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Ya faltaba poco para la última ronda. Solo quedaba yo y mi contrincante, que parecía ser un superdotado… ¡Pero qué digo! ¡Era un superdotado! Había entrado a la facultad a los once años y con las notas por las nubes. Pero decidí no rendirme. No quería dejarme ganar por alguien que era diez años menor que yo.
Comenzaron las preguntas. La primera supe responderla, lo cual logró que mi contrincante se sintiera un poco inseguro en las siguientes preguntas. Me dí cuenta de que sus movimientos no eran tan rápidos como su mente, de manera tal que se tardaba una milésima de segundos en apretar aquel botón rojo de sonidos estridentes.
Cerca del final, quedamos en empate. Para desempatar, el conductor nos mostró un complicado problema de álgebra, que debíamos resolver en un minuto.
Miré el problema, que era un complicado jeroglífico pictórico que, de seguro, muchos grandes eruditos tardarían horas en responder. Y entonces, me llegó a la mente aquel discurso aburrido del profesor de matemáticas, cuando estábamos dando expresiones algebraicas y nadie supo resolver los problemas. No me acuerdo bien, pero dijo algo así como que sin el álgebra, la mente no se podría desarrollar bien para adquirir más conocimiento, y que eso está mal porque el conocimiento es un cofre de oro que debemos cuidar, que solo así seremos alguien en la vida… ¡Puro bla bla! Y en esos momentos, al ver ese problema algebraico, el cual dependía mi primer puesto y el premio de cien mil millones de dólares, me di cuenta de que debí haber tomado en serio las palabras del profesor.
Medio minuto. Miré a mi contrincante y me sorprendí de verlo inseguro. Mucho más que cuando comenzó la batalla de preguntas y respuestas. No evité sentirme feliz de que el geniecito se quedara con la mente en blanco.
Miré de nuevo el problema y, enseguida, sentí que mi mente iba más allá de las fronteras, traspasando los límites del razonamiento y alcanzado más allá de los confines del universo, solo para decir, en voz alta y bien segura, que la respuesta era 7.
¡Cuánto me alegré cuando el conductor del programa dijo “Respuesta correcta”! vencí al geniecito, pero decidí mostrarme humilde y felicitarlo por su esfuerzo. Mi contrincante levantó la cabeza para mirarme, dado que tiene el tamaño de un duende a pesar de sus veinte años. Creí que empezaría a llorar, pero me mostró una sonrisa cálida y me dijo:
- Espero verte de nuevo. ¡Será una revancha!
Acepté. Desde esa vez, somos compañeros de trabajo y muy buenos amigos.

Texto agregado el 14-12-2011, y leído por 114 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
15-12-2011 Me ha gustado leer tus dos textos de hoy, se nota un valor muy grande por la amistad, algo que tenemos en común... gracias******* jagomez
 
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