, los pobres no tienen pertenencias que guardar más que su vida misma. Por otro lado era poco probable que sus 3 vástagos varones heredaran los complementos femeninos de mamá.
Recuerdo también cuando el abuelo fue a casa, nunca nos visitaba. Aproveché para invitarlo a que jugásemos tirando soldaditos con canicas, pero su presencia se debía a intereses monetarios, en resumen, a pedir a mi padre dinero prestado, su visita fue en vano.
Dos sucesos que quedaron grabados en mi memoria porque fueron el preámbulo de la conclusión que tuve a tan corta edad.
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Era domingo, por consiguiente cualquier diversión se interrumpía a las 11:30, momento en que los 5 integrantes de la familia partíamos a lo que mi padre llama la casa del Señor.
No era una casa, mas bien una especie de museo donde no se puede tocar nada, solo escuchar una monótona pero resonante voz que nos ordenaba cantar, cuando ponernos de pie y cuando sentarnos. Sin duda la hora más aburrida de la semana, pero si mis hermanos y yo nos portábamos educadamente, al salir, mi padre nos recompensaba con un helado a cada uno.
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Llegamos a la casa mueso. Afuera siempre hay personas con rostros de dolor y sufrimiento, tal vez imitando a las innumerables figuras que hay dentro del recinto, incluyendo la de el Señor. Un hombre se acercó a nosotros, mi mente tiene más fresco su mal olor que su rostro, extendió la mano a mi padre para pedirle dinero, pero él siguió caminando sin ni siquiera voltear a verlo, hace más caso a las figuras del interior de la casa museo que a los merodeadores de la casa de el Señor.
Igual que hoy en día, no recuerdo el mensaje transmitido por el hombre de la resonante voz, solo mantengo la imagen de mi padre depositando un gran billete en una cesta que alguien pasó frente a nuestra fila, cada invitado hizo lo mismo. Hablar sin permiso significaba una falta de educación, decidí guardar la duda en mi interior y olvidarla con un rico helado. Al terminar la misa, a pesar de comportarnos debidamente no hubo helado, mi padre entregó todo su dinero a el Señor.
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La lección llegó al anochecer, justo antes de rezar al pie de mi cama. Analicé los acontecimientos pasados y comprendí que solo en aquel lugar había visto a mi padre doblegándose, cediendo el dinero que como solía decir, tanto trabajo le había costado. Ni mi madre, el abuelo, los merodeadores, mis hermanos y yo habíamos logrado conseguir; el Señor lo había hecho sin siquiera decir una palabra. Y no sólo mi padre, sino todos los adultos presentes. Esa noche tuve miedo, me di cuenta del poder que Dios ejerce sobre los hombres, condenados a obedecer.
"La fe es un pensamiento inconcluso,
por lo tanto manipulable".
FIN
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